sábado, 29 de noviembre de 2008

L´Isère

… rehusé en cierta ocasión ser amante de esa joven, quizás la más amable que haya conocido; y todo por merecer a ojos de Dios que Métilde me amara…
Stendhal, Recuerdos de egotismo.

Hace cosa de un mes me encontré con un viejo amigo de la facultad, éste me refirió un hecho insólito. Me dijo que haría como dos meses que, estando en la oficina de la sucursal bancaria para la que trabaja, apareció por allí Eduardo Ginés. Creo que me contó el suceso con la esperanza de que tal vez yo le ofreciera alguna información que explicara cuanto de confuso tuvo aquel encuentro, y es que Eduardo y yo habíamos sido muy amigos durante el periodo universitario. Pero lo cierto es que hacía años que no sabía prácticamente nada de él.
Me explicó este amigo que reconoció a Eduardo nada más verle y que se alegró hasta el punto de levantarse de su silla y dirigirse hacia él. Pero que al llamarlo por su nombre, Eduardo contrarió el gesto y le dijo –disculpe, creo que está confundido. Pero él estaba casi completamente seguro de que aquél no podía ser sino él, de modo que, tras unos segundos de extrañeza, volvió a espetarle –¿no es usted Eduardo Ginés, de la facultad de filología?, pero aquél volvió a negarlo tal y como lo hiciera anteriormente solo que esta vez añadió un “siento no poder ayudarte Santiago”. Este amigo quedó extrañamente confundido, tanto por el hecho de que efectivamente se llamaba Santiago, cosa que de tratarse de un extraño no tendría por qué saber, como porque aquel rostro, el porte, los movimientos incluso y la voz sobretodo eran sin duda las de Eduardo. Y durante su exposición de los hechos debo hacer constar que remarcó especialmente esta impresión.
Aquello, en un principio, me recordó que una vez había tenido un buen amigo que se llamaba Eduardo. En cuanto a lo que me comentó Santiago, la verdad, no le di mucha importancia.
El caso es que me propuse retomar el contacto con mi viejo amigo de la facultad, pero fue infructuoso. Primero lo intenté llamando a su viejo móvil. Después por mail. Y ya por último, rebusqué en mi vieja agenda a la búsqueda de alguna otra pista que me llevase hasta él. Encontré el número de teléfono de su casa paterna. Hablé con su madre. No sabía nada de él y parecía bastante afectada. Después hablé con su hermana. Ella me comentó algo acerca de algún episodio parecido al que vivió Santiago. El caso es que me interesé por el asunto y esto es lo que cuento a continuación reunidos los testimonios que he podido recabar.
Grenoble. Mes de julio. Sopla una leve brisa alpina que hace sonar, ligeras, las hojas de los árboles. Pero hace calor. Eduardo y Esther están de vacaciones. Hace dos días que llegaron y Esther insiste en seguir rumbo a Milán. Fue él quien insistió en conocer la ciudad. El motivo: la enorme veneración que siente por Stendhal. ¿Pero no decías que Stendhal odiaba Grenoble?, la odiaba, sí. Pero era como ella. Su escritura es franca, plana, directa. Y esta ciudad, ya ves, también lo es. No tiene subterfugios.
Están en una terraza. Es temprano. De pronto pasa ante ellos un peculiar personaje. Un tipo rechoncho, de altura media, rostro grueso, enormes patillas y lo más peculiar, lleva un traje de época. Nadie parece sorprenderse. Eduardo lo reconoce al instante ¡Pero éste va disfrazado de Stendhal! Vamos, le dice a Esther. Pero ésta está aburrida y le dice que mejor le espera allí sentada tomando tranquilamente su café. Mejor, piensa él.
Eduardo sigue a Stendhal desde la calle de Henri Beyle hasta una calle estrecha que da al al río Isère. Allí, el notable escritor francés se introduce a través de una casa con entrada ajardinada hasta una puerta que desciende a un sótano. Sobre su puerta hay un cartel, viejo, de madera, donde pone Musée d’Henri Beyle. Eduardo está confuso. ¿Por qué no había oído hablar de ese museo antes? Y además, en esta calle recóndita… enterrado entre dos enormes y elegantes edificios de ventanas batientes tipo puertas y tejados en mansarda. Y ese cartel, minúsculo y dentro del jardín, imposible de ver a menos que te asomes. Le pareció extraño, pero le encantó el descubrimiento. Vaciló un instante entre volver o no a por Esther. No, mejor entrar solo, además a ella no le interesaría.
