sábado, 22 de noviembre de 2008

La cintura de Lucio

-Una de dos: o pasa el balón o pasa el contrario.
Vale.
-Joder, macho, que en cada partido que juegas metes una cantada de las buenas.
Vale, vale.
-Hoy te estás luciendo, Lucio.
Y una mierda. Una mierda de partido, con un mal tiempo de cojones, lluvia y a menos algo y su puta madre. Y el campo hecho una mierda. Rollo impracticable. Rollo que ni las ves venir. Ese rollo. Y encima el brasileño ese. Todo el rato caracoleando y repartiendo sombreros y haciendo caños. Toque suave, dice. Juega, juega, dice todo el rato.
-Todavía podemos remontar, cabrones.
Sí, sí. Venga, pero para eso hay que volver al campo. Me quedaría en el vestuario, pero no queda otro central en el banquillo. Y Roca en la grada, tiene casi hasta final de temporada por una rotura de ligamento. A gusto, así hasta yo. Y no tendría que jugar partidos como este, contra el líder en casa, que está que se sale, todos sus jugadores se salen, sobre todo el brasileño ese.
-¡Vamos, vamos, vamos!
El entrenador ya se ha sentado en el banquillo y yo sé lo que está pensando. Yo sé que piensa que no valgo una puta mierda, que cuenta los días que quedan para que pueda volver a saltar al campo Roca. Y a Roca le queda como mínimo hasta abril, y mientras me voy a comer todos los marrones contra los grandes, uno detrás de otro. Barça, Valencia, Madrid, mi Atleti, Las Palmas.
-Pégate al tío ese como si fueras una ventosa, copón.
Y a Alberto nadie le chista porque es veterano y manda en el vestuario, pero hay que ver lo vendidos que nos ha dejado a Lobo y a mí esta noche, sobre todo en la jugada del primer gol. Ahí viene el brasileño ese, espera que le hago bajar el labio. Espera, espera. Toma. Toque suave.
-A la próxima te saco la roja, ¿está claro?
Vale, vale.
-Así se hace, Lucio.
Ahora la chocas, sí. Espera, espera. Tranquilo. Saque de puerta.
-¡Vamos arriba, hostias!
Sí, sí. Pa'rriba, sí. Tu puta madre. Espera, espera. Ya está otra vez caracoleando. Espérate que le doy. Dios. ¿Y eso? ¿Y el balón? ¿Y es gol?
-Recoge tu cintura del suelo, Lucio, y levántate de una puta vez, anda. Y ponte a escribir.
Josué Hernández

viernes, 21 de noviembre de 2008

orgánico

-¡Sacrotuberoso!- Y ella le acarició el vello labial y la cara de rótulo despegado.
Sin mirarla (porque mirar era de nuevo santiguarse) él siguió de rodillas refunfuñando por los colgajos y la cicatriz que le avisaba que la entrepierna había sido corneada por un mástil salvaje.
-¡Sarcófago de huesos!- Volvió a decir estrujándole el pelo y emitiendo arcadas diminutas y decoloradas...
-¡Chula!- Increpó. Y gritó -¡cretina!- con una leve punzada muscular que le devolvió de aquellas orillas abiertas su cara de romántico intrauterino adherido a la lengua.
Después de la postura y con la espalda torcida se acercaron a besarse y pasar los labios húmedos por la boca... Ella acababa de relajar los brazos y la últimas vertebras de la columna esperando el beso ensalivado y líquido. Terminado todo, recogieron la ropa y volvieron a mirar sus cuerpos famélicos y estrechos, aparentemente inofensivos, hasta que él le enfundó la bata blanca, y la de ella cayó en sus hombros como una gasa vencida. Él repitió el gesto y la acompañó a la puerta mientras se colocaba el pelo. Los dos se miraron, y antes de salir al pasillo dijeron:
-sacrotuberoso
-sarcófago de huesos
Y se tocaron la pelvis insinuante.


