sábado, 6 de diciembre de 2008

Pura casualidad

Estimado lector de Shuffle:

Agradecemos sobremanera su interés y sobre todo su fe en nuestras capacidades, no obstante le aseguramos que todo lo acontecido ha sido pura casualidad. De verdad que si pudiéramos conseguir que su gato dejara de mearse en el poyo de la cocina escribíendole un cuento, lo haríamos, si es que no nos cuesta nada, pero entienda usted que esto es un despropósito.

Vuelvo a leer la noticia -bendita navegación por pestañas- y me sonrío un poco. Ya es casualidad. Y claro, si hubiera sido esto sólo... aunque ¿Cuánto hacía que no se usaba el Pentotal en los interrogatorios? Pero bueno, si hubiera sido eso sólo, la policía india y la utilización de métodos de interrogación propios de la guerra fría, pues bueno, vale. Casualidad.

Querida amiga y lectora:

Antes que nada nos gustaría manifestarle nuestro deseo profundo de que apruebe esa oposición que la trae por la calle de la amargura, como usted dice, y que la está convirtiendo en una mujer obsesionada por el ciclo de apareamiento de la mosca de la fruta, y que la ha hecho ganar tres kilos – qué no son tanto, mira tú, eso con una dieta sana...- pero de verdad que no tenemos ninguna influencia real sobre el destino. Piense que así fuera, ya habríamos explotado esta capacidad, y no estaría yo aquí contestando correos ¿no le parece?

Pero claro, estaba también lo de Chucré, que había conseguido trabajo apenas ocho horas después de la publicación del post. Vaya coincidencia. Ocho meses en paro que llevaba el chiquillo. Y no había manera. Y fue darle a publicar y pum, a la mañana siguiente Chucré trabajando. Y eso que no lo leyó, ni nada.

Estimado Señor:

Respetamos profundamente sus opiniones, a pesar de que no las compartamos en absoluto. Si tuviéramos en nuestras manos la manera de acabar con las guerras, el hambre en el mundo y, de paso, ese dolor de ciática que dice que le tortura, no dude que lo aprovecharíamos. No obstante le agradeceríamos que, en futuras comunicaciones, evitara los improperios y las descalificaciones, que niñato egoista y desconsiderado lo será usted o algún miembro cercano de su familia. Con perdón.

Luego, todo se precipitó, y empezamos a atar cabos. El señor de la fotocopiadora abandonó Argel por fin para irse a vivir a Estocolmo y montar allí un servicio de reprografía, y el italiano le confesó a Jota que estaba de incógnito investigando los movimientos de cierto grupo terrorista. Pícara76 puso una querella por utilización inadecuada de información privada, la camorra le dió una paliza a Luca por no pagar los portes de Matilde, y el poeta seductor publicó por fin su libro. Investigando un poco supimos también que el mayor experto en Wolfgang Füler había escrito un artículo retractándose de su último libro, ante la decepción que experimentó cuando por fin pudo leer La senda de la guerra, “ese pastiche indecente”; y que una tal Amaya Martín López permanece ingresada en un sanatorio mental, atendida una vez a la semana por el psiquiatra que comparte con su hijo menor. Respecto al museo de Henri Beyle, ha sido cerrado por formar parte de una investigación policial internacional, mientras Eduardo Ginés se pasea alegremente en paradero desconocido.

Tras algunas reuniones de urgencia decidimos no darle importancia a los hechos. "Casualidad", nos repetimos una y otra vez, entre algún “pero quién sabe” despistado.
Sin embargo, nos hemos propuesto contestar a todos los correos recibidos y solicitar a nuestros lectores que abandonen sus esperanzas de caseta de feria. La expectación es lógica, los medios de comunicación se han volcado con el caso, se han dedicado ya varios minutos al tema en los informativos estatales, además de la producción y realización en tiempo record una serie documental que se emitirá en Antena3 la próxima semana- “Shuffle, el diario de mañana”-, en dos entregas consecutivas.

Compruebo que no quedan correos pendientes y vuelvo por fin a mi texto:

"Minutos antes de morir, la poeta argentina, con el frasco de Pentotal vacío aún en la mano izquierda, se permitió a sí misma saber la verdad, la verdad atroz que habría acabado con sus sufrimientos, y que había averiguado cuando era ya tarde, muy tarde..."