Traspasa el umbral de la puerta. Desciende a través de unas escaleras oscuras de madera. Crujen. Una vez abajo (luz tenue de bujías) Stendhal charla amigablemente con la recepcionista del museo. Éste se quita la peluca, está completamente calvo. Después se pierde por un pasillo.
La mujer le da la bienvenida a Eduardo al museo de Henri Beyle. Le dice que se trata de un museo diferente pero no único, es de ese tipo de museos que ideó el checo Stepanek. Su razón de ser se basa en una sola idea: experimentar la alteridad. ¿Qué querrá decir? Eduardo lo descubre enseguida. Una vez paga su entrada, es conducido por el mismo pasillo a través del cual se perdió Stendhal. A mano izquierda hay una puerta. Tocan. Abre una mujer. Esta habitación está muy bien iluminada por largos tubos de neón de luz blanca. Siéntese por aquí.
Comienza su incursión en la piel de Stendhal. El trabajo es laborioso. Aquella mujer se encarga de caracterizarle. No tarda tanto, conoce bien su trabajo. Una vez terminado, no se le permite mirarse en el espejo. Se nota el rostro pesado y tirante. Ahora vístase, pero antes póngase esto (goma espuma), Stendhal era barrigón. Y ahora la peluca. Así está perfecto…
Salen al pasillo. Un poco más adelante se abre otra puerta. Pase. Ahora va a estar solo durante un rato, si algo le inquieta y no puede soportarlo no tiene más que tocar a la puerta. Yo misma le abriré.
Interior de la sala. Ésta está completamente a oscuras. Todo está en silencio. Se nota extraño con la barriga abultada. En cuanto al rostro, lo siente como acartonado. Tan solo los ojos diría que son suyos, pero los siente como atrapados detrás de una careta. No obstante no puede ver nada.
Oye la voz de un hombre mayor que le llama hijo sin el menor rastro de cariño. Se trata de una grabación. Después proyectan una imagen en la pared. Un niño en el entierro de su madre. Visiblemente triste, sollozando. Un hombre (¿el de la voz?) le mira desde el otro lado del ataúd. Algo en su mirada la hace insoportable. Es inquisitiva, rencorosa. Después las burlas en el cole “chino”, “gordinflón”. Las voces y la proyección duran como veinte minutos, poco le produce un feedback agradable. Después se encienden las luces. Se trata de una habitación pequeña y rectangular. Vacía. Salvo a sus espaldas, donde hay un espejo.
Su reflejo en el espejo le produce una gran impresión. Su rostro es grueso, tiene papada, flácidos carrillos, una nariz rechoncha y unos ojos nimios entre tanto bulto. Muchas cosas no le gustan de esa cara.
Antes de salir de aquel cuarto, volvió a apagarse la luz y volvieron a recrearse sensaciones diversas derivadas de vivencias del escritor francés. Desagradables imágenes de un París sucio, frívolas escenas de salón con damas que no mostraban interés por él, imágenes de Rusia, Alemania, Londres, Milán. Y algo realmente hermoso, una pieza de Mozart para clavicordio, donde los sonidos redondos y etéreos (como pompas de jabón) que emanan de éste se mezclan con las líneas claras (como de lápiz) del violín.
Una vez fuera de la sala, la señorita de la recepción invitó a Eduardo, Monsieur Beyle, a dar, si lo consideraba oportuno, un paseo por Grenoble. Si tiene un alma nostálgica, le recomiendo un paseo por el río, pero cuidado con mirarse en él, pues es sabido que deja un recuerdo indeleble en la memoria de los nostálgicos.
Eduardo dio un paseo por Grenoble. Ciudad situada a los pies de los Alpes, allí donde estos son sorteados por el sinuoso río Isère. De pronto se acordó de Esther. Se apresuró a ir hacia el café. Desde lontananza observó que todavía estaba allí, visiblemente inquieta por su tardanza. Pero antes de acercarse quiso realizar un pequeño requiebro. Caminó por la acera de enfrente hasta unos árboles y desde allí la observó unos minutos. Hojeaba una guía de viajes, miraba el reloj y buscaba a alguien a través de las calles. Creía saber a quién, a Eduardo, su novio. Al poco Esther reparó en su presencia entre los árboles y algo, algo como una mezcla de sorpresa y terror ensombreció su mirada, por lo demás dulce, de Métilde.
Jorge Plaza