octavio pineda

jueves, 20 de noviembre de 2008

Defecto de fábrica


Mientras hacía el argentino -llamaba así a sus visitas al sicólogo, no para hacerme rabiar sino porque realmente lo pensaba- Josep tramaba cosas divertidas.
En esos pasitos nocturnos por una de las ciudades mas hermosas del mundo, Josep pensaba -Josep sos un boludo, y parlin en catalá collons- -El guión perfecto de Woody Allen sería escribir los diálogos del señor Bush yendo al sicólogo ante el trauma de abandonar la Casa Blanca- -La sexualidad de García Márquez será parecida a la mía ¿No?-

Josep era catedrático de Anatomía en la facultad de medicina de la Universidad Autónoma de Barcelona. Mi Josep.

Resultaba que cada vez que Josep quería comerme la concha, le venían los textos de todos los libros de anatomía del mundo. Y no sé si alguno se ha aventurado alguna vez a leer la parte de la pelvis: “La cavidad de la pelvis (cavum pelvis) presenta una abertura craneal de la pelvis enmarcada por la línea terminal. Esta línea limítrofe discurre desde el promontorio del hueso sacro, se continúa lateralmente con las ala del sacro, pasa sobre la articulación sacroiliaca, sigue la línea arqueada y termina en la mediana a lo largo del pecten del pubis. El límite caudal de la cavidad pelviana está formado por el arco isquiático con ambas tuberosidades ilíacas; dorsalmente forman esta abertura las primeras tres a cuatro vértebras caudales y su parte lateral está representada por la delimitación posterior del ligamento ancho de la pelvis o el ligamento sacrotuberoso...” A mí, la verdad, se me parece más a la descripción de una cueva por la que va a bajar Indiana Jones en búsqueda de un tesoro que al deseo, bueno exceptuando los oscuros deseos de Spielberg, Lucas, y Ford, claro.

Esto provocaba fundamentalmente que Josep sintiera hacer el amor conmigo como una tarea más de su cátedra, como si aún siguiera en el aula enseñando a sus alumnos, más que como un pequeño viaje al espacio con sabor a mate, quilmes, cortázar, porteño, chuletón...

Yo le recomendé a Josep ir a clases de literatura, o a clases de anatomía en la facultad de Bellas Artes para resolver su problema, pero mi Pep como buen científico, prefirió ir al sicólogo.

Una vez allí dejaba de ser divertido e indagaba en la ciencia de la sociologia más que en la ciencia de Josep. Que le vamos a hacer, defectos de fábrica.

A. León

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Frankenstein

Falto de inspiración me hago eco de una noticia aparecida hoy en un periódico inglés.
La mamá de Damian Hirst, D.H., ha sido detenida en el aeropuerto de Heathrow cuando volvía de pasar unas vacaciones en EEUU. El motivo de tan sorprendente detención se hallaba en su bolso. Allí, además de todas esas cosas que un mujer puede llevar, transportaba la mamá del célebre artista una insólita pieza ósea: una pelvis. La mujer, que se mostró lógicamente indignada por tener que abrir su bolso a extraños, manifestó -según fuentes policiales- su consternación por el revuelo que la susodicha pieza causó entre los agentes. Pero lo insólito de la noticia no queda ahí, pues revela dicho tabloide que más tarde confesó que aquella no era una pelvis anónima (tal y como sospechó un avispado agente al tanto de los más insólitos hurtos allende el atlántico). Ésta había pertenecido en vida al célebre Elvis Presley, cuya tumba, parece ser, fue profanada hace unos meses por unos misteriosos asaltantes que se llevaron únicamente el célebre hueso que tanto agitó el cantante en vida.
Unas páginas más allá, un reputado crítico de arte escribe un artículo dedicado a este suceso en el que afirma que las intenciones de la mamá de Hirst no eran otras que llevarle la pelvis de Elvis a su hijo. Siempre en palabras del citado crítico, Las intenciones de Hirst podrían ser completar una obra muy de su estilo, esto es: formar un esqueleto completo con distintos huesos pertencientes a antiguos dueños que le sacaron mucho partido en vida. Una vez con la pieza completa, lo más probable es que incrustara en ella cuantos diamantes cupieran. ¿Pretendería Hirst crear un Frankenstein formado con los restos óseos de tipos célebres de la cultura occidental?