La pestaña del mail parpadea y me interrumpe, y yo la pulso, resignada.

Estimados tracks:

Esta mañana no tengo dolor y he salido a la calle sin bastón. Muchas gracias. Entiendo que lo del hambre y las guerras les lleve algo más de trabajo. No obstante, permanezco a la espera.

Atentamente.

Sheila R. Melhem

viernes, 5 de diciembre de 2008

Petanca

Oh, pobre de ti, querido, cuánto mal te he hecho en esta noche
y cuánto mal me he hecho a mí también.


Esta vieja pícara es traviesa… perdónala.
Así se disculpaba Doña Eugenia ante su marido recién dormido. Le acariciaba el pelo y le miraba –pobre, qué cosas te hace tu mujer…

Hora y media antes estaban sentados en el salón de su casa. La cena estaba recién hecha y Antonio descorchaba un vino que ella había comprado especialmente para la ocasión. Cenaron una sopa y una ensalada de lechuga, tomate, trozos de pollo y nueces. Mientras comían, Antonio refirió cierto acontecimiento insólito que le ocurrió durante su partida matutina de petanca. Pretendía convencerla de que cierta ráfaga de viento se alió con él para impulsar la pesada bola lo justo como para hacerla caer en el lugar apropiado. Basta con pedírselo… al viento claro –aseguraba- y dado que era viento del sur hay que hacerlo en su propia lengua, en este caso el árabe. Sabes que serví en el norte de África y que esta lengua no tiene ningún secreto para mí.
A doña Eugenia no le molestaban las mentiras de su marido, de hecho le gustaban. No eran maliciosas ni tampoco vulgares, ni de esas que urden los mentirosos al uso. Él mentía por defecto sin faltar a la verdad. Lo que ocurría era simplemente que en sus discursos ésta perdía el papel protagonista para quedar relegada a un segundo o tercer lugar, si no entre bastidores.
Pero aquella noche Doña Eugenia quería saber algo. Y ese algo lo quería sin disfraz. Hacía semanas que le daba vueltas a un desgraciado suceso de juventud no del todo aclarado entonces. Una vieja sospecha de una temprana infidelidad venía a atormentarla ahora de nuevo, tantos años después. Ahora –pensaba- ya estoy preparada para saber si realmente ocurrió.
Y alguien le mencionó el pentotal como el medio más efectivo para obtener la verdad de labios de su marido. Disuélvelo en la sopa y hablará.

Esa lengua endemoniada –siguió diciendo Antonio- es una … una… -comenzó a titubear. De pronto ni las ideas ni las palabras que las transportan le afluían como de costumbre. En breves minutos pasó de tramar historias con pasmosa facilidad a no poder más que concatenar tres ideas seguidas. El árabe… los espesos bosques del Rif… la gruta de Alí Baba… y los mismos gestos incluso que antes le servían para ilustrar sus relatos, ahora mostraban con mayor elocuencia si cabe los síntomas claros de una repentina indisposición lingüística. Antonio estiraba el cuello y metía hacia dentro la barbilla como quien espera eructar y con ello librarse de aquel incómodo lapsus. Imposible. Después trató de hacerlo girando a derecha e izquierda lentamente el cuello hasta hacer crujir sus cervicales. En vano. Antes de que pudiera darse cuenta incluso, se había quedado completamente en blanco, pero Antonio, lejos de resignarse y callar, luchaba como un púgil golpeado que apenas se tiene en pie pero que intenta mantenerse en el cuadrilátero para, oh fatalidad, recibir el golpe tremendo que termine con sus huesos definitivamente en la lona. Y su cuadrilátero, ese que conocía tan bien, no era otro que el de la ficción, donde siempre se había mostrado ágil como un pez y eléctrico como una anguila. Carente de ideas, su discurso se volvió una carcasa vacía, un carromato estéril que, aparte de a sí mismo, no transporta mercancía alguna. Sus esfuerzos últimos por no someterse a la voluntad abrasiva de la verdad fueron los propios de un pez ya pescado cuyas últimas energías consagra a voltear su cuerpo en tierra. En su caso, como el que trata de hacer tiempo a la espera de que alguna idea le sobrevenga de pronto, su discurso era una estéril concatenación de pleonasmos: el árabe, esto es… por tanto… según tengo entendido… eh…sin embargo… claro está… como no podía ser de otro modo… por consiguiente… y esto es absolutamente incontrovertible…
Pero ¿de qué le servían si entre ellos no había ideas? Cuándo se ha visto un edificio construido sin ladrillos, piedras, hierros y otros materiales. De argamasa no se levantan muros, no se tienden aceras, ni erigen campanarios, ni levantan catedrales, ni edificios, ni casas, ni ciudades.
Poco después Antonio estaba exhausto. Ahora podía ver con claridad la futilidad de sus ridículos conatos. A los demás podría engañarles, pero a él, imposible. Consciente de que su discurso era un páramo estéril, un yermo abandonado, calló definitivamente.
Ahora Doña Eugenia tenía vía libre, sólo había que formular las preguntas apropiadas. Y para no equivocarse se propuso seguir al pie de la letra la lista de preguntas que le facilitaron. Pero no pasó de la primera y protocolaria ¿Eres Antonio Díaz Mújica, verdad?
La respuesta dejó a Doña Eugenia confusa y desorientada; destemplada y llena de una mezcla de pánico y lástima se apresuró a llevarse a su desnaturalizado marido a la cama y obligarle a dormir entre arrullos y nanas.

