No soy tan mayor, pero me gustaría tener 30 años y correr a la estación.
Ayer (¿fue ayer?) hablando con Quique en el bar al que voy desde hace más de 30 años, se lo dije. Él no me hizo mucho caso, y a cambio me contestó que estaba buscando un nombre ingenioso para una nueva sección de la revista. Le di un nombre, el primero que me vino a la cabeza, y era ingenioso, mucho –ah, cabrón, qué talento has tenido siempre para el marketing. Habrías sido un gran publicista.–
Es cierto, lo habría sido, casi lo fui un tiempo, en realidad.
Creo que fue justo después de abandonar a Ana. Ella siempre decía que tenía talento para el piano. Claro que tengo talento, toco el piano desde que apredí a andar, le decía yo. Era una pesada, me acompañaba a los recitales, me buscaba concursos, festivales, me tenía harto. El talento no se consigue con práctica, se tiene o no se tiene, decía. Me tenía harto. Ella, y sus trajes perfectos, su aspecto perfecto, su manera de moverse en aquellos eventos anacrónicos, delgada, como una serpiente, haciendo contactos, decía, tienes que relacionarte, Luis, decía, sinuosa.
Su forma de colocarme la corbata. Me tenía harto. La abandoné de la forma más cruel que supe. No pareció importarle.
Entonces fue lo de la publicidad, sí, estoy seguro, fue entonces. Necesitaba salir de aquel mundo ostentoso y trascendente, y el minimalismo y la frivolidad de las pelotitas antiestrés y los sillones bola de color rojo era lo que necesitaba. La agencia de publicidad era de un amigo de la familia, y aunque no entendió muy bien mi cambio de intereses no me cuestionó demasiado. Tres meses aguanté. Estaba harto de sacar adelante el trabajo de aquellos parásitos, todo el día encerrados dentro de los sillones bola, tumbados en las salas de descanso, pensando, decían. Hay que analizar el briefing, decían, hay que darle otra vuelta. No tardaron en darse cuenta de lo bueno que era. Empezaron a temerme por los pasillos, a sacarme de las alianzas, a hacerme la pelota y buscarme cuando había que salvar el producto. Me tenían harto.
Entonces monté un bar y allí conocí a los chicos. Los chicos lo que querían montar era una banda, un grupo pop o afterpop, que decíamos entonces. Rápidamente adoptamos la estética adecuada– por suerte éramos delgados, como Ana- y montamos nuestro local de ensayo en el sótano del bar. Fue divertido. Yo tocaba el bajo. Aquello era coser y cantar, y los bajistas dificilmente somos tachados de genios a la primera de cambio. El problema fue Alicia. Venía mucho por allí, por el bar y por los conciertos, que eran en el bar, o en una sala del final de la calle, amigos del bar. Un día nos acostamos, y resultó ser fan del grupo. Resultó ser fan mía. Era rara, Alicia. Hasta el año pasado Alejandro aún la llamaba Yoko.
Traspasé el bar, los chicos se disolvieron, y a otra cosa. Al fin y al cabo yo lo que siempre quise fue escribir.
Nos reuníamos en el bar Bukowski, cómo no, y hablábamos de lo malos que eran los libros de los demás. Yo estaba tranquilo, estaba seguro de que sólo con ir al servicio, mis amigos desplegarían sobre la mesa todo el catálogo de mis defectos literarios. Eran bichos, aquellos cuatro. Tenía que estar alerta. Siempre alerta. Superarme, ser cada vez mejor.
Todo terminó una tarde, habíamos bebido bastante desde el medio día y estábamos enzarzados en una discusión sobre el talento de uno que parecía demasiado bueno como para descuartizarlo sin más en un par de frases ácidas. Yo no había abierto la boca, el tio tenía un montón de fallos evidentes, pero mis amigos no podían verlos porque eran peores que él. Entonces todos parecieron leerme el pensamiento. Dejaron la copa en la mesa, alguno encendió un cigarro, y en un silencio sepulcral, como para consultar al oráculo preguntaron: "Luis ¿tú que crees?"
Llego por fin al final de la calle y saco con dificultad las llaves del bolsillo.
- Ya era hora, Don Luis, cada día abrimos más tarde ¿eh?
Tengo el único quiosco de Madrid con cola en la ventanilla.
Harto, me tienen.