J.Plaza

martes, 18 de noviembre de 2008

"Pero siempre, siempre"

La encontró tirada en el suelo.
La oscuridad del pasillo y su voz retumbando en la oscuridad ya se lo habían anunciado, y lo habían hecho forzar sus piernas torpes - estas piernas viejas que no sirven para nada- para llegar cuanto antes frente a aquel cuerpo desmontado sobre el piso.

No sé en qué momento empieza a temerse esto - pensó, consciente de que sus dedos temblorosos sobre el teléfono no eran más que la confirmación de una ansiedad que vivía en su pecho, apenas sobre la boca del estómago, y que se volvía esfervescente cada vez que giraba la llave en la cerradura al volver sólo de la calle.

Sentía que había vivido durante años con ese miedo alojado entre los pulmones, pero era incapaz de averiguar cuándo había empezado todo, en qué momento el bien fue demasiado valioso, imprescindible.

A partir de ahí, todo fue dejarse llevar. La insoportable y bienintencionada autoridad de su yerno, que gritaba por el teléfono y caminaba nervioso de uno a otro lado de la habitación, y la mano de su hija sujetando la suya, en casa, en el coche, en la sala de espera.

Él, los ojos cerrados, no podía dejar de repasar mentalmente su vida, recordandando cada evento, cada marca, buscando el origen del miedo, la conciencia de su fragilidad, la de ella, la de él sin ella.

- Tranquilo Papá, está despierta, ha sido sólo la cadera, sólo se ha roto la cadera.

Entonces lo supo. Mientras la recordaba de espaldas, colocando las cosas en las baldas altas de la cocina. Podía verse a sí mismo, delgado, tan joven que le parecía mentira, sentado frente a la taza de café, hipnotizado por las amplias caderas que se movían rítmicamente de izquierda a derecha, una y otra vez, una y otra vez, al compás de la música que salía de la vieja radio.

"Toda una vida..."

Fue entonces. Sus manos sobre el vestido liviano, la taza de café enfriándose en la mesa, su cuerpo siguiendo el péndulo sinuoso.

Sheila R. Melhem

lunes, 17 de noviembre de 2008

Agapornis fischeris

Lo pensó cientos de veces. Cuando la veía. Cuando no la veía también, sobretodo. Sin el temblor era todo más fácil: pensar, trazar estrategias, respirar...
Ella llevaba una vida insulsa. Iba a trabajar, volvía a casa, paseaba al perro, se duchaba y veía la tele.
El, un comercial mediocre al que nunca se le dio bien vender nada a nadie. Siempre decía: es más barato el que te vende Mercadona, y sus clientes le compraban cosas pequeñas sólo porque les parecía un hombre honesto. Y lo era.

Linda trabaja en una pajarería. Con su padre y su hermano el grande. Que intentó ser administrativo y nunca le alcanzaron lo suficiente las ganas, o la cabeza. A Linda le gustaban los animales. De siempre. No exactamente los pájaros, pero también. Era una romántica. Cuando conoció la leyenda de los inseparables, tomó su oficio heredado como una vocación tardía, sorprendente, y se ilusionó. Y sobretodo vendía parejas de inseparables. Cliente que llegaba, cliente que recibía, desde los ojos encendidos de Linda, la historia del supuesto amor de estos bichos de pico curvo y colores varios- si los separan, se mueren- repetía siempre, para concluir la venta, su golpe final. Y funcionaba a menudo. Así que fue poblando el distrito tres de la ciudad de Valencia de loros de colores enamorados de otros loros también de colores. Y mientras los veía arreglándose las plumas en las ventanas de las casas, al sol, era feliz, al menos un poco, lo suficiente.

