viernes, 13 de febrero de 2009

generaciones

al terminar la clase, el profesor me pidió que pasara por su despacho el día siguiente, a la hora de la tutoría. solo podía deberse al trabajo que le había presentado sobre lo irreal del espacio en la novela de Rodrigo Gusian, Capítulos en curso. él, como teórico, no aceptaba mi propuesta de estudio porque ahondaba en la relación personaje-espacio, hasta desvirtuar la necesidad de un personaje en una trama mientras que él asociaba la descripción del ambiente a la situación vital del personaje, como si un lugar sombrío estuviera causado por la paranoia y el terror del protagonista.
estuve pensando mucho aquella noche, imaginando lo que me podía decir el profesor, pensando qué me encontraría en el camino, y finalmente elegí la opción más diplomática: en caso de conflicto afirmaría con la cabeza, y eso no me llevaría a cometer ningún error.
acudí a la universidad pronto, una media hora antes del encuentro. había aceptado gustoso aquella pequeña invitación y fui con la motivación justa para no parecer altivo, ni mucho menos aparentaba las ganas de una confrontación. no estuve nunca de acuerdo con su forma de enseñar, y menos aún con la de corregir. a menudo me imaginaba dando clases, quitándole su puesto fosilizado de profesor. hacía falta cambiar las cosas.

subí a la tercera planta del edificio en el ascensor, y al abrirse la puerta, lo vi todo oscuro y recordé que una vez había subido a aquella planta, donde estaban los despachos de los profesores, y me había fijado en las pocas luces que alumbraban el pasillo. llevaba tiempo sin pisar aquel lugar, pero aún así, todo resultaba parecido. confieso que no soy muy amigo de los lugares cerrados, y mucho menos de lo espacios sin ventanas.
al salir del ascensor, fui directo a la puerta del despacho número 7, donde ponía: Profesor Augusto Neda Moretti, Teoría y Crítica literaria. toqué suavemente y esperé unos segundos alguna contestación. no oí nada, por lo que volví a tocar. en ese momento, al fondo, a mi derecha, visualicé algo irreconocible que se movía. seguía todo oscuro por lo que mi cabeza empezó a imaginarse cosas extrañas (y es que uno de los motivos de mi repulsión a los lugares oscuros es esa incertidumbre y ese imaginario que tengo, que tiende a regresar en cuanto estoy en un lugar así). de pronto mi corazón se aceleró y comencé a sufrir una pequeña taquicardia que derivó en un sudor frío que recorrió toda mi piel. aquello que se movía parecía que se acercaba y había comenzado a hacer un ruido agudo, casi un chirrido, mientras avanzaba. me pregunté qué hacía y cuáles eran mis opciones, ¿qué estaba ocurriendo? en ese momento, justo cuando más angustia sentía, me desplomé en el suelo, caí fulminado por un mareo repentino.

al cabo de unos minutos recuperé la conciencia. mi profesor me dijo que tardé unos minutos en volver a un estado normal. en su cara mantenía una sonrisita condescendiente, algo cínica. odiaba ese gesto. yo no sabia muy bien como había llegado al sillón de su despacho y eso me transtornaba un poco. él, sentado, se tocaba la barba y se aseguraba de que yo había recuperado todos los sentidos. recuerdo todavía lo que me dijo.
- los lugares pueden sugestionar y pueden crear el ambiente del relato, claro. pero no es lo mismo, y en eso los dos estamos de acuerdo, localizar una historia en una playa paradisiaca que en una carretera abandonada que cruza alguno de los pueblos abandonados de la meseta. es indudable. creo que hoy debes aceptar que mi teoría del personaje como eje central de la trama es la correcta.
-¿por qué?- le respondí, aunque creía saber a dónde quería ir.
- hoy -continuó- tú mismo has verificado algo inherente a la escritura, uno de sus fundamentos básicos. si el personaje introduce su ensoñación, su miedo, su angustia, su paranoia o su fortuna, el espacio y el medio se convierten en una extensión de sí mismo. el protagonista transforma el alrededor en un bodegón de su conciencia.
- sí, es cierto...- acepté algo resignado- bueno, yo me tengo que marchar, se me ha hecho tarde, gracias por su ayuda.

recuerdo que salí de su despacho en silencio y con el gesto agachado, dándole las gracias. aquel día no se me olvidará nunca. en el trabajo sobre Gusian me puso un 10, y creo que fue la única nota alta de toda mi carrera. al cabo de los años, no sé si lo eché de menos y no sé si me dio pena cuando supe que se jubilaba, ni si lo llegué a odiar. todavía lo veo como si fuera hoy. ahora es una de las primeras cosas que le digo a mis alumnos en la universidad. si saben controlarse a sí mismos controlarán el texto y el espacio.

probablemente alguno crea lo contrario.


octavio pineda

miércoles, 11 de febrero de 2009

El hombre deshabitado

- No sé por qué me dices eso - mascullaste un segundo antes de dar una profunda calada, casi con pasión, a tu cigarro.- Si no te conociera, pensaría que quieres hacerme daño.

Tus palabras se dibujaron sobre la bocanada de humo. Casi pude verlas aparecer entre la niebla, caminando hacia mí, lentas, decididas.
Miraste la mesa, el vaso de cerveza como una bola de cristal o un lago profundo y oscuro, y luego a mí, ceremonioso, con el codo apoyado y el brazo recto, levemente arqueado hacia atrás, con el cigarro entre los dedos y el humo emanando tras tu nuca.

Eras un pulso.
Una chimenea.

Me fijé en los huesos de tu codo. Siempre me había fijado en tu esqueleto, perfecto, lo había acariciado a oscuras, palpando cada articulación, imaginando que encontraba esos huesos enterrados, que tenía que desempolvarlos, reconocerlos, catalogarlos.
Cruzabas la pierna y yo no podía dejar de observar el movimiento de tu tibia colocándose despacio sobre la rótula.

Eras un yacimiento arqueológico.
Un modelo de anatomía.

Se me ocurrió entonces que todo lo que te había dicho era absurdo. Hasta el aire que te rodeaba se adecuaba a ti, el clima, la luz de la farola sobre la mesa del bar. Todo en ti era coreografía. Y me bastaba.
Lástima que ya era tarde.
Con un último gesto teatral te evaporaste entre las páginas de Kierkegaard, dejando un rastro de ceniza sobre la mesa de aluminio, y un atardecer perfecto para la despedida.

Aún acaricio tu clavícula, la dibujo en el aire, la encajo y desencajo a placer.


domingo, 8 de febrero de 2009

texto XIV

"¿Cómo se explica esa antipatía, entre yo y ellos? Sin duda, lo que nos separa de entrada es que ellos proceden de la ciencia y yo, del arte. Rezuman universidad: esa pedantería, consciente y obstinada; ¡esos aires magistrales! Esa acritud, su insistencia en el tedio, su asocialidad, su soberbia de intelectuales, su rigidez... cuánto me molestan, cuán altivo es su lenguaje..., pero hay más: una razón más profunda de desacuerdo. Así como yo pretendo ser distendido, ellos resultan crispados, tensos, estirados, obstinados... y mientras yo "me aproximo a mí mismo", ellos sólo saben de una pasión: la autodestrucción; quieren huir de sí mismos, renunciarse. (...) La propensión a deshumanizarse debe necesariamente complementarse con su opuesta: el deseo de humanizarse, de lo contrario lo real se derrumba como un castillo de naipes y nace el peligro de quedar ahogado en el verbalismo de lo irreal. ¡No! Sus fórmiulas no saciarán a nadie. Vuestras construcciones, todos esos edificios que levantan permanecerán vacíos mientras no venga "alguien" a habitarlos".

Witold Gombrowicz

Tránsito de Pasajeros- 14.1

Bonus Track: Como un robot
Aeropuerto de Argel-Houari-Boumediane


El amor no es más que un engaño mutuo, consentido, recíproco entre dos cerebros humanos. Es un acto consensuado, programado, necesario, conocido de antemano por ambos. Simultáneamente, o con un desfase apenas perceptible, la coordinación hormonal y neuronal de cada uno de ellos hace que se creen ligaduras físicas y enlaces químicos que no hacen sino llevar a cabo una tarea rutinaria, metódica, imprescindible para el desarrollo normal de cada uno. Parece mentira que algo tan sencillo pueda, a la vez, dar tantos problemas.

Después de todo, la única diferencia que tenemos con los robots y la IA es que, los humanos, además del 1 y el 0, tenemos valores intermedios para hacerlo todo más interesante…y difícil a la vez.

César B.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Conocerse

Habían estado juntos 350 años.
Habían visto pasar tormentas, huracanes, años de nevada, años de sequía. Habían sufrido las más grandes penalidades del ser humano: la guerra, el hambre, la traición. Habían visto levantarse, uno detrás de otro, los edificios de su ciudad, y derribarse y volverse a levantar más modernos. El progreso. La modernidad.
Habían visto cambiar los tiempos, morir a sus familiares y amigos.
Todo pasaba, menos ellos. Sólo ellos, juntos, amantes, permanecían.

Inspiraron cuentos, novelas, películas, canciones. Recibían la visita de médicos que estudiaban su insólita inmortalidad, y de parejas que querían conocer el misterio.