Ésta fue su respuesta.
Antonio Díaz Mújica me llaman. Pero soy solamente un hombre más. Tengo casi ochenta y seis años y desde hace casi el mismo tiempo lucho por seguir vivo. Respiro para vivir, como para vivir, miro, huelo, palpo, oigo y saboreo para seguir viviendo. Por vivir, he jugado como un niño y he amado como un hombre. He mirado de frente y he bajado la vista casi el mismo número de veces. Me he fallado a mí mismo y te he fallado a ti. La costra del pecado, esa, qué duda cabe, la llevo pegada a mi frente. Pero te he amado más que te he fallado de igual modo que me he amado más que me he fallado, y por eso sigo vivo. Hombre soy, mortal de condición, y por tanto pronto moriré. Para vivir, no he encontrado mejor medio que éste que conoces. No sé si es el mejor, pero aquí estoy. Antonio Díaz Mújica, qué importa eso, es solo un nombre más, uno de tantos que se han desvivido por vivir, Dios me perdone.


Jorge Plaza

jueves, 4 de diciembre de 2008

La espalda de la jornada fue la palma de la mano

Sobre lo del pentotal no tengo nada que decir.
O tal vez sí.
Aunque lo que de verdad me gustaría contar es otra cosa, me gustaría poder contarles algo sobre mí misma. Algo auténtico sobre mí misma. Algo que me sucedió durante una visita guiada al desierto. Habíamos llegado el día antes, en avión. Habíamos sobrevolado el desierto de noche, habíamos visto algunas luces. Alguien dijo que debían de ser jaimas. Alguien dijo, pero más tarde, de camino al oasis, escoltados por un coche patrulla, que ya quedaban muy pocos camellos en Argelia, que se los estaban llevando a Malí. Alguien preguntó si no era demasiado tarde. Más tarde alguien roncaba y alguien hablaba en el cuarto contiguo con un hilo de voz apagado. Alguien se reía. Alguien tocó a la puerta, nos dio los buenos días. Desayunamos. Sólo faltó París, afuera. Alguien señaló a la lámpara con forma de Torre Eiffel y bromeó. Salimos y vimos por primera vez el palmeral que nos rodeaba. De no ser por las casas de adobe habría jurado que estaba en casa. La luz era la misma, sólo la tierra era más roja. Y más dura, quizá. Nos llevaron al desierto. O al menos a un brazo de dunas que el desierto había alargado hasta el borde mismo de la carretera. Nos subimos a una duna. Luego subimos a otra duna. En algún momento J y yo le preguntamos al guía señalando a la duna que se recortaba en el horizonte si al trasponerla podríamos correr el riesgo de perdernos. El guía dijo que sí y se rio, o tal vez fuimos nosotros mismos. J y yo, quiero decir. En cualquier caso, fue una risa nerviosa. Le preguntamos si quería acompañarnos y nos dijo que prefería quedarse. Antes de dar media vuelta nos pidió que no tardásemos mucho en reunirnos con el grupo. Vi mi reflejo en las gafas de sol de J. Mi cara parecía de oro o eso pensé. Parecía la cara de un busto dorado, una cara demasiado seria. Sentí un escalofrío. Nos sentamos sobre una duna y lié cigarrillos para J y para mí. Hablamos mientras lo hacía, y luego seguimos hablando mientras fumábamos. En realidad, fue mi primera conversación con J durante el viaje, y puede que también la única. Hablamos de lo que nos iba a pasar, a él antes que a mí. O puede que a mí antes que a él. Nunca se sabe. Hablamos de otras cosas. De hecho, todo el tiempo tuve la sensación de que en realidad estábamos hablando de otras cosas. Más allá de la conversación, quiero decir. Como si las palabras señalaran un objeto y detrás de ese objeto hubiera una sombra agazapada. O como si más allá de las palabras hubiera una mano en mi nuca. Entonces alguien nos dio un susto. Se había acercado con sigilo por detrás y nos había dado un susto. A mí al menos me asustó y creo que a J también. Aunque no movió un músculo, estoy segura de que también se asustó. Entonces alguien nos dijo que