Alberto, el primer día, pasó por la pajarería pretendiendo aumentar su cartera de clientes. Habló con el padre, Genaro, un hombre gordo y tosco, poco amante de la gente en general, y le ofreció macetas de 20 centímetros de diámetro tres céntimos de euro más caras que las que vendían al lado, en Rocasa, de plástico impermeable y color negro. Genaro le dijo que para qué creía él que iba a interesarse por macetas de plástico negro si no vendía plantas sino pájaros, y en casa había desterrado la posibilidad de tener más plantas después de que la mosca blanca le matara un geranio hermoso al que había dedicado horas de riego y cientos de conversaciones prohibidas. Alberto le dijo que lo entendía, y que pasaba por allí tanteando la demanda de macetas por la zona, que evidentemente después de la explicación, lo tacharía de su lista de tres comercios a visitar en la calle, y que buenos días. Linda venía saliendo del almacén, escaleras arriba, cargada con cuatro cajas de alpiste que dejó, una sobre otra, en la mesa. Alberto la vio. Y dijo ,otra vez, buenos días, y quiso irse pero no pudo. Y se agarró a los ojos de Linda un segundo más de lo que marcan las relaciones comerciales. Linda derramó el alpiste al mover la caja para arreglarse el pelo y Genaro gritó enfadado -vaya mañanita que llevamos-. El pulso desmedido les enterró en la pelvis un calor amargo. Y ambos se pensaron todas las tardes y las noches frías de ese otoño triste.
Linda recomendó parejas de inseparables con más vehemencia de lo acostumbrado. Alberto vendió macetas a un comercio a dos pasos de la pajarería a razón de tres mensuales, para uso particular del propietario.

El día que visitaba la calle, Alberto se arreglaba el pelo con zumo de limón, para que estuviera brillante. Usaba calcetines limpios y blancos y cepillaba los mocasines negros del trabajo.
A Linda no la pilló por sorpresa ni un día, pues se vestía y se perfumaba a conciencia a diario por si a él le tocaba su ronda por la calle Milagrosa.
Y se miraban. Durante dos segundos el latido intenso. Y el aire quieto en la boca de la garganta. Y el sudor frío. Y el pulso trémulo si había algo entre las manos, y si no, también. Y buenos días. Y buenos días otra vez. Días. Semanas esperando sus manos.
Y jamás se dijeron nada.

Un día Alberto se aventuró nervioso, como empujado hacia adentro, sin que nadie lo empujara, porque no podía más con las noches sin sueño recordando a Linda, con las ventas mermadas mientras trazaba un plan perfecto que no llegó nunca.
Y entró en la pajarería cargado con diez macetas negras, de plástico impermeable. Se topó con Genaro, que resopló, al temerse las cosas que ahí dentro (dentro de esos dos cuerpos) acaecían, y Alberto se quedó quieto, helado hasta que Linda se abrió paso entre los clientes y empezó a relatarle con la sangre histérica, la historia de los loros, que si separas, se mueren.

LaU

domingo, 16 de noviembre de 2008

Texto III

La cavidad de la pelvis (cavum pelvis) presenta una abertura craneal de la pelvis enmarcada por la línea terminal. Esta línea limítrofe discurre desde el promontorio del hueso sacro, se continúa lateralmente con las ala del sacro, pasa sobre la articulación sacroiliaca, sigue la línea arqueada y termina en la mediana a lo largo del pecten del pubis. El límite caudal de la cavidad pelviana está formado por el arco isquiático con ambas tuberosidades ilíacas; dorsalmente forman esta abertura las primeras tres a cuatro vértebras caudales y su parte lateral está representada por la delimitación posterior del ligamento ancho de la pelvis o el ligamento sacrotuberoso.

Anatomía, Köning y Liebich