- El misterio es conocerse- repetía ella, legitimada por ese hálito de sabiduría que la rodeaba.

Todo terminó de forma trágica.
Pasó una tarde de Junio: Caminaban de la mano por el paseo marítimo, y él tuvo que preguntar.

- Alicia, ¿te acuerdas en nuestras bodas de titanio, que salíamos del cine y te llamaron por teléfono y tú no respondiste?
- Sí
- ¿Quién era?

lunes, 2 de febrero de 2009

historia breve

Te amo, dijo pegado a la puerta, mientras seguía su boca en el cristal. Los dos, separados, avanzaron unos metros en la estación hasta que el vagón se hundió de nuevo en el túnel. Te amo, gritó...

Lo breve también es perspectiva.




octavio pineda

domingo, 1 de febrero de 2009

Texto XIII




No se puede vivir del amor,
no se puede vivir del amor
le dijo un soldado romano a Dios.
No se puede vivir del amor.
No se puede comer al amor,
las deudas no se pueden pagar con amor.
Una casa no se puede comprar con amor,
nunca es tarde para pedir perdón.
No se puede, no se puede vivir del amor.
No se puede vivir del amor.
Lo dijo la chica que te dijo que no,
no se puede vivir del amor.
No se puede vivir del amor,
una guerra no se puede ganar con amor
lo dijo Romeo a Julieta en el balcón.
no se puede vivir del amor.
¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?
¿Por qué cantamos canciones de amor?
Si suena mal y nunca tienen razón,
no se puede vivir del amor.
No se puede, no se puede vivir del amor,
no se puede vivir del amor.
No todos los problemas son sexo, drugs & rock and roll
no se puede vivir del amor.

Andrés Calamaro

jueves, 29 de enero de 2009

El funcionamiento del cerebro I: Imágenes

Me cruzo con una chica con bolsas de la compra. Tiene la espalda muy recta y cara de seta. Cara de seta, cara de seta... ¿Dónde he visto yo antes esa cara de seta? Caradeseta al lado de otra persona, caradeseta al lado de un chico, un chico simpático, chico simpático con perilla al lado de la chica con cara de seta, caradeseta detrás del mostrador, caradeseta y el chico simpático detrás del mostrador, ¿qué mostrador? En el barrio, tiene que ser en el barrio por lógica aplastante (en mi cerebro la gente de mi barrio siempre está en mi barrio y yo soy la pobre desgraciada que tiene que salir de excursión cada día -adiós muchachos compañeros de mi vida- en el metro, a otros barrios, para ganarse el pan-). Caradeseta detrás del mostrador, del mostrador de mi barrio, y el chico simpático, el chico simpático con perilla que me habla mientras caradeseta mira hacia otro lado, rellena facturas, hace preguntas absurdas al chico simpático, chico simpático que sonríe detrás del mostrador con caradeseta que sólo pone cara de seta detrás del mostrador de.


- Hoy he visto por la calle a la chica del Carlin.
- ¿Tenía la misma cara de seta?

miércoles, 28 de enero de 2009

En qué creen los sicarios

Tenía que fotografiarlo. Llevaba semanas esperando un soplo así y por fin acababan de llamarme. Tienes entre cinco y diez minutos, ni uno más. Será en la catedral. Estaba tumbado sobre mi cama fumando cuando sonó. Creo que tuve suerte. Minutos antes se habían activado las alarmas antiaéreas, pero no sé bien por qué no corrí al refugio excavado en los sótanos, supongo que tuve un golpe de intuición. El caso es que sin perder ni un segundo me calcé y me puse la chaqueta, amén de la cámara, que en días como aquellos llevo siempre colgada al cuello incluso cuando duermo. Tomé la mochila y corrí escaleras abajo por aquel antiguo ejemplar de desvencijados escalones. Recuerdo la estampida de las palomas que se cuelan por los cristales rotos de la linterna del edificio; eso, y que querría haberme enjuagado un poco la cara antes de salir. Bah, gajes del oficio. Ya abajo volvió a aliárseme la suerte de nuevo, pues pensé deprisa y bien en lo concerniente al modo más rápido de llegar a la catedral. No estaba cerca y no disponía de vehículo alguno. Aquello pondría a prueba mis piernas y mis pulmones.
Encaré mi calle en dirección a la zentralstraβe después tomaría alguna de las calles que la cruzan a partir del viejo parque que se halla al final de la misma. Todas éstas desembocan invariablemente en la gran avenida. Desde ese punto tendría que correr unos cuatrocientos metros en curva. Por suerte serían cuesta abajo.
Pero volvamos atrás. Creo que no había abandonado todavía mi calle cuando empezó el espectáculo. Aquellos malditos aviones que podíamos oír pero no ver habían empezado a desovar. Había llovido y se veían charcos por todos lados. Sus aguas temblaban con el tronar de las bombas aunque por el momento estuvieran descargando lejos, del otro lado del río. En cualquier caso, sabía de sobra que pronto vendrían hacia aquí. Era el mismo recorrido que llevaban haciendo durante los diecisiete días desde que comenzó el bombardeo.
Puse todo mi empeño en aquella larga carrera. Tenía entre cinco y diez minutos para llegar y tomar mi fotografía.
Al alcanzar la zentralstraβe viré en dirección al parque, cuya frondosa exhuberancia no había sido tocada por las bombas. Me pareció especialmente ridículo en aquella calle tan castigada por los bombardeos, cuya calzada estaba surcada de boquetes de gran grosor, como un rostro picado de viruela. En cuanto a sus edificios, muchos estaba en ruinas, tantos que me daba el aspecto de una boca desdentada. Pero qué más daba aquello si lo que buscaba estaba en la catedral.
Alcancé el parque, con sus hermosas verjas art nouveau, y tomé la primera calle en dirección a la avenida. Las bombas venían desde el otro lado del río hacia la parte de la ciudad en la que estaba. Pronto nos cruzaríamos, podía oír las explosiones cada vez más fuertes. Justo entre la calle que hace esquina con el parque y la avenida había, formando una pirámide, un montón de cadáveres a los pies de una camioneta. Los debían haber llevado hasta allí para transportarlos a algún lugar donde enterrarlos y debió sorprenderles entre tanto la tormenta. Corrí hacia el camión con la esperanza de que se hubiesen dejado allí las llaves puestas pues el tiempo apremiaba y mis piernas daban síntomas de debilidad. La puerta estaba abierta, pero ni rastro de las llaves. Cagándome en sus muertos, tomé aire y dejé atrás aquella puta barca de Caronte que tan buen servicio me hubiese hecho. A correr tocaba. Corrí tanto como pude, diez, veinte, treinta, cincuenta metros en curva y aún no podía ver la catedral. Miré el reloj, faltaban apenas dos minutos y la vida me iba en aquella foto. De pronto, el estruendo se hizo insoportable. Creo que lo último que oí antes de quedarme sordo fue el crujir de los cristales. Por instinto, me eché al suelo buscando, mísero, un triste techo que me resguardara; di con el ridículo toldo de tela de una tienda de ultramarinos. Tronó la tierra y las piedras saltaron por los aires. Después una enorme nube de humo me cegó. Tosía sin parar pero no podía oírme. La acera temblaba ante el azote de las bombas, y yo, insisto, intentaba respirar bajo una atmósfera de tierra, polvo, pólvora y metales. De pronto, una miríada de piedras como puños cayeron sobre mí producto de una explosión cercana. Después, toda aquella hecatombe de piedras, hierro y muerte fue dejándome atrás. Seguía vivo. Con el rostro tapado bajo la chaqueta, traté de incorporarme y continuar camino abajo. A tientas anduve bajo la nube. A mis pies, cascajos, maderas y metales yacían repartidos por la acera. No había tiempo que perder, por lo que no esperé a que aquella nube se asentara. Continué como fuera y producto de ello me corté en la manó al palpar los afilados restos de un escaparate. Emití un gruñido animal, apreté el puño y seguí hacia la catedral.
A medida que avanzaba, el polvo iba tomando tierra también y entre las sombras lograba empezar a distinguir ciertas siluetas. Los diez minutos se habían cumplido sin duda y traté de acelerar el paso. Aunque no podía verla, sabía que allí estaba al fin, a un golpe de vista si no hubiese tanto polvo, a apenas cien metros de donde me encontraba.
Tosí, carraspeé y escupí. Después me lancé a la carrera con la mano herida por delante para evitar darme de frente contra algo. Segundos después estaba en la catedral.
A medida que aquella cortina de humo se desvanecía emergía el lastrado cuerpo de la ciudad. Elegantes edificios semiderruidos, otros completamente reducidos a escombros. Alguno sorprendentemente intacto. Otros desgarrados, descascarillados, doblegados, hundidos, socavados o prendidos en llamas. Y ante mí la catedral, o lo que quedaba de ella, con su soberbio campanario erguido sobre un montón de escombros. Un increíble montón de piedras derruidas del que emergían puntiagudas vigas. Conjunto que producía la impresión de un enorme costillar de ballena boca arriba. Pero qué importaba. Seguramente habían pasado quince minutos o más. Tal vez no tendría foto. Sólo podía esperar, qué otra opción me quedaba. Distendí malamente la palma de mi puño. No era una herida tan mala. La hemorragia se había detenido y la sangre reseca me impedía abrir el puño bien. Estaba llena de mierda. De pronto oí algo como de lejos, muy muy a lo lejos. Eran unas campanadas. Levanté la cabeza y vi que eran las doce en punto. La nube de polvo había desaparecido y ahí estaba la vencida catedral dando las doce. Y entonces apareció. Hizo su entrada desde la derecha, siguiendo el trazado mismo que minutos antes siguiera la aviación. Ahí llegaba ella a bordo de un flamante rolls royce negro. Agarré con fuerza la cámara y corrí. Pude tumbarme a tiempo a unos quince metros de la parte delantera del coche y disparé fotos sin descanso desde el momento mismo en que se abrió la puerta trasera del vehículo. Primero apoyó un pie. Un hermoso zapato de tacón rojo, un tobillo fino con medias negras asomó primero bajo la puerta. Después salió ella, altísima, altísima y delgada, tocada con un pamela roja sobria y elegante. El rostro anguloso tras un pequeño velo de finas rejillas. Se detuvo ante la puerta y se volvió hacia el asiento ligeramente agachada. Llevaba un vestido raso de negro riguroso hasta la altura de las rodillas. Se cubría los hombros con una pieza de piel y llevaba largos guantes negros también. Qué está haciendo pensé. Por fin lo supe. Bajo la puerta apareció de pronto, de un saltito, un chiguagua enano de patas temblorosas. Una vez en la acera, la señora avanzó con paso decidido hacia la catedral. En una mano llevaba la correa del perrito y en la otra un cigarro largo y fino sujeto a una elegante boquilla. Cuando llegó hasta los desmoronados escombros de la catedral se detuvo, se cambió de mano la correa del chucho y hurgó en su bolso. Extrajo una reluciente moneda dorada y sin muchos aspavientos la lanzó al aire sobre aquellos montones de piedra y vigas. Después se dio media vuelta y volvió a adentrarse en su coche. Por último tiró de la correa y el chiguagua, que miraba impertérrito en la acera a todos lados, se metió de un salto él también. Después el coche arrancó de nuevo y continuó su recorrido en la misma dirección de los aviones.