nos había echo una foto mientras hablábamos sentados en aquella duna. Sacó el móvil y nos enseñó la foto. En la foto se nos veía muy pequeños sobre la duna, pero se nos podía distinguir perfectamente. J parecía un gigante a mi lado. También parecía más oscuro, pero sólo porque tal y como estábamos sentados el sol me iluminaba la cara. Esa vez, al verme, sentí alivio. Entonces bajamos la duna. Luego bajamos otra duna, y así hasta llegar al coche. Alguien había extendido una alfombra sobre la arena. Alguien había preparado té. El guía tomaba su té y me miraba apoyado sobre un codo, acostado detrás de un arbusto. Alguien preguntó si no era ya tarde. Volvimos al palmeral. A veces íbamos a 120, pero a veces a 140 kilómetros por hora. En algún momento me quedé dormida. Esa noche lié dos cigarrillos más pero no pudimos fumarlos. Primero hubo una cena tradicional en una jaima que habían montado fuera de la casa. Luego J se puso a dibujarnos a todos en el libro de visitas. Todo el mundo quedó satisfecho con su retrato. Tal vez sólo yo pensé que no me parecía. Entonces alguien dijo buenas noches, alguien preguntó la hora y alguien dijo buen viaje.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

preguntas

G: ¿Y qué te hicieron?
J: Estaba limpio, tío. No me habían fichado y me dejaron ir. Joder, menos mal.
G: ¿Pero por qué tardaste tanto?
J: Yo qué sé. Es la primera vez que voy. Ni puta idea. Será normal.
G: No. No es normal, ¿te interrogaron?
J: Te he dicho que no.
G: No, no me has dicho que no, ¿te interrogaron?
J: No, vamos... creo que no.
G: ¿Cómo que "vamos"?
J: Mira, se me nublan un poco las cosas. No sé. Mezclo el tiempo. A ver..., entré, bueno, me hicieron entrar después de que me viera aquel tipo cerca del coche.
G: Te dije que no te acercaras todavía.
J: Bueno, ya lo sé, pero pensé que si iba acercándome poco a poco sería mucho más sencillo sentarme un día a tocarlo.
G: No estás aquí para pensar, joder. Ya te lo avisé.
J: Bueno, total. Entré y recuerdo que empezaron a preguntarme cosas absurdas. Cuántos años llevaba vivendo aquí. Cuál era mi equipo de fútbol preferido. Qué solia comer... Para mí aquello era algo rutinario, ¿sabes?. Nunca me imaginaría un interrogatorio de esa manera. Que sí solía irme de vacaciones a la costa. Que sí había conocido Uruguay...
G: ¿Eh...?
J: Sí, la sala era luminosa. Me deslumbraba, incluso. Yo no paraba de responder a esas preguntas absurdas, una tras otra. Cuántos años tengo, fue la última cosa que me preguntaron. Pero me da que en el medio me dijeron más cosas. No sé... Es raro. Salí de ahí con los ojos bien abiertos y muy seguro, como tú me habías dicho que debía hacer si acaso algo se torcía. Creo que conservé la calma. Pero ahora que lo pienso se me escapan los detalles. Es eso. Sí. No sé... Se me fueron los detalles.
G: No te entiendo.
J: Es que me suena que estuve un rato largo y en la cabeza se me pasa volando. Son como unos pocos minutos nada más.
G: ¿Pero no te preguntaron nada por el coche, no te hicieron nada? ¿Ni siquiera un puñetazo...?
J: Del coche no recuerdo que me dijeran nada, espera... ¿O sí? tío sabes que no estoy seguro, joder. O sea, para mí que no...
G: No les dirías nada, ¿no?
J: Que no, de verdad, que no coño, no me mires así. Además me dejaron ir, ya sabes... Ellos van probando, si tuvieran sospechas no me habrían dejado salir. No son tan gilipollas...
G: Bueno, cualquiera sabe... Entonces de lo del coche nada, sigue todo limpio.
J: Que sí joder, eso sigue limpio. Además ni llegué a tocarlo, solo estaba a unos metros cuando me preguntaron aquellos tipos si podía acompañarles . Y el coche se quedó ahí, menos mal que ese no era el día previsto que si no...
G: Ya... Esto trastoca un poco los planes. No sé. tendré que informar y esperar nuevas instrucciones.