viernes, 28 de noviembre de 2008

1429, Argel

El hombre de la fotocopiadora, Ali, una versión árabe y envejecida de Ricardo Darín, me llama mientras espero para entrar en el despacho de la jefa de estudios, me toma del brazo y me dice que va a presentarme al lector italiano. El tantas veces, no tantas, mencionado señor Rossi aparece ante mí. Es un hombre mayor de cuarenta años, en cualquier caso una edad impropia para ser lector, o al menos para la idea que me he hecho siempre de un lector, no digamos para ser lector en Argel. Italiano, mayor de cuarenta y lector en Argel se me hace, pero sólo por un momento, inconcebible. El caso es que aquí está, plantado frente a mí, ofreciéndome su mano. En la otra lleva dos maletines, uno de piel y otro para el portátil. Lleva un chaquetón azul. Lleva una bufanda de un rojo gastado. Me pregunto qué hace aquí, y como en cierto modo me devuelve la imagen de mi propio reflejo me pregunto qué hago aquí. Me pregunto si es un espía. Nos estrechamos la mano. Hablamos en italiano. Hablamos de Italia y de Canarias. Me pregunta si ya he empezado a dar clases. Le digo que prácticamente desde que llegué. Se acerca y me dice confidencialmente que entonces ya me habré dado cuenta del carácter espartano de este lugar. Sonrío. La situación me recuerda a la escena del encuentro entre Martin Sheen y Dennis Hopper en Apocalypse Now. Intercambiamos números de teléfono, se ofrece para ayudarme en lo que haga falta, nos despedimos y lo miro alejarse por el pasillo, lo miro salir por la puerta del departamento. Salir a Argel sin pensárselo, como alguien que se desprende de un trampolín y da ese único paso en el aire sin saber si estará llena la piscina. Llena de agua en el mejor de los casos. Ni siquiera si habrá una piscina allá abajo. Apoyado en la pared, el hombre de la fotocopiadora nos ha estado mirando conversar. Me pregunto qué hace aquí.

Josué Hernández

jueves, 27 de noviembre de 2008

modelo de escritura

disimula su edad, algo así como 40, porque piensa que a estas alturas los años van atados con cuerdas toda la década. la cara simétrica, tiene los ojos paralelos, las orejas y el pelo de su barba poco poblada sale imitándole de ambos lados. maldita sea el color de sus ojos -dice-, y su cuerpo de casi metro noventa musculado le acobarda. no le gusta que le miren. no le gusta mirarse. en la calle le radiografían desde el bulto del pantalón hasta el pelo castaño y liso que calca su cabeza con la de los escaparates. odia que le observen. ellas, de todas las edades. ellas, vírgenes, maduras, mujeres atléticas, cuerpos estrechos y entregados.
termina de escribir y vuelve a salir a la calle después de la ducha. en el macuto de cuero unos cuantos libros: W. Gombrowitz, G. Rojas, F. Morábito. y en la cafetería donde la camarera maniática le regala el café, se para a revisar lo que tiene en la carpeta del macuto y lo lee unas cuantas veces. sale nuevamente a la calle, aunque le resulte incómodo tener clavados algunos ojos pintados, y se sube a la moto rumbo a su despacho. normalmente las reuniones duran unas cuantas horas que sumadas a la gestión de la mañana completarán su día, la comida también la aprovecha para verse con algún cliente, siempre en la misma mesa del restaurante, escondido de las otras. por la tarde, temprano, vuelve a colocarse el casco y atraviesa toda la ciudad con el macuto de cuero pegado a su cuerpo hasta llegar al destino. esta vez se siente nervioso, y de nuevo vulnerable. del macuto saca la carpeta y va directo a la puerta del edificio y toca uno de los timbres. al entrar, la secretaria con una inmensa sonrisa, coqueta y seductora, le hace pasar a la oficina principal donde un hombre le invita a sentarse. -lo siento, prefería decírselo en persona- es ya la cuarta editorial que le rechaza el libro, ya no saben qué excusas ponerle, ya no saben qué decirle. sigue aún en su cabeza taladrada la del editor viejo y podrido que le dijo que la poesía es un invento de los feos. se resigna y le da las gracias nuevamente, saluda a la secretaria y sale a la calle. del macuto saca la carpeta y los libros y los mete en el contenedor de basura que tiene más cerca. qué importa. volverá a escribir. se sube a la moto con el casco agarrado a un brazo y se marcha calle abajo hasta perderse entre los coches.