En qué creen los sicarios acaparó multitud de premios a la mejor foto del año. La vida me iba en ello, como dije.

martes, 27 de enero de 2009

retrospectiva

(paisaje): quince edificios superpuestos forman escalones en la colina de la ciudad. la mayoría tiene en cada piso dos balcones y unas cuantas ventanas; las ventanas que quedan libres se enganchan unas a otras con largas liñas de color verde que combinan, en algunos tramos, con otras de color rojo. de los tendederos cuelgan ropas multicolores y sábanas gigantes.

(foto): una camisa de fuerza está colgada de un tendedero, en un patio interior, y un rayo de sol va directo hasta una de las mangas con correas que cae un metro hacia abajo.

(retrato): una pareja apoyada en un balcón de uno de los edificios de la colina. ella, esbelta y rubia, con un traje ajustado ronda los cuarenta y apoya una mano sobre la baranda mientras con la otro se toca el pelo. él, igual de alto, con una calvicie rasurada y arreglada, algo más viejo que ella, sin camisa muestra su torso desnudo, y aprovecha los pocos rayos de sol que traspasan el cielo gris para estirarse un poco.

(colores): los edificios superiores compilan una gama de colores gastados, preferentemente blancos; los centrales, salvo el que la pareja ocupa, que es un edificio descascarillado de un viejo tono marrón convertido en muescas de ladrillo, son de color azulado y amarillo. los inferiores, los únicos rehabilitados, están pintados de muchos colores, verde, rojo, violeta... y su composición es libre.

(luz): es por la tarde, las siete, y por la orientación de la colina el sol solo roza los edificios más altos, y durante pocas horas deja algún rayo de sol en los inferiores. el día está cubierto por unas nubes grises, no muy densas, que dejan escapar algo de luz en huecos pequeños. sopla también algo de viento por el balanceo de la ropa tendida.

(zoom): desde lo lejos se intuye una pequeña distancia entre los dos personajes que se sitúan en el balcón de uno de los edificios. conforme nos acercamos, vemos que en la cara de cada uno hay un gesto revelador y claro. ella arquea las cejas como si reflexionara y se preguntara algo, su boca expulsa el humo del cigarrillo que tiene en una de sus manos. él, estirando su cuerpo, parece sentir una dicha intensa en su cara, parece estar alegre como si hubiera ocurrido algo que le dejara con la boca sonriente.

(perspectiva): algunos edificios no cobran una importancia mayor, su color viejo los iguala, pero otros, como son los del centro, que casi han perdido la pintura, destacan. entre los balcones, solo la pareja centra la visión de esos bloques de hormigón. entre la ropa tendida, la camisa de fuerza, blanquecina, se zarandea con sus dos patas en el aire, las demás, aún siendo de otros colores, se disuelven en la imagen por la falta de un rayo de sol que las exponga.


octavio pineda





domingo, 25 de enero de 2009

Texto XII

Gundula Schulze el Dowy siguió un aprendizaje de venta de productos industriales y frecuentó una escuela profesional de publicidad y diseño en Berlín, antes de estudiar fotografía con HOrts Thorau en la Escuela Superior de Artes Gráficas y del LIbro, de Leipzig, entre 1979 y 1984. La artista comenzó sus actividades fotográficas con ciclos realizados en blanco y negro, en los que expresaba sus críticas a la sociedad. Solía fotografiar a los habitantes de los patops traseros de las casas de inquilinos en Berlín oriental, cerca de su apartamento en Prenzlauer Berg. Sus series de fotografías, desprovistas de toda forma de emperifollamiento pero no de sendibilidad, muestras la gente de los barrios pobres, en la Pfarrstrasse, en su puesto de trabajo o en el matadero. En 1983 se pasó al a fotografía en color...

La Fotografía del Siglo XX.
(Museo Ludwig Colonia)

sábado, 24 de enero de 2009

Harto

Pasan corriendo y casi me tiran. Con la maleta. Arrastran una maleta de ruedas, y casi me tiran, me esquivaron, fue ella, me esquivó a tiempo, pero casi no y yo pude sentir el aire entre la maleta de cuatro ruedas y mi pierna derecha. Llegan tarde. Tienen 30 años. Con 30 años hay cosas más importantes que llegar a la próxima esquina sin besar la acera.

No soy tan mayor, pero me gustaría tener 30 años y correr a la estación.

Ayer (¿fue ayer?) hablando con Quique en el bar al que voy desde hace más de 30 años, se lo dije. Él no me hizo mucho caso, y a cambio me contestó que estaba buscando un nombre ingenioso para una nueva sección de la revista. Le di un nombre, el primero que me vino a la cabeza, y era ingenioso, mucho –ah, cabrón, qué talento has tenido siempre para el marketing. Habrías sido un gran publicista.–

Es cierto, lo habría sido, casi lo fui un tiempo, en realidad.

Creo que fue justo después de abandonar a Ana. Ella siempre decía que tenía talento para el piano. Claro que tengo talento, toco el piano desde que apredí a andar, le decía yo. Era una pesada, me acompañaba a los recitales, me buscaba concursos, festivales, me tenía harto. El talento no se consigue con práctica, se tiene o no se tiene, decía. Me tenía harto. Ella, y sus trajes perfectos, su aspecto perfecto, su manera de moverse en aquellos eventos anacrónicos, delgada, como una serpiente, haciendo contactos, decía, tienes que relacionarte, Luis, decía, sinuosa.

Su forma de colocarme la corbata. Me tenía harto. La abandoné de la forma más cruel que supe. No pareció importarle.

Entonces fue lo de la publicidad, sí, estoy seguro, fue entonces. Necesitaba salir de aquel mundo ostentoso y trascendente, y el minimalismo y la frivolidad de las pelotitas antiestrés y los sillones bola de color rojo era lo que necesitaba. La agencia de publicidad era de un amigo de la familia, y aunque no entendió muy bien mi cambio de intereses no me cuestionó demasiado. Tres meses aguanté. Estaba harto de sacar adelante el trabajo de aquellos parásitos, todo el día encerrados dentro de los sillones bola, tumbados en las salas de descanso, pensando, decían. Hay que analizar el briefing, decían, hay que darle otra vuelta. No tardaron en darse cuenta de lo bueno que era. Empezaron a temerme por los pasillos, a sacarme de las alianzas, a hacerme la pelota y buscarme cuando había que salvar el producto. Me tenían harto.
Entonces monté un bar y allí conocí a los chicos. Los chicos lo que querían montar era una banda, un grupo pop o afterpop, que decíamos entonces. Rápidamente adoptamos la estética adecuada– por suerte éramos delgados, como Ana- y montamos nuestro local de ensayo en el sótano del bar. Fue divertido. Yo tocaba el bajo. Aquello era coser y cantar, y los bajistas dificilmente somos tachados de genios a la primera de cambio. El problema fue Alicia. Venía mucho por allí, por el bar y por los conciertos, que eran en el bar, o en una sala del final de la calle, amigos del bar. Un día nos acostamos, y resultó ser fan del grupo. Resultó ser fan mía. Era rara, Alicia. Hasta el año pasado Alejandro aún la llamaba Yoko.

Traspasé el bar, los chicos se disolvieron, y a otra cosa. Al fin y al cabo yo lo que siempre quise fue escribir.

