sábado, 10 de enero de 2009

MUGRE

Aquella tarde se dejó sorprender en su estudio por las primeras sombras del crepúsculo. Encendió apenas una pequeña lámpara de mesa cuya luz, amarilla y cálida, sumió en una gradación de penumbras todo el cuarto. Según oscurecía, los libros se volvieron inservibles, los folios de su mesa fueron perdiendo poco a poco resplandor, su estilográfica sentido y los viejos mapas consistencia. Dejó que el silencio se adentrara camuflado entre las sombras y se hiciera fuerte unos instantes. Después tomó el mando a distancia del aparato de música y presionó la tecla play. Los primeros compases de la sinfonía número tres de Gustav Mahler comenzaron a sonar. Casi al unísono se le agarrotaron los dedos de la mano derecha. Era el reuma. Comenzó a frotarse los dedos con la otra mano hasta que se le pasó.
A orillas de la lámpara tenía un pequeño globo terráqueo de madera dividido a partes iguales en una zona de luz y otra de sombra. Alargó entonces su achacoso dedo índice hasta hacer posar su yema en una ignota parte de la esfera. Tras vacilar unos instantes hizo girar con fuerza el globo sobre su eje para detenerlo al poco nuevamente con el mismo dedo. Sin retirarlo del punto sobre el que el azar había querido que éste se posara, se levantó de su asiento y fue arrastrando poco a poco la tierra hacia la zona que la lámpara alumbraba. Entonces pudo ver el lugar exacto sobre el que se hallaba su dedo índice: las áridas tierras de oriente medio, un perdido desierto entre Irak, Jordania, Siria y Turquía. Constató que tenía la boca seca. Los primero compases de aquella sinfonía no habían alcanzado aún su madurez. Toda forma melódica era prematura e incipiente, tan pronto se apuntaba algún destello melódico como era ahogado al instante por el lejano aullar de los instrumentos de viento. Quería un trago. Hizo sonar el timbre del servicio. Al poco alguien tocó la puerta. Adelante. ¿Deseaba algo el señor? Lo de cada tarde.
El hombre es un ser de costumbres pensó, y esta mejicana siempre me pregunta lo mismo, como si no supiera de sobra lo que deseo.
Minutos después tenía el güisqui sobre la mesa. Había encendido la luz del cuarto y apagado la de la lámpara. Fuera era noche cerrada. Un maldito desierto perdido en medio de la nada. Siria, Irak, Turquía… volvió a beber de su güisqui y luego hizo lo que siempre solía cuando algo no le decía gran cosa: obedeció a su instinto. Atrajo hasta sí el globo terráqueo (ahora volvía a estar sentado) y lo giró hasta tener frente a sí aquellas tierras baldías. Cerró los ojos y lo olisqueó. Le vino un olor indescriptible a gasolina. De pronto imaginó aquel globo repleto de coches diminutos recorriendo frenéticos aquella superficie esférica. Parecían hormigas. Abrió los ojos. Los ríos Éufrates y Trigris, nacidos en las altas montañas anatolias, discurrían hacia el sur. Imaginó que si aquel dedo suyo se posara sobre la ciudad de Bagdad lo más probable es que se le clavaran las medias lunas de los alminares. Se echó otro trago. Después se recostó sobre el respaldo de su asiento y paladeó durante unos instantes los resabios del licor. La sinfonía amenazaba con acompasarse en breve, lo que lo reconfortaba. Amaba la fuerza que emanaba del conjunto, de la orquesta toda a una donde los instrumentos parecen uno solo.
Retornó al lugar que la suerte había elegido aquella tarde para su dedo. No, definitivamente no le decía demasiado. Arena, un par de ríos, barbados musulmanes, camellos… repasó con la mirada una de las enormes estanterías forradas de libros de su estudio. Recordaba que había uno que hablaba de esas tierras. Al fin lo halló, pero estaba demasiado alto. Tendría que subirse a un escalerilla que no le daba demasiada seguridad, sus piernas flaqueaban. Entonces volvió a tocar el timbre de servicio. Qué desea el señor volvió a preguntar la mujer. Él le pidió entonces que tratara de alcanzarle el libro que buscaba. Ella tomó la escalerilla, subió sus tres peldaños y de puntillas intentó coger el libro, pero fu inútil, era demasiado chaparra. Pese a que estaba resuelta a llegar hasta él, el amo la disuadió de hacerlo, no tiene importancia le dijo. Y antes de que ella insistiese le pidió que le llenara de nuevo la copa.
Mientras fue a servírsela, él meditó un rato acerca de la corta estatura de los de su raza.
Con su segundo güisqui entre las manos pensó que después de todo no hacía falta documentarse demasiado para comprender la esencia de ciertos pueblos. Son sencillamente diferentes, tienen otros modales y otras ambiciones. Quién sabe qué se les pasará por la cabeza, como a esta mejicana quien o mucho me equivoco o estaba decidida a coger uno de los magistrales tomos de mi enciclopedia y subirse a él para alcanzarme el libro que le pedí. Ciertos pueblos carecen del hábito de razonar. Se llevó el vaso a los labios y sorbió un trago. A través de la ventana estaba oscuro. La noche cerrada hacía las veces de azogue en el cristal transformándolo en espejo. Allí estaba él, ya viejo, en su también viejo cuarto de estudio. A su lado seguía el globo terráqueo hacia el que se volvió por última vez aquella tarde. Reparó que tenía incrustada allí, entre el Tigris y Tabriz una mancha de mugre que rascó con la uña. Después de limpiarse con un pañuelo, todavía se observó un rato más el dedo fascinado ante aquel mapa dactilar que recordó absolutamente único. Luego lo sumergió en la copa y sin pensarlo frotó con él los últimos rastros de suciedad de su globo de madera. Tras hacerlo llegó a la conclusión de que el azar habría querido que diera con su dedo aquella tarde en aquel perdido rincón del planeta precisamente para eso, para que pudiera encontrar y limpiar aquella mugre. Él, quien cada tarde hacía girar invariablemente su globo terráqueo de madera para detenerlo con el dedo tratando de apoyarlo sobre su Norteamérica natal. Y nunca fallaba.
Jorge Plaza