Octavio Pineda

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Mal texto

2009. El cajón
Un gran cajón de madera va dando tumbos desde un pueblo del sur de Italia hasta el mar,no sin antes recibir la caricia de las luces urbanas de la moderna China al anochecer. A Luca le costó poco meter el cuerpo de Matilde en aquel cajón. 
En los muelles hay siempre un cajón con las dimensiones idóneas para guardar el misterio de cualquier persona. 1,50 por uno 1,50. Si es un artista: cabe el cuadro, el verso, la ultima copia del film mordida por un perro... El estallido de imaginación de 1,50 por un 1,50 reciclado en algo con la etiquetita de la fecha de caducidad, en algo humano. Si es un asesino: el instante, el secreto, la razón o la sinrazón guardada en aquel casquillo inútil. Si no hay misterio, la caja cerrada jugará a que tiene algo o a que no lo tiene. Si no es nada de lo anterior, si el misterio es una emoción real, entonces es algo mas complicado. 
Luca tiene 90 años. Matilde 89. Un precioso año de diferencia que Luca y Matilde han usado durante sus 68 años de matrimonio para tener divertidas discusiones. 68 años de matrimonio no pueden ser contados con poesías en la vida real, dolores sin el suficiente dramatismo para ser contados en mala literatura, esa que enumera y enumera: abandonos diarios por cuestiones económicas, llamadas furtivas desde el trabajo cual amantes...Carajo.
Luca metió en el cajón a Matilde tras la visita del doctor Buendía. -Luca hoy duermes solo-. Menos mal, describir como hacerlo con el cuerpo muerto me hubiera sido imposible. Luca actúa con cuidado, poniendo la profesionalidad de 68 años de experiencia. La besa, la acaricia, la crea. Es cierto Luca crea a Matilde. Después de tres segundos sin verla es como chocar con una galaxia. Carajo. Trum. Eso era el estruendo de mis gafas chocando con la mesa. Volvamos a la tercera persona por dios, volvamos a Luca. Luca lleva a Matilde en la Vespino Roja (Matilde se empeñó en que Luca guardara la moto a pesar de que en el pueblo se reían de el). Por fin llegan al puerto y Luca sienta a Matilde en una silla con la maldad que se hace siempre con los ancianos, certificando que ellos no pueden con el peso de la manzana de Einstein. Se hace de noche y el puerto se queda sólo para delincuentes, bandidos, violadores, borrachos, marineros extraviados... Aquí vuelven las enumeraciones. Creo voy a hacer la lista de la compra en vez de contar lo de Luca. Luca. Matilde soñando cae en el cajón. Luca podía simplemente haberla enterrado, o incinerado, y fin de la historia de Luca, fin de la historia de Matilde. Luca mete el cajón en un barco en el que duermen 500 chinos. Luca enciende la Vespino y se va a casa por última vez, para dormir por ultima vez, para soñar por ultima vez, para morir sabiéndolo, como otra cosa más de la vida, aputándolo entre la sopa e ir a comprar el pan al día siguiente... Matilde era el misterio más grande que había vivido Luca en su vida. Se imaginaba como un gran científico, como el de la manzana, con 68 años para desvelar un misterio, y Luca lo hizo. Pero no podía contarlo sin que resultara ridículo. Por eso Luca hizo lo que hace un camionero napolitano llamado Luca ajeno a mi mala literatura. Meter a Matilde en una caja y mandarla al océano pacifico para encriptarla como a un supuesto tesoro chino. Por cierto, perdonen al estúpido del narrador, pero me deje llevar por la ternura, me deje llevar por Matilde...