Nos reuníamos en el bar Bukowski, cómo no, y hablábamos de lo malos que eran los libros de los demás. Yo estaba tranquilo, estaba seguro de que sólo con ir al servicio, mis amigos desplegarían sobre la mesa todo el catálogo de mis defectos literarios. Eran bichos, aquellos cuatro. Tenía que estar alerta. Siempre alerta. Superarme, ser cada vez mejor.

Todo terminó una tarde, habíamos bebido bastante desde el medio día y estábamos enzarzados en una discusión sobre el talento de uno que parecía demasiado bueno como para descuartizarlo sin más en un par de frases ácidas. Yo no había abierto la boca, el tio tenía un montón de fallos evidentes, pero mis amigos no podían verlos porque eran peores que él. Entonces todos parecieron leerme el pensamiento. Dejaron la copa en la mesa, alguno encendió un cigarro, y en un silencio sepulcral, como para consultar al oráculo preguntaron: "Luis ¿tú que crees?"

Llego por fin al final de la calle y saco con dificultad las llaves del bolsillo.

- Ya era hora, Don Luis, cada día abrimos más tarde ¿eh?

Tengo el único quiosco de Madrid con cola en la ventanilla.
Harto, me tienen.

Sheila R. Melhem

viernes, 23 de enero de 2009

NEBULOSA


Cuando terminó la película se les invitó a salir por la misma puerta de emergencia de siempre, situada debajo de la enorme pantalla de la sala. Ésta daba a un corredor insulso que desembocaba en unas escaleras. Una vez abajo, tenían simplemente que empujar la puerta de salida y estarían de nuevo en el exterior. Al hacerlo, le impactó la severa oscuridad de la noche cerrada.
Mientras veía la película, rodada en luminosos parajes naturales, no lejos de allí (un corredor, unas escalinatas y una puerta de emergencia) el Tiempo continuaba con su transcurso lento e implacable. Y la enorme pleamar de los inviernos inundaba de sombras, con su crecida cíclica, los días.
El callejón trasero al que daba aquella salida estaba parcamente iluminado por dos viejas farolas, una de las cuales emitía una luz temblorosa que amenazaba con fundirse.
Hacía frío, así que introdujo sus manos en los bolsillos y las apretujó contra su fondo. Después giró hacia la izquierda y emprendió el camino de vuelta a casa.
Caminó ensimismado con el recuerdo aún fresco de los paisajes chinos, con sus altas montañas, sus lagos sosegados y sus frondosos bosques. La película era lenta y silenciosa. Y el chino le parecía una lengua precisa y contundente. Pero sabía que era solo una impresión pues la desconocía por completo. Inmerso en estas consideraciones llegó hasta la boca del metro. Descendió las escaleras, extrajo el billete, lo picó y continuó mecánicamente hacia la línea 4, la suya, casi sin darse cuenta. Aceleró el paso cuando sintió el ruido del metro que llegaba lo justo como para darle tiempo a introducirse en el vagón antes de que cerrara sus puertas.
Al principio había bastante gente. Después se fue vaciando. Después pudo sentarse. Entonces sacó las manos de sus bolsillos y las apoyó contra su vientre entrelazando sus dedos. Quedaban dos estaciones para llegar a casa y una cierta ansiedad comenzó a apoderarse de él.
Miró al fondo del vagón y apenas había dos pasajeros más. Levantó la mirada y a través de la ventana de enfrente vio su propia imagen reflejada.
Desde hace un año y medio sufría un bloqueo mental y anímico que estrangulaba su talento. Seguramente, debió haberse dado un respiro después de su última novela, pero no quiso. Siguió sentándose frente a su ordenador en la misma mesa de siempre y escribir. Hacía tiempo que no importaba el no contar con una buena trama. Escribía por inercia retratando a flashes el caótico y ecléctico mundo circundante, cosa que no necesariamente es mala en sí. El problema era que aquello se estaba empezando a convertir en algo quizás demasiado recurrente y aburrido. Como sus personajes, cuya voz y autonomía se veían solapadas bajo la de un narrador que, presa del tedio y falto de horizontes narrativos, deslizaba su discurso cada vez con más frecuencia hacia las pantanosas tierras de la digresión.
Mirándose a los ojos sabía que no iba a rebelarse contra aquella desgana. Esperaba carente de esperanza que fuese pasajera. Que el bloqueo se disolviese como su imagen al llegar a otra estación, la suya. Pero año y medio de espera era demasiado tiempo.
A punto ya de encarar la escalinata que le devolvería a la superficie, recordó que hacía frío fuera. De modo que introdujo de nuevo sus manos en los bolsillos de la chaqueta. Mientras subía volvió a mirar al cielo y con cierta nostalgia recordó otros tiempos en los que los relámpagos de la inspiración rasgaban misteriosos la implacable pureza de la noche.
Jorge Plaza

miércoles, 21 de enero de 2009

una promesa un salto

Si se lanzaba, el salto tendría una mezcla de locura, riesgo y estupidez, o acaso un poco de esa adrenalina que andaba buscando. Y si lo hacía, soñaba con saber qué era aquel inmenso territorio salvaje que se extendía debajo de sus pies. Era fácil, pensaba, porque estas cosas siempre suceden así. Un pequeño gesto y un impulso podrían cambiar todo y ya que se había prometido que sería capaz de hacerlo, tal vez, pese a la distancia, ese día había llegado. Poco importaba si le ponían de nuevo en el mismo sitio como si no hubiera ocurrido nada. Poco importaba. Algo iba a ser distinto y la idea del fracaso no se lo arrebataría.
Subió primero los brazos y en silencio trepó la última parte de los barrotes. Luego, alongó su cuerpo hasta llegar al borde. Tomó conciencia de todo aquello desde lo alto. Suponía demasiado, pero no se le pasó ni un momento por la cabeza echarse atrás. Ya estaba hecho y no era un cobarde. Después de unos segundos de duda, saltó. Su madre encendió la luz y lo encontró llorando con el cuerpo tirado por la habitación como si se le hubiera roto algún hueso. Desde la cuna la caída había sido prácticamente perfecta, pero ahora quedaba convencerla de lo que era capaz de hacer. Cuando dejara de llorar se imaginó que ella lo entendería. Tampoco sería fácil.



octavio pineda

martes, 20 de enero de 2009

Pequeña metamorfosis

Cuando era una enana tenía tiempo para parame a mirar a las hormigas. Me resultaba muy incómodo verlas a todas haciendo siempre lo mismo, en cualquier rincón del mundo al que mis pequeños pies o la mano de mi padre me llevaran.

-Nunca seré una hormiga-Esa es una promesa muy simple que al menos uno se dice una vez en la vida.

Después de varias gestiones administrativas, algunos besos perdidos, y millones y millones de patadas dadas al suelo, un día al despertar a las 7:20 eres negra, automata, tonta… Y encima no tienes miedo de que te vean así y no te encierras en tu habitación, dejando que tus padres te den de comer manzanas verdes de vez en cuando…

No. Sales a la calle y haces tu circuito de hormiga. 3000 mil millones de hormigas que han abandonado sus sueños de carne y hueso para ser eso, simples hormigas. Y una vez perdidos los sueños el problema no es haberlos abandonado, sino que empiezas a dejar de soñar…

Los sueños no entran en el mecanismo de la vida de estos animales tecnólogicos, limitados a una programación limitada. De hecho, ese mecanismo es tan perfecto que hasta fabrica su propios sueños. Maquinaria industrial del siglo 21. Para la clase media sueños extremadamente baratos: una casa, un coche, un trabajo fijo… Sueños que podrían resumirse en una sola pesadilla: Un extraño sueña por ti.

Es curioso además que ese mecanismo, en la parte científica, llame sueños a eso que escondemos por la noche, ese secreto perfecto que se autodestruye al abrir los ojos.

Me llamo Lisboa y no quiero ser una hormiga. Tampoco ser un promesa. El problema es que le he robado el cuento a Kafka porque no lo he podido evitar. Perdí ese garabato original, perdí a Lisboa. Ya llegan las palabras: Ir, venir, comida, agujero, oso hormiguero...