(Tocan a la puerta. G y J, después de un momento de duda contestan al interfono)

G: ... ¿Sí?
P: Hola, sí, disculpa, soy la vecina del séptimo derecha, la señora F, mi niño, me he dado cuenta de que me he quedado sin llaves, no te imaginas..., he tenido que volver, angustiada y todo... ¿puedes abrirme?

(G algo más tranquilo, le dice que no se preocupe y abre la puerta de la cancela de abajo)

Según los agentes, el ciudadano G y el ciudadano J no opusieron resistencia a la hora de su detención en el piso franco instalado en la calle Misericordia de Madrid. Se les incautó numeroso armamento y algunos artefactos de alta potencia preparados para ser colocados como trampas en los bajos de algún coche. La operación fue llevada a cabo con discrección y con una limpieza absoluta, gracias a los datos obtenidos horas antes en un interrogatorio fortuito efectuado cuando al ciudadano J se disponía a mirar en los bajos de uno de los coches oficiales de la jefatura del gobierno.

octavio pineda

martes, 2 de diciembre de 2008

Ficciones

La verdad es que me costó horrores pero al fin llegué. Cogí un avión de 2 plazas, volando de noche, sin saber pilotar, en medio de una tormenta bajo un suelo azul (Este continente es azul de noche), para ser África (Hispanoamérica no me valía porque empezaba a estar preocupada en las estupideces de Europa y América del Norte). Y todo para que fuera ella la que narrara sobre esta pregunta:

¿La realidad es una ficción, una mentira linda muy mal contada, pero que muy mal narrada, o simplemente, y que valga el simple sin resultar absurdo, una verdad simplona? 

Era un pregunta a la imaginación de África, a la mala realidad por antonomasia. África podía contestar con una verdad o con una mentira:

A Chucré y Amín se lo habían quitado todo. Los dos eran argelinos, con todo el peso que configuraba eso para ellos. Su Argel era el lugar más hermoso de la tierra, donde estaba Mamá, la hermana, los hermanos y Papá, pero Argel era a la vez un perro rabioso, moribundo, donde no había manera de encontrar un trabajo, de hacer una vida que no fuera absurda. Por eso, escribieron un pequeño capítulo que no se puede narrar, porque se repite al menos 200 veces al día, y llegaron a Barcelona. 

Todo por un trabajo, para ganarse la vida. Porque es la realidad la que elige como un elemento fundamental de cualquier personaje, exactamente 12 palabras de las 24 que debe tener cada frase del cuento, que se dedique a un trabajo.

Chucré es pastelero pero su dulzura choca con la repostería catalana. Amín es futbolista, como Zizou, pero una mala patada le dejo la rodilla maltrecha y le rompió la imaginación que para bien o para mal se escribía con un pie. Ahora Amín estaba en Marsella, y Chucré lo echa de menos. 