A.León

martes, 25 de noviembre de 2008

IRC

Susana empezó siendo Pícara76 y lo mantuvo unos cinco o seis meses.
Le dio para tres relaciones formales, dos de ellas simultáneamente, y para cuatro polvos de urgencia una serie de domingos en los que se encontró desmedida y voluptuosa.
Le fue bien. Los tipos de los polvos no eran extremadamente raros, y hablaban y pronunciaban las erres con normalidad. Susana les abrió la puerta después de tres minutos de estudio macroscópico vía telefonillo. Los recibió desnuda con dos copas de champan entre los dedos. Así de clásica y apasionada era Susana. Ellos, los cuatro, enloquecieron. Para Susana ninguno valió tanto como para repetir, así que les bloqueó en el chat y llamó a movistar para restringir sus llamadas entrantes. Ellos insistieron desesperados, googlearon Pícara76 y Susana a secas sin resultados satisfactorios unas diez mil veces. Y al tiempo, la olvidaron. No sin antes hacer guardia en el portal, estrictamente, algún sábado de borrachera y amor romántico. Y tampoco volvieron a verla. Susana se aburrió pronto de sus flirteos fantasma. Y decidió, de puro tedio, inventarse a dos personas: Roberto (guaperas, triunfador, madurito de ojos verdes y lánguidos andares) y Venancio (fontanero jubilado que se ocupaba en redescubrir su sexualidad, tantos años maltratada).
A la semana ya había recosntruído cinco vidas. Las cinco, tres aliñadas por Roberto y dos por Venancio, que también mentía como un cosaco y se decía médico estomatólogo en lugar del fontanero que Susana había decidido que fuera, brillaban en estos días con mejor suerte que hacía siete lunas. A Susana le pareció milagroso. Una tal Sara, reciente cibernovia de Roberto, le decía que hacía muchísimo tiempo que no se ilusionaba con la vida, qué cuánta paz le había metido en el pechito en tan poco tiempo, que cómo era posible tanta conexión viniendo de un hombre de tal exclusividad social. Sara lo miraba desde las vergas flacas que tenía por pestañas y Rober le decía que le gustaban sus hombros dulces. Y que ella era para él, la raíz que lo conectaba con la tierra, salvándolo de lo frívolo de las altas alcurnias donde navegaba.
Venancio, a lo sumo, podía atender dos conversaciones a la vez. Susana, por su parte, moderaba el teclear al de un señor de sesenta y cinco años, y respondía a las preguntas según el día: los más aplicados, contextualizaba y se ponía una foto al azar que suponía suya en el escritorio y le inventaba una retahíla de dramas a Venancio, que él luego contaba con la parsimonia de los viejos solitarios. Otras, los días más locos, respondía aleatoriamente, sobretodo si andaba Venancio cobrando vida, adjudicándose identidades exhuberantes, tipo: Farfullo, un jovencito ardiente y virginal, que hablaba pues como un fontanero, o Malote16, un adolescente en el pico de su rebeldía intrínseca.
Las complejas construcciones de Susana la fueron alejando de la vida real. Acabó manejando la relación de Rodri con Sara, Leti79 y Cocoteroazul al mismo tiempo que la de Venancio con Lola50 y Chicot-E (que rima con zipote, por eso insitió Venancio en conocerle, por lo sugerente, aunque en realidad fuera su vecina del quinto, la de Susana). Además, todo se le tornaba a Susana como un bucle sin fina lal toparse, sorprendida, con las identidades inventadas de sus propios monstruos: Farfullo, Malote16, códigoPENAL o A-ma-me30. Yo, la que narra, supongo que todos nos inventamos, pero no tanto. Una locura. Meticulosa. Ingente cantidad de datos y habilidades para tantos personajes, tremendos guiños y particularidades, manías locas. Y siempre cada uno la suya.
Hubo días en que Susana echó en falta sus relaciones rápidas y verdaderas con desconocidos. Para no inventarse tantos matices. Para no tener que controlar la (i)rrealidad con tremenda cautela. Para no medir los datos que suministraba a cuentagotas (para que no perdieran interés) a sus contactos del chat.
Sobretodo una de sus creaciones la entusiasmó por sorpresa. Germán. Susana decidió que treinta y dos. Guapo, de esos guapos que si se recortan la barba ya no son guapos, de los naturales. Rarito desde chico, venido a más, desde que se encontró con algunos de los suyos en la facultad de filología (la confraternización entre marginados es de una terapéutica pasmosa) . Filología Inglesa por el amor a London (pronunciado landan, por hombre viajado). Desaliñado. Estudiadamente desaliñado. Vaqueros raídos, chaquetón militar de hace veinte años, verde grisáceo. Playeras con sólo uno de los cordones rojo. Para recordárse a sí mismo la sangre que lo mantenía vivo y sufriente. Libro en mano con rigor. Milimétrica la caligrafía en los márgenes del libro que fuera. Sin excepción. Habla holgada. Verbo chispeante (y dramático, según las vísceras). De una prolífica producción literaria y pensamentística. Posmoderno. Rabiosamente. Le construyó un blog y le puso gafas de pasta por las tres dioptrías en el ojo izquierdo. Y ahí sigue Susana, tras su parto sin dolor, disfrutando de ella, y de él y de todos los que alcanza a conmover con sus delirios, posteados a diario estrictamente para ellos, que quién sabe si también son verdad o son mentira.