jueves, 8 de enero de 2009

claroscuro

se puede sombrear un paisaje o sombrear un cuadro oscurecer la calle ennegrecer las palmeras ocultar la tierra y desde lo lejos taparla con una palangana se puede tintar una parte de la mano pintarrajear la esquina cubrir la costa dejar una sombra china detrás de la ventana se puede dibujar petróleo con los pájaros sacar siluetas grises y manchas de los coches beber café sin servilleta y hacer un retrato en blanco y negro se puede forzar el color de las teclas pequeñas de los pianos lamer tacos de ébano montar yeguas brillantes y cazar pumas solitarios se puede dividir el mundo o enterrar en una caja puñados de aguacates

pero lo que no se puede y eso es indiscutible

es dejar una cara entregada al claroscuro y que nadie imagine que del otro lado ya no existe nada



octavio pineda

miércoles, 7 de enero de 2009

El escondite del mundo

Solo el perfil de las gafas y un pelo despeinado dejaban ver cierta simetria. Pero de hecho era hay, en la sombra de la imagen, en el escondite, en donde se guardaba toda la imaginación posible. Son los secretos a la sombra de Samuel los que hacen que Samuel sea… No seré yo el que limite la imaginación del mundo, lindo escondite.

A. León

martes, 6 de enero de 2009

Rencores

Samuel abrió la caja de zapatos y se dio cuenta de que no había sido el último que había pasado por allí a recordar historias. La nota en papel cebolla estaba colocada debajo de la libreta, y ese no era su sitio. Iba dentro. En la página siete. Que era la página que hablaba del día del parque con Elena. Volvió a sus recuerdos paladeando la ira por saberse descubierto en su intimidad más secreta. La piedra, la nota del profe que nunca le entregó a mamá para que la firmara, el recorte pornográfico de una rubia neumática, la foto del parto, de su nacimiento, la que mamá no gustaba que viese y robó a escondidas para mirarla tranquilo.
Arrancó una hoja de cuadros de la libreta de macroeconomía, y anotó: sé que pasaste por aquí. Huelo tus sucios dedos atentando contra mi intimidad. Tengo nociones de digitología, polvos de carbón y un contacto en la policía. Vuelve a hurgar en esta caja y te arrepentirás.
Samuel siguió estudiando y formándose en las cosas del mundo y sus especies bípedas y nunca jamás logró entender cómo era posible que alguien violara ese principio básico de intimidad aquella tarde. Nunca olvidó aquel pequeño atentado. Y ni uno sólo del resto de sus pobres días pudo querer al hombre como hombre, y lo reconoció mezquino y bárbaro hasta que falleció, hace no mucho, sin creer en ninguno de nosotros, y total, porque somos como somos.
Laura Artiles

domingo, 4 de enero de 2009

Texto X



Samuel Huntington