A.León

lunes, 19 de enero de 2009

Lorena

-Tener talento- decía Lorena- es sobrevivir a los días. Tú ya me entiendes, quiero decir que con un sueldo y dos hijos, que me llegue para la letra del coche, la hipoteca, los 45 euros de la tele de plasma, el cole de los niños, los babis, que ahora que hay crisis yo votaría por suspender temporalmente la clase de plástica, que las lavadoras son un gasto, y Carmelillo se quemó el babi en la última clase, haciendo no sé qué de quemar madera, veinte euros menos pa la súper mami. El seguro médico, el satélite...
-Pues renuncia a cosas, Lorena, no te me andes quejando si quieres ver la tele con una resoluición exquisita, de eso puedes prescindir, y así te vienes con todos de cañas algún día
-Cañas? Qué es eso? Mira, una noche de cañas a lo tonto son treinta lereles, y yo con treinta lereles como una semana, bonito
-A sopas
-A sopas pero como una semana. Si es que si por lo menos yo dijera, oye, cambio de curro, oye, quito al chiquillo del cole (o lo doy en adopción, que no lo descarto), oye, no como, pues mira, algo de luz vería yo al final del túnel, pero pa qué? Si trabajos, no hay. Aunque ahora eso de limpiar casas de está pagando generosamente, y te digo, a mí no se me caen los anillos por limpiar escaleras. Diseñadora industrial se ofrece para abrillantar suelos, pasar la mopa y dar los buenos días con alegría. Y qué? Me dejo la espalda, pero echo cañas los viernes. O no?
-No te veo mucho
-Tú es que no me ves nada. Involucionar al mundo estudiantil con la excusa de las opos cuando papi paga es guay, a gusto, pero no me digas que no me ves, porque peor lo tendrías tú, que la gente no se fía de la pulcritud de los hombres haciendo de amos de casa, y yo, para darte aliento, te diría que sí, que te hicieras el afeminado o algo, a ver si colaba, no te soltaría un es que no te veo- y pone voz ñoña, Lorena-, porque somos amigos, y si tú no me das esperanza, pues... es que para eso ni te llamo
-Bueno Lorena, tú, reorganiza la economía familiar, dale vueltas, alquila una habitación, qué sé yo, pero espabila, que por lo menos tienes trabajo, y además, follas de vez en cuando. Yo sí, estudiando y lo que tú quieras, pero una oposiciones pueden ser un infierno, y yo estoy al borde del suicidio, que somos 20.000 desgraciados para 30 plazas. Qué? Yo ahí, como un negro echando codos, sabiendo que me voy a quedar giga, tener talento es no desistir, y empecinarse por las buenas causas.
-Mira.... Tú. No tienes casa ni hijos. Lo peor que podría pasarte es que te quedaras ahí entre tus cuatro paredes y el flexo dos años más, porque si ya en tres años y medio no sacas las oposiciones tú no estás hecho pa este mundo, querido, y mira tú, te alquilo mi vida si quieres, tu vas, te organizas, te pones tu horario y listo, cumpliste, Papá, veinte euros... Talento es tener 35 años y pedirle pelas a Papi pa echarte un cine o irte de copas con los colegas y no achicarse, eso es tener dos cojones
-Y luego me pides apoyo y moral
-Ya, pero es que tú deso tienes mucho, y si yo me rebelo y te grito, pues te aguantas, que pa eso me miras desde arriba.
-Yo no te miro desde arriba
-Bueno, pues soy yo, que te miro desde abajo.- Lorena gruñe, se lamenta y le da unas vueltas a la sopa manteniendo el teléfono con el hombro derecho- La que me toca la moral y es que no puedo ni pensar en ella de la rabia que me da, es Marina. Esa sí que encontró un chollo, la trepa hijadeputa, le baja los pantalones al jefe, y ascenso meteórico. Toma directora de ventas. Toma sueldazo y trabajo dando paseitos y echando cafeles con los inversores. A mí no me digas. Justicia? Eso no existe. Tú te crees que Marina se come la cabeza con algo más que con qué me pongo mañana o con quién quedo esta noche? Y encima te la encuentras y te pregunta que taaaaaaal con esa cara de chupapollas. La mataba.
-Pero Marina es una lerda, Lorena, no tiene talento
-Yo soy la que no tiene talento, Manolo, ni tú tampoco, Marina es una genia en su mundo. El talento me lo paso yo por el forro si mi estupidez me permite vivir de lolailo. Voy a ver si anunciándome en plan golosona cae algo, así como... Diseñadora industrial macizorra se ofrece para limpiar despachos con liegerza, y le pongo un guiño, desos del messenger o algo. Eso lo pagarán bien, no?
- ...
Laura Artiles

lunes, 12 de enero de 2009

Shuflle está en la UCI.
Las comidas, los reajustes de año nuevo, las malas resacas, ya se sabe...
Nos han dicho los mediquitos, muy bien enguantados ellos, que o le dejamos hospitalizado unos cinco días o se nos muere, que si el corazón está delicado, que si los colesteroles, que si el ácido úrico y las rodillas después de tanto langostino...
Sobrevivirá.
El lunes el primer paseo. Despacito, sin sobresaltos, recién duchadito y peinadito.
El 19 arrancamos con los textos que nos nazcan del fragmento de ahí debajo.
(enciendan velas)

domingo, 11 de enero de 2009

Texto XI

"Os llaman promesas y vosostros sonreís como si fuera un halago ¿Crees que en algún momento de su vida Mozart fue una promesa? Es ridículo pensar así."


El talento de los demás. Alberto Olmos

sábado, 10 de enero de 2009

MUGRE

Aquella tarde se dejó sorprender en su estudio por las primeras sombras del crepúsculo. Encendió apenas una pequeña lámpara de mesa cuya luz, amarilla y cálida, sumió en una gradación de penumbras todo el cuarto. Según oscurecía, los libros se volvieron inservibles, los folios de su mesa fueron perdiendo poco a poco resplandor, su estilográfica sentido y los viejos mapas consistencia. Dejó que el silencio se adentrara camuflado entre las sombras y se hiciera fuerte unos instantes. Después tomó el mando a distancia del aparato de música y presionó la tecla play. Los primeros compases de la sinfonía número tres de Gustav Mahler comenzaron a sonar. Casi al unísono se le agarrotaron los dedos de la mano derecha. Era el reuma. Comenzó a frotarse los dedos con la otra mano hasta que se le pasó.
A orillas de la lámpara tenía un pequeño globo terráqueo de madera dividido a partes iguales en una zona de luz y otra de sombra. Alargó entonces su achacoso dedo índice hasta hacer posar su yema en una ignota parte de la esfera. Tras vacilar unos instantes hizo girar con fuerza el globo sobre su eje para detenerlo al poco nuevamente con el mismo dedo. Sin retirarlo del punto sobre el que el azar había querido que éste se posara, se levantó de su asiento y fue arrastrando poco a poco la tierra hacia la zona que la lámpara alumbraba. Entonces pudo ver el lugar exacto sobre el que se hallaba su dedo índice: las áridas tierras de oriente medio, un perdido desierto entre Irak, Jordania, Siria y Turquía. Constató que tenía la boca seca. Los primero compases de aquella sinfonía no habían alcanzado aún su madurez. Toda forma melódica era prematura e incipiente, tan pronto se apuntaba algún destello melódico como era ahogado al instante por el lejano aullar de los instrumentos de viento. Quería un trago. Hizo sonar el timbre del servicio. Al poco alguien tocó la puerta. Adelante. ¿Deseaba algo el señor? Lo de cada tarde.
El hombre es un ser de costumbres pensó, y esta mejicana siempre me pregunta lo mismo, como si no supiera de sobra lo que deseo.
Minutos después tenía el güisqui sobre la mesa. Había encendido la luz del cuarto y apagado la de la lámpara. Fuera era noche cerrada. Un maldito desierto perdido en medio de la nada. Siria, Irak, Turquía… volvió a beber de su güisqui y luego hizo lo que siempre solía cuando algo no le decía gran cosa: obedeció a su instinto. Atrajo hasta sí el globo terráqueo (ahora volvía a estar sentado) y lo giró hasta tener frente a sí aquellas tierras baldías. Cerró los ojos y lo olisqueó. Le vino un olor indescriptible a gasolina. De pronto imaginó aquel globo repleto de coches diminutos recorriendo frenéticos aquella superficie esférica. Parecían hormigas. Abrió los ojos. Los ríos Éufrates y Trigris, nacidos en las altas montañas anatolias, discurrían hacia el sur. Imaginó que si aquel dedo suyo se posara sobre la ciudad de Bagdad lo más probable es que se le clavaran las medias lunas de los alminares. Se echó otro trago. Después se recostó sobre el respaldo de su asiento y paladeó durante unos instantes los resabios del licor. La sinfonía amenazaba con acompasarse en breve, lo que lo reconfortaba. Amaba la fuerza que emanaba del conjunto, de la orquesta toda a una donde los instrumentos parecen uno solo.
Retornó al lugar que la suerte había elegido aquella tarde para su dedo. No, definitivamente no le decía demasiado. Arena, un par de ríos, barbados musulmanes, camellos… repasó con la mirada una de las enormes estanterías forradas de libros de su estudio. Recordaba que había uno que hablaba de esas tierras. Al fin lo halló, pero estaba demasiado alto. Tendría que subirse a un escalerilla que no le daba demasiada seguridad, sus piernas flaqueaban. Entonces volvió a tocar el timbre de servicio. Qué desea el señor volvió a preguntar la mujer. Él le pidió entonces que tratara de alcanzarle el libro que buscaba. Ella tomó la escalerilla, subió sus tres peldaños y de puntillas intentó coger el libro, pero fu inútil, era demasiado chaparra. Pese a que estaba resuelta a llegar hasta él, el amo la disuadió de hacerlo, no tiene importancia le dijo. Y antes de que ella insistiese le pidió que le llenara de nuevo la copa.
Mientras fue a servírsela, él meditó un rato acerca de la corta estatura de los de su raza.
Con su segundo güisqui entre las manos pensó que después de todo no hacía falta documentarse demasiado para comprender la esencia de ciertos pueblos. Son sencillamente diferentes, tienen otros modales y otras ambiciones. Quién sabe qué se les pasará por la cabeza, como a esta mejicana quien o mucho me equivoco o estaba decidida a coger uno de los magistrales tomos de mi enciclopedia y subirse a él para alcanzarme el libro que le pedí. Ciertos pueblos carecen del hábito de razonar. Se llevó el vaso a los labios y sorbió un trago. A través de la ventana estaba oscuro. La noche cerrada hacía las veces de azogue en el cristal transformándolo en espejo. Allí estaba él, ya viejo, en su también viejo cuarto de estudio. A su lado seguía el globo terráqueo hacia el que se volvió por última vez aquella tarde. Reparó que tenía incrustada allí, entre el Tigris y Tabriz una mancha de mugre que rascó con la uña. Después de limpiarse con un pañuelo, todavía se observó un rato más el dedo fascinado ante aquel mapa dactilar que recordó absolutamente único. Luego lo sumergió en la copa y sin pensarlo frotó con él los últimos rastros de suciedad de su globo de madera. Tras hacerlo llegó a la conclusión de que el azar habría querido que diera con su dedo aquella tarde en aquel perdido rincón del planeta precisamente para eso, para que pudiera encontrar y limpiar aquella mugre. Él, quien cada tarde hacía girar invariablemente su globo terráqueo de madera para detenerlo con el dedo tratando de apoyarlo sobre su Norteamérica natal. Y nunca fallaba.
Jorge Plaza