LaU

lunes, 24 de noviembre de 2008

Impostura

- Se le ve sorprendido, profesor ¿le ha cogido por sorpresa este premio?
- Sí, sin duda... ha sido... una grata sorpresa
- Venga, señor Mendoza, no nos querrá hacer creer usted que no le habían avisado de que estaba entre los finalistas

Sí, sí, claro que estaba avisado, claro que me llamaron anoche, mi editor, para decirme que finalmente se había decidido fallar este año a mi favor. No es eso lo que me sorprende, deben ser los flashes, los micrófonos, la expectación.

- No, no, claro que no, es... estrictamente confidencial, me he enterado unos minutos antes que ustedes.
- Bueno, pero siendo usted el máximo experto en Fürler, y habiendo recibido ya otras condecoraciones de prestigio como el Jovellanos el pasado año, debía saberse usted entre los favoritos
- Sí, claro, siempre hay quinielas, pero sólo son eso, predicciones...

Di las gracias, intenté avanzar entre la multitud, necesitaba entrar en la sala, estar rodeado de los míos, aquellos que confiaban en mí, que me habían hecho llegar a donde estaba, justo en el centro de aquella nube de cámaras y grabadoras. Por fin logré atravesar la puerta.

- ¡Enhorabuena! – Antonio se acercó hasta mí triunfal, como si el premio lo hubiera ganado él, y en parte, así era – ¿Ves como tenía razón? Te dije que al final cederían... ¿Estás bien?

No estaba bien, estaba sudando. En la sala había una mesa enorme llena de ejemplares de mi libro de 300 páginas, el ensayo definitivo sobre la obra de Fürler, para el que me había centrado, como hilo conductor, en la consecusión definitiva de todo su trabajo, el mar al que iba a parar la corriente de cada uno de sus relatos, de sus novelas cortas, incluso sus artículos de crítica nacían y morían en esa novela que no escribió hasta los 60 años, pero que en rigor había estado escribiendo toda su vida. Esa era mi hipótesis, y la había demostrado con creces, analizando cada uno de sus trabajos previos y situándolos como germen incosnciente de su gran obra, haciendo gala, de ese modo, de un dominio total de la misma.

- Oye, oye, oye, ven aquí – Antonio me cogió por los hombros y me acompañó a los sillones de la sala contigua, mientras me hablaba con la voz de las confidencias – sé que esto abruma ¿vale? Toda esa gente ahí fuera, haciéndote preguntas... Esto no es como el Jovellanos, y sé que lo sabes, se trata de un premio muy mediático, tendrás que aguantar todo esto, pero sabes que vale la pena...

Antonio había sido mi editor desde el principio, desde que gané el certamen para jóvenes investigadores que organizaba la editorial. Se trataba de un breve ensayo sobre un libro de relatos de Fürler, El Vértice (Der Scheitelpunkt). Era un libro de juventud, bastante fácil de analizar, pero Fürler es un autor arduo, con mucha producción, y no hay muchos trabajos en torno a su obra. Por eso cobra especial importancia mi último libro sobre La senda de la guerra (Der Kriegspfad), que así es como se llama la obra cumbre del autor. Este libro, largo, complejo, posee tantas claves de interpretación que precisa conocer a fondo la obra del escritor, no ya para interpretarlo, sino tan sólo para entender su lectura más superflua. Yo había escrito 300 páginas sobre esta obra indescifrable, y me merecía el premio, y el reconocimiento, y la buena marcha de las ventas.

