lunes, 17 de noviembre de 2008

Agapornis fischeris

Lo pensó cientos de veces. Cuando la veía. Cuando no la veía también, sobretodo. Sin el temblor era todo más fácil: pensar, trazar estrategias, respirar...
Ella llevaba una vida insulsa. Iba a trabajar, volvía a casa, paseaba al perro, se duchaba y veía la tele.
El, un comercial mediocre al que nunca se le dio bien vender nada a nadie. Siempre decía: es más barato el que te vende Mercadona, y sus clientes le compraban cosas pequeñas sólo porque les parecía un hombre honesto. Y lo era.

Linda trabaja en una pajarería. Con su padre y su hermano el grande. Que intentó ser administrativo y nunca le alcanzaron lo suficiente las ganas, o la cabeza. A Linda le gustaban los animales. De siempre. No exactamente los pájaros, pero también. Era una romántica. Cuando conoció la leyenda de los inseparables, tomó su oficio heredado como una vocación tardía, sorprendente, y se ilusionó. Y sobretodo vendía parejas de inseparables. Cliente que llegaba, cliente que recibía, desde los ojos encendidos de Linda, la historia del supuesto amor de estos bichos de pico curvo y colores varios- si los separan, se mueren- repetía siempre, para concluir la venta, su golpe final. Y funcionaba a menudo. Así que fue poblando el distrito tres de la ciudad de Valencia de loros de colores enamorados de otros loros también de colores. Y mientras los veía arreglándose las plumas en las ventanas de las casas, al sol, era feliz, al menos un poco, lo suficiente.

Alberto, el primer día, pasó por la pajarería pretendiendo aumentar su cartera de clientes. Habló con el padre, Genaro, un hombre gordo y tosco, poco amante de la gente en general, y le ofreció macetas de 20 centímetros de diámetro tres céntimos de euro más caras que las que vendían al lado, en Rocasa, de plástico impermeable y color negro. Genaro le dijo que para qué creía él que iba a interesarse por macetas de plástico negro si no vendía plantas sino pájaros, y en casa había desterrado la posibilidad de tener más plantas después de que la mosca blanca le matara un geranio hermoso al que había dedicado horas de riego y cientos de conversaciones prohibidas. Alberto le dijo que lo entendía, y que pasaba por allí tanteando la demanda de macetas por la zona, que evidentemente después de la explicación, lo tacharía de su lista de tres comercios a visitar en la calle, y que buenos días. Linda venía saliendo del almacén, escaleras arriba, cargada con cuatro cajas de alpiste que dejó, una sobre otra, en la mesa. Alberto la vio. Y dijo ,otra vez, buenos días, y quiso irse pero no pudo. Y se agarró a los ojos de Linda un segundo más de lo que marcan las relaciones comerciales. Linda derramó el alpiste al mover la caja para arreglarse el pelo y Genaro gritó enfadado -vaya mañanita que llevamos-. El pulso desmedido les enterró en la pelvis un calor amargo. Y ambos se pensaron todas las tardes y las noches frías de ese otoño triste.
Linda recomendó parejas de inseparables con más vehemencia de lo acostumbrado. Alberto vendió macetas a un comercio a dos pasos de la pajarería a razón de tres mensuales, para uso particular del propietario.

El día que visitaba la calle, Alberto se arreglaba el pelo con zumo de limón, para que estuviera brillante. Usaba calcetines limpios y blancos y cepillaba los mocasines negros del trabajo.
A Linda no la pilló por sorpresa ni un día, pues se vestía y se perfumaba a conciencia a diario por si a él le tocaba su ronda por la calle Milagrosa.
Y se miraban. Durante dos segundos el latido intenso. Y el aire quieto en la boca de la garganta. Y el sudor frío. Y el pulso trémulo si había algo entre las manos, y si no, también. Y buenos días. Y buenos días otra vez. Días. Semanas esperando sus manos.
Y jamás se dijeron nada.

Un día Alberto se aventuró nervioso, como empujado hacia adentro, sin que nadie lo empujara, porque no podía más con las noches sin sueño recordando a Linda, con las ventas mermadas mientras trazaba un plan perfecto que no llegó nunca.
Y entró en la pajarería cargado con diez macetas negras, de plástico impermeable. Se topó con Genaro, que resopló, al temerse las cosas que ahí dentro (dentro de esos dos cuerpos) acaecían, y Alberto se quedó quieto, helado hasta que Linda se abrió paso entre los clientes y empezó a relatarle con la sangre histérica, la historia de los loros, que si separas, se mueren.

LaU

2 comentarios:

Don Peperomio dijo...

me encanta la palabra agapornis! malaga está invadida de ellos!

Anónimo dijo...

Yo tenía unos de chica.
Eran preciosos, pero se escaparon.
Me contaron que uno de ellos abrió la rejita de la jaula y la mantuvo abierta para que saliera el otro, y luego se fueron juntos ante la mirada inpertérrita de mi familia en el salón.
La verdad que no sé de qué murieron los pobres bichos.