jueves, 8 de enero de 2009

claroscuro

se puede sombrear un paisaje o sombrear un cuadro oscurecer la calle ennegrecer las palmeras ocultar la tierra y desde lo lejos taparla con una palangana se puede tintar una parte de la mano pintarrajear la esquina cubrir la costa dejar una sombra china detrás de la ventana se puede dibujar petróleo con los pájaros sacar siluetas grises y manchas de los coches beber café sin servilleta y hacer un retrato en blanco y negro se puede forzar el color de las teclas pequeñas de los pianos lamer tacos de ébano montar yeguas brillantes y cazar pumas solitarios se puede dividir el mundo o enterrar en una caja puñados de aguacates

pero lo que no se puede y eso es indiscutible

es dejar una cara entregada al claroscuro y que nadie imagine que del otro lado ya no existe nada



octavio pineda

miércoles, 7 de enero de 2009

El escondite del mundo

Solo el perfil de las gafas y un pelo despeinado dejaban ver cierta simetria. Pero de hecho era hay, en la sombra de la imagen, en el escondite, en donde se guardaba toda la imaginación posible. Son los secretos a la sombra de Samuel los que hacen que Samuel sea… No seré yo el que limite la imaginación del mundo, lindo escondite.

A. León

martes, 6 de enero de 2009

Rencores

Samuel abrió la caja de zapatos y se dio cuenta de que no había sido el último que había pasado por allí a recordar historias. La nota en papel cebolla estaba colocada debajo de la libreta, y ese no era su sitio. Iba dentro. En la página siete. Que era la página que hablaba del día del parque con Elena. Volvió a sus recuerdos paladeando la ira por saberse descubierto en su intimidad más secreta. La piedra, la nota del profe que nunca le entregó a mamá para que la firmara, el recorte pornográfico de una rubia neumática, la foto del parto, de su nacimiento, la que mamá no gustaba que viese y robó a escondidas para mirarla tranquilo.
Arrancó una hoja de cuadros de la libreta de macroeconomía, y anotó: sé que pasaste por aquí. Huelo tus sucios dedos atentando contra mi intimidad. Tengo nociones de digitología, polvos de carbón y un contacto en la policía. Vuelve a hurgar en esta caja y te arrepentirás.
Samuel siguió estudiando y formándose en las cosas del mundo y sus especies bípedas y nunca jamás logró entender cómo era posible que alguien violara ese principio básico de intimidad aquella tarde. Nunca olvidó aquel pequeño atentado. Y ni uno sólo del resto de sus pobres días pudo querer al hombre como hombre, y lo reconoció mezquino y bárbaro hasta que falleció, hace no mucho, sin creer en ninguno de nosotros, y total, porque somos como somos.
Laura Artiles

domingo, 4 de enero de 2009

Texto X



Samuel Huntington

viernes, 2 de enero de 2009

semana de cine

en la escena de los dos personajes principales paseando por la playa consiguió distinguir a alguien más en la sala porque la pantalla iluminaba entonces como un proyector, como si interrogara preguntándole por qué tenían la manía de cogerle la mano en la primera cita ¿era necesario? le agobiaba y comenzaba a sudar en la palma, y desde ese momento perdía toda la concentración de lo que estaba viendo. él no quería mirarla otra vez y por eso echó un vistazo a las otras cabezas que sobresalían en el cine. no más de veinte personas: como unas siete parejas acarameladas, tres amigas y una persona sentada sola detrás en actitud vigilante. se repetía el mismo esquema de la semana anterior, e incluso la misma película, lo mismo daba, el caso era besarse con alguien y meterle mano, así seguiría aumentando su agenda. lo de la mano cogida lo arreglaría luego, ya que ahora era obligatorio dejarse llevar. tal vez ella no besaría como la de la semana pasada, tal vez no se dejaría tocar dentro de la blusa aquellos senos turgentes del viernes, pero debía probarla, ellas sucedían tan deprisa que a veces confundía nombres e imaginaba la cara de la anterior, pero si se mantenía en silencio en momentos puntuales nada extraño podía ocurrirle. solo se desconcentró en la escena delante del mar cuando el protagonista se suicidaba, porque la claridad de la luz escandiló sus ojos y creyó reconocer una cabeza familiar entre el público de su derecha. a unos 3 metros distinguió una pareja pegada, supuso que se agarrarían la mano también con las cabezas apoyadas entre las butacas. él continuó cogido de la chica hasta que terminó la película. nada más acabar un foco iluminó la sala y la gente empezó a salir. él, con un gesto algo antipático y sin mirar a su acompañante, se adelantó para ver las caras de aquella otra pareja justo a pocos metros de ellos. se quedó blanco cuando reconoció a la chica de la semana anterior, la de los senos turgentes, la que besaba carnoso y olía a melocotón, acompañada y agarrada de la mano de un tipo desconocido. tardaron en mirarse y ni siquiera sabía si le vería. cuando se reconocieron, como si fuera una jugada ensayada, ambos atravesaron con la mirada al otro, sin saludarse, haciendo ver que no se conocían. los dos, acompañados de sus parejas, quizás eventuales, salieron del cine en una profunda amnesia y anónimos de una semana mientras las luces de la sala volvían a apagarse para dejar entrar a los próximos espectadores.


octavio pineda

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Un pez

Lo cierto es que nunca le gustó el cine, y decía tanta milonga, tanto plano extraño, tanto gesto forzado o luz forzada o árbol forzado. Y esas melenas, tan lisas y tan estupendas. Por no hablar de los culos o las miradas o las despedidas. Tanto artificio. Porque siempre era artificio, nada era creíble, todo era irreal, inverosímil. Y no tenía tiempo, la verdad, para andarse parando a empatizar con cosas que aún no existían. O que nunca hubiera querido sentir, no nos engañemos. Esos llantos desgarrados, esos amores infames. Bastante tenía con lo que tenía. El acuario. Lo intenso del drama en aquel escenario. El vinilo fondo tropical. La luz. La piedra. El buzo. Ahora escondido. Ahora no. Ahora escondido. Las plantas. De adorno. El color fosforito de aquel pez raquítico. Y mirar. Todo el tiempo. A ver qué pasaba. Gratis, encima.
Así que sí, que iba al cine por las pibolas y todo eso, pero también porque había noches (de sábado) en que cerraban el acuario desde las dos y la tarde se le presentaba tan desierta que la idea de un cine no se le antojaba tan insoportable. Así que iba. Con alguna piba del chat y eso. Y no miraba la peli, porque no colaba, porque la vida no era eso, tanta conexión extrasensorial y tantas mierdas. La vida eran las piernas de la pibi. La falda cortita de la pibi. Los micromovimentos del brazo en el apoyabrazos oscuro. Pero Luis seguía pensando en el limpiafondos a pesar del vello erizado. Porque en la adolescencia se tiene vello, rebelde vello pero vello. Bellísimo vello tieso al contacto con vellos vecinos. Y Luis dale pensando en la cola mordida del luchador verde. El baile del pañuelo en la cola mordida en el agua. Y pum pum pum cada vez más fuerte. En la peli tal vez explosiones o bichos tresdé. Con pelo. Logrado, sí. Pero qué?. Las piernas de Marta. La boca de Elena. La falda pequeña de Luisa. Incluso la uña mordida de Pedro. Y el buzo escondido. Ahora no. Las burbujas. La piedra turquesa. Las algas. Bailando, bailando y la cola mordida, bailando en el agua los dedos, la arena, la arena en los dedos. La lengua de Marta el pescado el azul.
- Mañana traigo a mi hermana al Tesoro Escondido. Te vienes?
- No. Mañana es domingo. Y en Navidad, el acuario abre.
- Pero hoy también abrió
- No fastidies!
Laura Artiles

martes, 30 de diciembre de 2008

Corto

Tomaba el café mirando de reojo el libro que tenía abierto sobre la mesa. Delante, la gran cristalera de la cafetería le permitía una vista privilegiada de los transeúntes y evitaba, además, -bendito efecto espejo- que los transeútes pudieran verle a él, una impunidad sagrada para cualquier voyeur. Le gustaba ir a aquel lugar, aquel café antiguo que hacía esquina en la plaza, con aquellas mesas y aquellas sillas que habían albergado los culos de los más prestigiosos escritores, artistas e intelectuales de la ciudad. Y ahora, su culo. Era un vínculo, una cercanía, de alguna manera.