- Tienes que estar tranquilo, te lo mereces, has trabajado mucho en este autor,lo has trabajado más que nadie ¿conoces a alguien que ni tan siquiera se haya leído en condiciones ese libro?

Todo empezó por casualidad. Yo conocía bien la obra de Füler, es cierto, había leído todos sus trabajos periféricos, su obra menor, incluso había realizado una estancia en la Universidad de Erfurt traduciendo unos textos inéditos que se conservan en la cátedra que lleva su nombre. Sin embargo no había empezado aún a trabajar, ni tan siquiera a leer La senda de la guerra.
Fue entonces cuando se organizó aquel congreso: “Obras cumbres de autores europeos del s XX”, y mi director de tesis se empeñó en que participara. Era un congreso importante, bueno para mi currículum y para el currículum del departamento.
Todo fue muy rápido. En un fin de semana me leí todas las reseñas que encontré sobre la obra, revisé algunos fragmentos, los trabajos parciales que existían, y llené los huecos con lo que conocía sobre el autor, que era mucho. Pude resolver holgadamente un texto de 20 páginas, y mi intervención en el congreso fue todo un éxito. Realmente parecía que conocía a fondo el libro, y sin haberlo leído.
Desde luego, tenía mérito.
Pronto empecé a despuntar como experto, a ese artículo le siguieron otros, y conferencias, y estudios comparativos con otros autores. Era todo tan rápido, que ya no hubo tiempo de rectificar.
Sin embargo, aquella tarde, al llegar a la puerta del recinto y percibir toda esa expectación empecé a notar una inquietud desconocida, un nudo en el fondo del pecho. Pasamos al auditorio y los disparos se multiplicaron. Era un auténtico tiroteo y yo, que pasaba por ser la diana, me coloqué tembloroso en la mesa central, junto a mi editor, Antonio, y mi mentor, que me esperaba con una sonrisa cómplice sentado en la silla de la derecha. Oí mi presentación como desde lejos, como si estuviera sentado entre el público, al fondo de la sala, y pensando en otra cosa. Cuando por fin me tocó hablar, aún se oía alguna garraspera, algún flash, pero en general reinaba un silencio que me aplastaba la cabeza. Cogí mis papeles y pude leer:

"Wolfgan Füler, justo antes de morir, en un último esfuerzo tomó aire y cogiendo de la mano a su asistente, que le acompañaba en su lecho de muerte, acertó a decir: Mi vida tiene sentido porque vive mi obra. Puedo morir tranquilo porque he dicho hasta la última palabra: La senda de la guerra"

Ya no oía nada más que mi propia voz, mi propia pausa. Noté como el calor me subía hasta las mejillas, bebí agua, y miré de frente el tablero de la mesa, blanca, blanquísima

"Pero, al fin y al cabo, yo no estaba allí, y ni siquiera conocí al asistente, así que... quién puede asegurarlo"

Llegué a casa tarde y despeinado. Me serví una copa. Abrí el libro.