A.León

lunes, 1 de diciembre de 2008

CaprichoS

La premedicaron con pentotal sódico a dosis muy bajas. Cuando ya estaba vestida para la cirugía en aquel vestíbulo que hacía las veces de hospital, el ayudante del cirujano, que al mismo tiempo era el ayudante del anestesista, cayó en la cuenta de que no quedaba ni una ampolla de buprenorfina. Ni de midazolan. Ni de propofol. No era bueno que tras tres semanas de abrir el chiringuito, empezáramos a tener retrasos con los pacientes quirúrgicos, perderíamos clientes, se dijeron los tres socios con un golpe de vista.
Amaya quería estirarse los ojos. Detestaba su mirada bovina. Quería un buen par de ojos rasgados en su cara morena. Y a eso fue. Cuando vio a los tres embatados y enguantados señores mirarse de aquella manera tras rebuscar en la pequeña estantería de metacrilato que guardaba los inyectables, pensó, ellos sabrán. Y sonrió. Fue su última sonrisa de ojos redondos. Luego fue todo sonrisas. El cirujano se desmadró un poco tirando durante la cirugía y la piel no quiso ceder más de dos milímetros luego. Amaya sonrió efusivamente durante el resto de los días incluso cuando lloraba. Y mira que luego le tocó llorar…

No estuvieron más de noventa minutos con la paciente dormida en quirófano. El ayudante de cirugía cosió las lenguas de piel detrás de las orejas. Le habían prometido dejarle suturar a los pacientes una vez por semana, para que fuera practicando con el instrumental y pudiera parecer un ayudante solvente en menos de tres meses. El ayudante dio el último punto, cortó con las tijeras de hilo el plástico absorbible que agarraba la piel de Amaya al resto de su cabeza, cerró el gotero y dejó a la paciente que despertara tranquila.

Amaya sintió los ruidos lo primero. Pero no pudo moverse aún ni preguntar cómo había ido. Al despertarse y vestirse y calzarse (el chiringuito daba el alta en el instante), Amaya no hizo caso siquiera a su sonrisa perenne, pues pensó que eran lógicos la hinchazón y los moratones y que ya se le pasaría. Había ido sola. En casa se habrían preocupado mucho y no hacía falta. Era sólo un capricho. Para contentarse a ella. Aunque seguro que al verla tan guapa, todos se alegrarían.

Los niños en casa la recibieron espantados. Amaya era una masa violeta envuelta en gasas y esparadrapo. Su marido le preguntó quién narices le había hecho tal cosa y el más pequeño gritaba mientras se golpeaba contra la pared en plan kamikace.
- Cariño, estás bien? Dime que estás bien.
- Estoy estupenda, no lo ves?- sonreía, igual que hacía dos minutos
- Pero Amaya, qué ha pasado? Siéntate, ven- le ofreció su brazo y le agarró la mano, compungido, el marido- puedes?
- Claro que puedo, mírame
- Es que da un poco de cosa mirarte, cariño
- Pero si tengo los ojos rasgados, estoy espectacular!- sonreía, la piel tirante, el zumbido de la anestesia todavía en los oídos
- Hijo, para ya, compórtate como un ser humano- le dijo el marido al niño
- No sé bien por qué le sigues llamando hijo, si no sabemos de quién era la muestra
- Cariño, estas loca?
El niño berreaba y decidió ponerse a girar haciendo una hélice con sus piernas mientras rompía la porcelana que a Amaya le gustaba colocar justo ahí, en el rodapiés del salón
- ¿Qué dijo mamá?- dijo el niño entre el escándalo de la cerámica y su respiración
- Nada, cariño, nada- El marido buscó entre la masa violeta los ojos de su mujer para increparla, pero Amaya no debió ver nada
- Que no sabemos de quién eres, hijo, hace tiempo fuimos a un sitio y les dijimos que me metieran en la barriguita los bichitos de un desconocido y al tiempo naciste tú.
- Amaya, por favor, vas a traumatizar al niño-
- Qué dices, mamá?- Los padres miraron al chiquillo. Amaya aún sonreía ajena a la siniestra expresión de su cara. El niño se había levantado del suelo en una voltereta, y se despejaba el pelo de la frente brillante del sudor. Los miró fijamente, extrañado y odioso al mismo tiempo, esperando que sus padres se explicaran.
- En realidad, es que si lo piensas- siguió Amaya- es una suerte que no vayas a heredar el perfeccionismo obsesivo de tu “padre”- y dibujó las comillas con los dedos ante la mirada atónita de los demás - aunque viéndote, qué quieres que te diga, hijo, no me extrañaría que fueras sangre de un pobre tarado cualquiera- y se quedó pensando Amaya. El salón en un silencio pesado y mareante. El zumbido en el tronco del oído, en las muelas- Yo es que no me explico qué clase de lección quiso darme la vida con ustedes…


