miércoles, 28 de enero de 2009

En qué creen los sicarios

Tenía que fotografiarlo. Llevaba semanas esperando un soplo así y por fin acababan de llamarme. Tienes entre cinco y diez minutos, ni uno más. Será en la catedral. Estaba tumbado sobre mi cama fumando cuando sonó. Creo que tuve suerte. Minutos antes se habían activado las alarmas antiaéreas, pero no sé bien por qué no corrí al refugio excavado en los sótanos, supongo que tuve un golpe de intuición. El caso es que sin perder ni un segundo me calcé y me puse la chaqueta, amén de la cámara, que en días como aquellos llevo siempre colgada al cuello incluso cuando duermo. Tomé la mochila y corrí escaleras abajo por aquel antiguo ejemplar de desvencijados escalones. Recuerdo la estampida de las palomas que se cuelan por los cristales rotos de la linterna del edificio; eso, y que querría haberme enjuagado un poco la cara antes de salir. Bah, gajes del oficio. Ya abajo volvió a aliárseme la suerte de nuevo, pues pensé deprisa y bien en lo concerniente al modo más rápido de llegar a la catedral. No estaba cerca y no disponía de vehículo alguno. Aquello pondría a prueba mis piernas y mis pulmones.
Encaré mi calle en dirección a la zentralstraβe después tomaría alguna de las calles que la cruzan a partir del viejo parque que se halla al final de la misma. Todas éstas desembocan invariablemente en la gran avenida. Desde ese punto tendría que correr unos cuatrocientos metros en curva. Por suerte serían cuesta abajo.
Pero volvamos atrás. Creo que no había abandonado todavía mi calle cuando empezó el espectáculo. Aquellos malditos aviones que podíamos oír pero no ver habían empezado a desovar. Había llovido y se veían charcos por todos lados. Sus aguas temblaban con el tronar de las bombas aunque por el momento estuvieran descargando lejos, del otro lado del río. En cualquier caso, sabía de sobra que pronto vendrían hacia aquí. Era el mismo recorrido que llevaban haciendo durante los diecisiete días desde que comenzó el bombardeo.
Puse todo mi empeño en aquella larga carrera. Tenía entre cinco y diez minutos para llegar y tomar mi fotografía.
Al alcanzar la zentralstraβe viré en dirección al parque, cuya frondosa exhuberancia no había sido tocada por las bombas. Me pareció especialmente ridículo en aquella calle tan castigada por los bombardeos, cuya calzada estaba surcada de boquetes de gran grosor, como un rostro picado de viruela. En cuanto a sus edificios, muchos estaba en ruinas, tantos que me daba el aspecto de una boca desdentada. Pero qué más daba aquello si lo que buscaba estaba en la catedral.
Alcancé el parque, con sus hermosas verjas art nouveau, y tomé la primera calle en dirección a la avenida. Las bombas venían desde el otro lado del río hacia la parte de la ciudad en la que estaba. Pronto nos cruzaríamos, podía oír las explosiones cada vez más fuertes. Justo entre la calle que hace esquina con el parque y la avenida había, formando una pirámide, un montón de cadáveres a los pies de una camioneta. Los debían haber llevado hasta allí para transportarlos a algún lugar donde enterrarlos y debió sorprenderles entre tanto la tormenta. Corrí hacia el camión con la esperanza de que se hubiesen dejado allí las llaves puestas pues el tiempo apremiaba y mis piernas daban síntomas de debilidad. La puerta estaba abierta, pero ni rastro de las llaves. Cagándome en sus muertos, tomé aire y dejé atrás aquella puta barca de Caronte que tan buen servicio me hubiese hecho. A correr tocaba. Corrí tanto como pude, diez, veinte, treinta, cincuenta metros en curva y aún no podía ver la catedral. Miré el reloj, faltaban apenas dos minutos y la vida me iba en aquella foto. De pronto, el estruendo se hizo insoportable. Creo que lo último que oí antes de quedarme sordo fue el crujir de los cristales. Por instinto, me eché al suelo buscando, mísero, un triste techo que me resguardara; di con el ridículo toldo de tela de una tienda de ultramarinos. Tronó la tierra y las piedras saltaron por los aires. Después una enorme nube de humo me cegó. Tosía sin parar pero no podía oírme. La acera temblaba ante el azote de las bombas, y yo, insisto, intentaba respirar bajo una atmósfera de tierra, polvo, pólvora y metales. De pronto, una miríada de piedras como puños cayeron sobre mí producto de una explosión cercana. Después, toda aquella hecatombe de piedras, hierro y muerte fue dejándome atrás. Seguía vivo. Con el rostro tapado bajo la chaqueta, traté de incorporarme y continuar camino abajo. A tientas anduve bajo la nube. A mis pies, cascajos, maderas y metales yacían repartidos por la acera. No había tiempo que perder, por lo que no esperé a que aquella nube se asentara. Continué como fuera y producto de ello me corté en la manó al palpar los afilados restos de un escaparate. Emití un gruñido animal, apreté el puño y seguí hacia la catedral.