Sheila R. Melhem

domingo, 23 de noviembre de 2008

Texto IV

1842. El cajón
Un gran cajón de madera va dando tumbos desde Civitavecchia hacia Francia, pasando por toda Italia […] ¿Quién habría de preocuparse de ese señor a quien los periódicos ponen una gacetilla necrológica de seis renglones escasos? Colomb hace abrir el cajón ¡Dios mío qué gran cantidad de papeles y qué escritura tan rara, llena de signos y de claves! ¡Qué caos el de ese maniático de escribir! […] Colomb lo vuelve a guardar todo en el cajón y lo envía a Grozet, amigo de Stendhal. Grozet, a su vez, lo envía todo a la biblioteca de Grenoble para que allí quede todo amontonado indefinidamente. En la biblioteca, se pegan unos billetitos en cada fascículo; se pone además un sello y se registra ¡Resquiescat in pace!
RETRATO
Se dispone a salir […] se da una rápida ojeada en el espejo. Se contempla y, enseguida, un pliegue de sus labios le da una expresión sardónica; no, decididamente, no se gusta a sí mismo. ¡Qué cara tan tosca! Parece la de un bulldog; es redonda, roja, burguesa. Su nariz, gruesa y abultada, se extiende demasiado amplia en medio de su cara pueblerina. Los ojos, en verdad, tal vez no fueran tan feos; pequeños, negros, brillantes de inquietud, pero son demasiado diminutos y están metidos profundamente bajo las cejas gruesas que limitan su frente pesada y cuadrada […] ¿es que hay algo que esté bien en esa cara? Stendhal se contempla con gesto de enfado. Nada es agradable, nada hay delicado, espiritual o vivo en su rostro […] quizá su cabeza redonda y ornada de patillas sea lo mejor que hay en su cuerpo […] más abajo, vale más no mirar, pues se trata de una verdadera panza […] Las manos, en todo caso […] Stendhal se aparta del espejo […] de nada sirve el tinte que da un hermoso color castaño a sus patillas, ha tiempo encanecidas; de nada sirve la peluca que le cubre la calva [...] todas esas cosas disimulan tal vez la vejez, la obesidad, pero, a pesar de todo, ninguna mujer le volverá la vista en los boulevards […] sólo queda una cosa: ser ingenioso, amable, interesante y atraer la atención no a su cara, sino a su interior.
Pocos hay que hayan mentido tanto, y con más pasión mentido al mundo, como lo hizo Stendhal […] en su cubierta o en el prólogo hay ya un nombre que no es el suyo, pues el autor, Henri Beyle, llana y sencillamente empieza por ocultar su nombre. A veces se adjudica un título de nobleza, otras se disfraza con el nombre de "César Bombet" o añade a sus iniciales H. B. unas A. A. Misteriosas […] y la última de sus farsas es, ¡record asombroso de la mentira!, que, por disposición testamentaria, ordena se ponga sobre su tumba una mentira tallada en mármol; así que, en su cementerio de Monmartre, se puede leer la lápida de su sepulcro, que dice así: Arrigo Beyle, Milanese. ¡Él, tan francés, que se llamó Henri Beyle, que fue bautizado en su ciudad natal de Grenoble!
El artista.
Preferible es parecer duro a lacrimoso; preferible parecer poco artista a demasiado patético; preferible ser lógico a lírico. De ahí su lenguaje masticado hasta lo inverosímil; antes de empezar su trabajo, todas las mañanas, lee el Código Civil para habituarse a su estilo seco y preciso […[ quiere claridad y verdad, aun dentro de los sentimientos más complicados quiere luz hasta en los rincones más profundos del corazón. Ecrire es para Stendhal anatomiser […] medir el calor de la pasión por grados de calor, observarla cínicamente como si fuera una enfermedad…
Stefan Zweig, Tres poetas de su vida. [Fragmentos]


Tránsito de pasajeros -3.1

Bonus Track: Arabesca nº1 - Debussy.
Aeropuerto de Málaga - AGP


Tengo una imagen que me tortura, llámenme pervertido si quieren, pero pongan la mente en blanco, como un lienzo. Añadan un suelo de tierra oscura e irregular, muy marrón, muy irreal; y un cielo gris, ese típico cielo del día del fin del mundo. Luego, incrustada bocabajo sobre la tierra ponemos una nancy sin ropa interior. No se le ve la cara, ni torso, ni brazos, sólo unas manoletinas de plástico blanco, y las piernas articuladas, pero se sabe que es una nancy por lo gordezuelo de las carnes, los tobillos, el acento circunflejo invertido de encima del culo. La nancy no tiene genitales, solo un plástico color carne. ¿Quién no ha levantado la falda a una muñeca alguna vez? Seguro que esta imagen debería ser simbólica, debería significar un algo, el significante y el significado, ya lo dijo Saussure, evocar algún trauma de infancia de naturaleza sexual, pero no le den más vueltas, que no es más que eso: una pequeña y sucia postal, manoseada, manida y mojada, unos pies de muñeco asexuado en el decorado del día de hoy que es el fin del mundo.

Juan Molina