Laura Artiles

Texto V

El tiopentato de sodio es una droga derivada del ácido barbitúrico, más conocida por el nombre de pentotal sódico o amital sódico o trapanal.
El pentotal ha sido utilizado en psiquiatría porque parecía mejorar la fluidez de respuesta en la relación con el paciente. Este es el uso que ha dado fama este fármaco, y por lo que se le conoce como suero de la verdad. Teniendo en cuenta que como agente hipnótico, con una dosis controlada, su actuación en el cerebro humano produce depresión de las funciones corticales superiores, se pensó que podría resultar de utilidad en interrogatorios. Se considera que la mentira es una elaboración compleja, consciente, mucho más complicada que la verdad, así que, si se deteriora la actividad superior cortical, al sujeto le resultará mucho más complicado mantener su voluntad y la “verdad” fluiría en su conversación con mayor facilidad. Eso es, al menos, la teoría, puesta en práctica durante decenios por los servicios de espionaje de muchos países. Hasta cierto punto, la idea es correcta, pero no garantiza, ni mucho menos, que el sujeto vaya a contar lo que se espera, puesto que hay muchos factores que pueden modificar el experimento, desde un entrenamiento especial hasta condiciones ambientales o, simplemente, una asunción de la mentira como verdad por parte del sujeto.
En dosis altas el pentontal sódico induce un coma rápido, llegando a ser letal.

Fuente: Wikipedia

domingo, 30 de noviembre de 2008

Tránsito de pasajeros -4.1

Bonus Track: Historia
Aeropuerto de Lanzarote- Guacimeta

Estás tomando notas en la última hoja de una libreta, sentada delante del Teatro. No quieres que se te vaya una historia que te acaba de venir a la cabeza. Y a la vez vigilas que no se te escape la guagua. Cinco líneas sobre un pirado que ve cosas que no ve más nadie. Ya te pondrás y la escribirás. Luego, semanas y semanas después, cuando se te acaba la libreta, arrancas la hoja, que a esas alturas sólo es media hoja (en la media que falta están el teléfono de Paco y un "marmota mía, fui a sacar a la perra, vengo pronto, traigo churros, besos"), y la doblas y la metes en la cartera. Ya te pondrás, ya te pondrás. Pasan meses, y a la cartera le cae encima un café y leche (porque eres torpe), y tienes que vaciarla y tirarla y rescatar lo que aún sirve para algo (poco). Las cinco líneas aún se pueden leer, pero tú no las lees. Las secas y te las metes en el bolsillo. Sí. Ya te pondrás. Del bolsillo van a un cuadernillo chico. Pasan más meses. Un día, así porque sí, te pones y escribes la historia, pero no te gusta. No rueda bien. Se atasca. La escribes otra vez. Tampoco. Es que ni se entiende. La escribes otra vez. Te aburres y la dejas. Igual la historia era una bobería desde el principio. El cuadernillo chico se te pierde. Luego te mudas. Y en la casa nueva, en una caja llena de calderos, cafeteras y servilletas, aparece el cuadernillo, con la historia dentro. Ah, mira. La vuelves a escribir. Ay. No. O sí. No sabes. Se la mandas por e-mail a tu amiga la Peláez, a ver qué dice. Ella dice que le gusta, pero le parece que al final falta algo. Es verdad. La vuelves a escribir. Otra vez. Y otra. Entonces sientes que ya. Y la guardas. No la miras más porque sabes que si la sigues mirando la escribirás y la volverás a escribir una y otra vez hasta que se te gasten los ojos y los dedos y te mueras de vieja.

Pasa tiempo. Tienes un blog. Te acuerdas de esa historia. La buscas y la subes. No le cambias nada por... por superstición. Cuando las historias están hechas, piensas tontamente, son como máquinas, como muñecos de cuerda. Si caminan solas, es mejor no tocarles ni una tuerca, ni un muellito. Porque en realidad no sabes por qué se mueven.

Doce líneas. Ahí está, mírala. Existe. Se mueve.

Y cómo estará el pirado, qué cosas verá, qué cosas querrá ver.

María Hernández Martí