A medida que avanzaba, el polvo iba tomando tierra también y entre las sombras lograba empezar a distinguir ciertas siluetas. Los diez minutos se habían cumplido sin duda y traté de acelerar el paso. Aunque no podía verla, sabía que allí estaba al fin, a un golpe de vista si no hubiese tanto polvo, a apenas cien metros de donde me encontraba.
Tosí, carraspeé y escupí. Después me lancé a la carrera con la mano herida por delante para evitar darme de frente contra algo. Segundos después estaba en la catedral.
A medida que aquella cortina de humo se desvanecía emergía el lastrado cuerpo de la ciudad. Elegantes edificios semiderruidos, otros completamente reducidos a escombros. Alguno sorprendentemente intacto. Otros desgarrados, descascarillados, doblegados, hundidos, socavados o prendidos en llamas. Y ante mí la catedral, o lo que quedaba de ella, con su soberbio campanario erguido sobre un montón de escombros. Un increíble montón de piedras derruidas del que emergían puntiagudas vigas. Conjunto que producía la impresión de un enorme costillar de ballena boca arriba. Pero qué importaba. Seguramente habían pasado quince minutos o más. Tal vez no tendría foto. Sólo podía esperar, qué otra opción me quedaba. Distendí malamente la palma de mi puño. No era una herida tan mala. La hemorragia se había detenido y la sangre reseca me impedía abrir el puño bien. Estaba llena de mierda. De pronto oí algo como de lejos, muy muy a lo lejos. Eran unas campanadas. Levanté la cabeza y vi que eran las doce en punto. La nube de polvo había desaparecido y ahí estaba la vencida catedral dando las doce. Y entonces apareció. Hizo su entrada desde la derecha, siguiendo el trazado mismo que minutos antes siguiera la aviación. Ahí llegaba ella a bordo de un flamante rolls royce negro. Agarré con fuerza la cámara y corrí. Pude tumbarme a tiempo a unos quince metros de la parte delantera del coche y disparé fotos sin descanso desde el momento mismo en que se abrió la puerta trasera del vehículo. Primero apoyó un pie. Un hermoso zapato de tacón rojo, un tobillo fino con medias negras asomó primero bajo la puerta. Después salió ella, altísima, altísima y delgada, tocada con un pamela roja sobria y elegante. El rostro anguloso tras un pequeño velo de finas rejillas. Se detuvo ante la puerta y se volvió hacia el asiento ligeramente agachada. Llevaba un vestido raso de negro riguroso hasta la altura de las rodillas. Se cubría los hombros con una pieza de piel y llevaba largos guantes negros también. Qué está haciendo pensé. Por fin lo supe. Bajo la puerta apareció de pronto, de un saltito, un chiguagua enano de patas temblorosas. Una vez en la acera, la señora avanzó con paso decidido hacia la catedral. En una mano llevaba la correa del perrito y en la otra un cigarro largo y fino sujeto a una elegante boquilla. Cuando llegó hasta los desmoronados escombros de la catedral se detuvo, se cambió de mano la correa del chucho y hurgó en su bolso. Extrajo una reluciente moneda dorada y sin muchos aspavientos la lanzó al aire sobre aquellos montones de piedra y vigas. Después se dio media vuelta y volvió a adentrarse en su coche. Por último tiró de la correa y el chiguagua, que miraba impertérrito en la acera a todos lados, se metió de un salto él también. Después el coche arrancó de nuevo y continuó su recorrido en la misma dirección de los aviones.

En qué creen los sicarios acaparó multitud de premios a la mejor foto del año. La vida me iba en ello, como dije.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No sé si agradecerte el paseo por la miseria que dejan los conflictos y las ofensivas y todo eso que parece no poder resolverse sino con ataques y armas "legales" en estos tiempos que corren. Pero me llevaste. Y me cargué la cámara, y al fín, por un día, fui fotógrafo documental, y una foto fue la única excusa.

Anónimo dijo...

perplejo carajo, me dejas perplejo, jorge, ya que sobrevivimos pocos a este bombardeo del Shuffle, te digo que me encantan las cosas a las que no les puedo decir nada

un coloc