Hacía frío, y las personas que casi corrían por las aceras iban envueltos en abrigos, y guantes y gorros y bufandas.
Paquetes de regalo.
Pensó que era curiosa la manera en la que avanzaban en diferentes direcciones, a toda velocidad, cruzándose, en una coreografía perfecta, sin casi chocarse. Le pareció un buen plano para empezar. La cámara estática en un lugar externo al caos, y el caos dibujándose sólo enfrente del espectador. El espectador, claro, era él.

De pronto, una mujer. Lleva una chaqueta fina, y no tiene guantes, ni bufanda, ni gorro, pero sí un pelo castaño larguísimo recogido en la nuca. Es guapa, con una belleza de esas que permanecen camufladas, y que se dejan intuir en el tamaño de los ojos y de la boca, el color de la piel. Está desorientada, va más lenta que el resto y no parece saberse los pasos del baile. Es nueva, una forastera, como en las películas de vaqueros. Se sienta en un banco y se frota las manos, mientras observa a la gente, como él, como él observaba, porque ahora sólo puede verla a ella, en el banco, mientras el resto de la escena se difumina. Está esperando a alguien. Mira un pequeño papel que tenía en el bolsillo y eleva la cabeza. Es ese el edificio, y ese el banco. Se relaja. Sólo le queda esperar.

Espera a un hombre, seguro. Espera a un hombre que apenas conoce, amigo de un amigo de un amigo que la va a ayudar a instalarse en la ciudad. El hombre llegará, apurado, un poco tarde, colocándose aún la bufanda. No será guapo, pero sí atractivo, y llevará un abrigo de paño negro tres cuartos. Ella sonreirá levemente y se levantará a saludarle, él le dirá que se le nota que acaba de llegar, que cómo sale tan desabrigada. Ella reirá, nerviosa. Luego él la invitará a un café y le preguntará dónde se está quedando, cuánto hace que llegó y qué necesita, para ofrecerle inmediatamente su casa y sus servicios de guía turístico. Ella, tímida pero sin nada que perder, se dejará conquistar y pasarán una hora y veinte minutos de cinta enamorándose, dejando al novio del pueblo tras un serio conflicto amoroso-moral, y lléndose a vivir juntos, por fin, a una buardilla sin televisor. Fundido en negro.

El libro ya descansa honestamente cerrado sobre la mesa de mármol gris, y él se pide otro café mientras la ve mirar el reloj y el edificio, comprobar otras tres veces el papelito del bolsillo y envolverse todo lo que puede en su chaquetita de entretiempo. Por fin la chica se levanta, y él está a punto de levantarse también mientras la ve cruzar los tres carriles entre los coches y avanzar, calle abajo, hasta perderse de vista.

El espectador termina el café, paga la cuenta y sale de la cafetería apurado, enfundado en su tres cuartos de paño negro y colocándose aún la bufanda.

Sheila R. Melhem

lunes, 29 de diciembre de 2008

Distancias medias

Poseía una belleza de una sofisticación antigua cuyas claves de interpretación habían desaparecido de la faz de la tierra. Tierra que estaba entonces, a sus 17 años, circunscrita a la comarca de su pueblo como esos mapas antiguos en los que el mundo conocido aparece rodeado de una anillo de agua intraspasable.
Sus delicadas líneas, hechas para las distancias medias, no despertaban ardientes deseos en los hombres. Despertaba una suerte de tibia sensualidad con la que no se conformaba asegurando que hoy los hombres nos prefieren más hembras que divinas.
El orden de las cosas había sido invertido y su belleza clásica pasaba por normal entre unos tipos que para descubrirla no sólo habrían tenido que cruzar el océano sino además atravesar el túnel del tiempo. Pero aquello se le antojaba improbable pues a los más hermosos chicos de la comarca el cine antiguo les parecía tan aburrido como remilgado, del mismo modo que no confiaba en que por ellos mismos repararan en las peripecias de las que una cámara es capaz para volver irresistible a una mujer vulgar. Sin los trucos de astucia de la cámara, la belleza pérfida de éstas no usurparía el templo de las diosas.

Jorge Plaza

domingo, 28 de diciembre de 2008

Texto IX

Y, en un principio, el cine procuraba imitar con todas sus fuerzas a la vida. No era fácil, claro: las películas eran mudas, en blanco y negro, demasiado cortas.
¿Cuándo tuvo lugar ese instante en que la vida comenzó a imitar al cine y a olvidarse de ella misma? Al final, la memoria no es otra cosa que el guión de nuestra vida. Based on a true story, sí, pero llena de alteraciones que benefician el ritmo y el interés y las posibilidades dramáticas de la trama y nuestro escaso e insuficiente talento actoral. La memoria es esa herramienta que utilizamos para poder olvidar.
El cine es la amnesia.
Rodrigo Fresán, Jardines de Kensington

sábado, 27 de diciembre de 2008

Nota apócrifa

Según los investigadores de la asociación PURA (por una religión abierta), de los más de doscientos documentos pertenecientes a los manuscritos del Mar Negro recuperados en el centro de interpretación científica de Groseira, hay al menos diez fragmentos que han sorprendido al equipo que trabaja en el proyecto. Estos diez fragmentos, desvelaron los investigadores encargados de dirigir el análisis de los textos, forman parte del estudio previo que hizo el escribano y discípulo Mateo para su evangelio de la Biblia, y que plasmó en los versículos 14, 22-36 de su obra (Tiempo Ordinario. Caminar con la mirada puesta en Él, así todo lo puedo, a pesar de las tempestades y dificultades). En estos documentos la historia de Jesús sobre las aguas se transcribe como un hecho verídico que ocurrió en el mar de Galilea en el año treinta de la era cristiana.

Pero como ya hicieron los investigadores de PURA con otros milagros analizados en los manuscritos, es el trayecto hecho por Jesús sobre las aguas lo que ha sido desmitificado.

El doctor Liborio Fronterio desveló en una rueda de prensa el resultado de las conclusiones de su equipo:

- Es cierto que Jesús caminó sobre el Mar de Galilea, pero no fue sobre las aguas, sino que, según hemos podido constatar en la numerosa documentación estudiada, lo hizo sobre una composición aceitosa y espesa que producían los pescadores de la región, mezclando arena, aceite y excremento de dromedario del Eufrates. Jesús, progresista comprometido políticamente contra el yugo romano, como buen amante de las novedades de la época encontró en esta mezcla usada por los pescadores (habría que señalar la ya conocida amistad de éste con Pedro, pescador y jefe de la tribu de los mirititas) la manera más fácil y directa para acercarse flotando hasta las embarcaciones romanas con el objetivo de boicotearlas, puesto que pocos eran los que en aquella época sabían nadar.

La conversación concluyó con un breve avance que nos puede acercar a futuros hallazgos.

- Esta mezcla aceitosa es de igual manera y con toda probabilidad la culpable de que Jesús huyera del encierro al que aluden los evangelios (en el apartado de la resurrección y la piedra). El aceite aparece en varios de los párrafos de los manuscritos del Mar Negro y teniendo en cuenta la época y el débil desarrollo de la comunidad en la que nació el llamado “Mesías”, la utilización de este producto muestra su utilidad en la evolución militar de los cristianos frente a Roma.



octavio pineda

viernes, 26 de diciembre de 2008

Oil

- No me gusta mucho hablar del mediterraneo. Prefiero hacerlo de Oceano abierto. Es un pequeño mar que se ha ido pudriendo como un pozo. Antaño fue un lugar que unía culturas, ahora las dispara, las enfrenta y es testigo de una Roma estupida, vaticana, fascista... Una Turquia incapaz de ser Turquia, una Grecia tan dormida que si hubiera una crecida del mar… Pero no la habrá. Una unión tan endeble como la de cocinar en la sartén con aceite en vez de mantequilla… ¿Qué plantais aquí?

- Eh…

- ¿Opio?

No dice nada. Solo una mirada furtiva de pequeño agricultor persa.

- Opio y petróleo

- Si le sumas una mezquita y un kalasnikov ruso entonces tienes en las manos a nuestro pais.

Abre las manos rapidamente como si soltara agua y dice – Esa es una descipción barata incluso para mi Mahem y tu lo sabes…

-Esos gestos tuyos, son como árabes, ¿Tienes el persa en esas manos?

Las plantaciones de opio son posiblemente la arquitectura mas estable de Afganistan…

-Es economia de mercado sin mas. Un poco más exótica pero economia de mercado. A ver Mahem: España, Alemania, Francia e Italia en sus leyes se impiden perseguir el cultivo de drogas fuera de sus fronteras, que es como decir muchas cosas a la vez: La droga debe existir porque si no que hacen los que están abajo con su situación, y porque el dia a dia, dia a dia es, y hay que llevarlo de alguna manera… Además la droga siempre debe ser de importación…

-Parece el decálogo de Ikea

-Mahem te he dicho que no veas tele occidental, no es bueno para ti…

Mahem sólo es agricultor. Un agricultor eso si que cuida sus plantas entre rifles de Muyaidines, y que planta algo muy complejo.

- Desde luego la droga no tiene nada de poético. Es pura materia de economía. En cuanto a la economía propiamete Afgana el opio financia como algunos pretenden pudrir vuestra cultura...

- Sabes que. Dejalo mejor. Vosotros siempre analizais el mundo como si fuera un anuncio de esos de detergente.

- Mahem, otra vez la tele...

- No en serio. Creis que las cosas malas del mundo, son como manchas provocadas por niños malos, tan dificiles de quitar como las del aceite, que os encantaria que fueran de agua, pero que son de petróleo, de sangre, de estupidez humana… Dejalo mejor. Es normal que Afganistan sea un sintoma más de una realidad enferma de mala realidad, pero dejalo. Y cuenta de una vez la historia de Mahem, el agricultor persa de Opio, y su esposa Amla, que a pesar de no haber ido al colegio más de cinco años tenían un registro perfecto de las estrellas que se veían en Afganistán, convirtiendo sus sencillos dialogos nocturnos en decálogos de amor y astrología.

- Tiemes razón Mahem pero estoy demasiado cabreado con el mundo como para escribirle poemas, y el mundo esta tan cabreado consigo mismo que cuando los escribe los guarda en libros que luego son los menos vendidos. Y yo, no soy ni un mal verso de lo que me hubiera gustado ser.

A. León

jueves, 25 de diciembre de 2008

Color incorrupto

Había colocado en el tablón cochambroso que tenía por mesa el bote del azul ultramar, el siena tostado, el amarillo cadmio, un verde mezcla de mil colores que tuvo que mezclar con agua y resucitar y el blanco titanio. Abrió las piernas del caballete, subió el tope superior y colocó el lienzo. Insultante. En ese preciso momento, cada vez que se para frente al lienzo, todo es posible. Se suceden decenas de imágenes de cuadros perfectos: el codo y el talón en escorzo de Manuela, la cannabis sativa en la ventana, la ciudad al fondo, el mar y un bote, un gato. Y todo es matemático y emocionante y lo mejor, sabrá hacerlo con dos o tres golpes de pincel, sin esfuerzo. Dio tres pasos atrás. Debió dar cinco o seis para inventar con distancia el borrador pero el piso era chico. Se metió en la boca uno de los tres pinceles que llevaba en la mano. Sintió en la lengua el pelo del pincel de marta nadando en la saliva como nadan los pelos en el agua en general, así, como vivos. Con la boca peinó la brocha. Miró a la luz si había algún pelillo suelto que se fuera a quedar pegado en el blanco impoluto y necesario y blanco blanquísimo y le alcanzó la imagen como un meterorito. Ese tablero titánico sería habitado sin duda por el gigantesco ojo de Manuela. Y muy al fondo, como por efecto de un ojo de pez, sus piernas como derramándose de un edificio. Se sacó el segundo pincel de la boca, dio cinco pinceladas al aire en el lienzo en blanco para dibujarse en la cabeza las dimensiones reales del iris, la pupila, la sombra del párpado en el blanco no tan blanco de un globo ocular cualquiera, las pestañas, el extremo infinito de las pestañas quemadas del sol.
Agarró el bote blanco titanio. El azul ultramar. Un punto como una micra de azul en el blanco. Media lenteja de siena tostado. Y ahí estaba el verde pistacho de cuando Manuela parecía césped o hierba o trigo verde que él le decía. Se llevó de nuevo el pincel a la boca. Lamió el pelo. Disolvió los restos de pintura que quedaban entre las hebras y lo mandó todo a la mierda. Tapó los botes. Barrió la pintura de la paleta con un paño, pensó en Manuela. Sus ojos a pesar de los frescos lo verdes lo azules no podían ser ojos acrílicos. Tenían que ser ojos al óleo. Y no le quedaba trementina.

Laura Artiles

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Se alquila habitación en piso compartido.

Desde que abrió los ojos supo que era el día.

No le hizo falta, como otras mañanas, tambalearse hasta la cocina, encender mecánicamente un fósforo y acercarlo al hornillo de gas, sentarse delante de la ventana de la cocina con los ojos entornados, ni despertarse progresivamente al ritmo del hervir del agua del té, tomando conciencia poco a poco de quién era, y qué hacía y en qué día vivía.

No hizo falta porque en cuanto abrió los ojos se sentó en la cama como un resorte y miró el móvil para comprobar que faltaban 5 minutos para que sonara la alarma.

Pudo incluso escucharla marcharse de casa, y descubrir que era especialmente escandalosa entrando y saliendo del baño, metiendo las llaves y el móvil en el bolso, cerrando la puerta de la entrada.

Blam.

Había llegado el momento.

Se levantó muy excitado y muerto de vergüenza, negándose a sí mismo el sentido de todo aquello y, sin embargo, ya se estaba colando en el cuarto de Andrea, buscando minuciosamente pelos en su almohada, para descubrir minutos después un cepillo repleto en la mesa, debajo del espejo. Se miró entonces un momento: los calzoncillos con agujeros, la media erección, y especialmente la maraña de pelo enredado que llevaba en la mano derecha le proporcionaban, en conjunto, un aire inquietante, como de loco.

Pero no, él no estaba loco, sólo iba a probar, sólo era... por si acaso, mira tú, qué podía perder.

Por si acaso sacó la foto de Alberto del portarretratos, ojalá no le pasara nada, pobrecito, tampoco era eso. Abrió el cubo de la ropa sucia y buscó unas bragas, que olió ligeramente, sin ensañarse, y corrió, cargado con el botín, a encerrarse de nuevo en su habitación, antes de que se despertara Ming y fuera a buscarle para contarle que otra vez había soñado en español y que salía el profesor de técnicas II.

Cerró la puerta, tres vueltas de llave.

Se sentó en la alfombra, y colocó el recipiente de acero inoxidable entre sus piernas, allí, los pelos de las bragas, los del cepillo y la limadura de sus uñas, que añadió sobre la marcha, y que, ahora que se fijaba, estaban bastante largas y no muy limpias- tenía que cuidarse más, a partir de ahora-, ardieron bien junto a la foto del pobre Alberto. En el libro no decía nada de aspirar el humo negro de la hoguera, pero él lo hizo y se mareó un poco. La música de Kenny G tampoco era imprescindible, pero le pareció que creaba ambiente. Luego sacó el bote de aceite de palma y lo miró un momento a contraluz, amarillo, luminoso, antes de verterlo suavemente en el bol y mezclarlo con las cenizas, al tiempo que repetía, bajito: "este es el ser elegido, este es el ser elegido"

Ya sólo quedaba el último paso, el más importante.

"No hagas planes esta noche, he alquilado unas pelis y voy a hacer una ensaladita de esas que te gustan... umm"


martes, 23 de diciembre de 2008

OLEAGINOSO

Aceite de ballena: grasa líquida que se saca de la ballena, así como también de otros cetáceos y peces, y sirve en algunos países para alumbrarse.

Zona cero del mundo (previo paso
a la Gran Creación): todo está a oscuras,
hay un caos sin silueta ni estructura,
enigmático magma negro y craso.
Cernido allí, sobrevolando raso,
cierto dios en secreto se conjura:
sean luz, mar y cielos; sed criaturas;
tierra sé; aves sed; sé hombre, acaso
parecido a mí pero no igual,
y reina, toma la palabra y nombra
por su nombre a cada criatura.
Hecho a imagen de un dios pero mortal,
llama eres que alumbra entre las sombras
aferrada a su vela -mientras dura-.

Comentario de texto

Introducción:

Advertimos que el presente comentario está hecho siguiendo la metodología propuesta a tal fin por la escuela de los posmetafísicos que ha arraigado en el departamento bostoniano del MIT casi única y exclusivamente de momento. Movimiento que si es usted filólogo, filofilólogo, criptofilólogo o cultureta debería conocer, de lo contrario se arriesga usted a ser llamado pueblerino.

Comentario en sí mismo:

El poema (en general) ¿debería ser claro como el agua o denso como el aceite? lea detenidamente el poema de ahí arriba -según nuestra teoría el poema es solo una excusa para hacer comentarios de texto y no al revés- qué diría usted que es ¿agua o aceite?

De decantarse por el agua, ¿añadiría que es refrescante para, digamos, el espíritu? (suponiendo que el agua lo sea en todo caso, que no lo es). Y si por el contrario cree que es aceite ¿diría que es bueno para aliñar ensaladas, digamos, espirituales? (obsérvese que toda religión es una forma de ensalada por defecto, pues la palabra viene de re-ligare) y dígame, si alguien le preguntara ¿quién es usted? ¿afirmaría como el poeta que es la llama de un cirio consumiéndose? Si contesta que no, dígame, ¿Cómo, por el contrario, puede afirmar que es usted Manuel y quedarse tan ancho sabiendo que significa Dios-en-nosotros? -perdone, ¿quién llama?

-soy Dios-en-nosotros

Ahora que sabe que es un cirio (o que sabe que puede confesárselo a extraños) conduzca sus labios hasta la embocadura del vaso ( un soneto) y teste el contenido (el poema) que hay en su interior. Después conteste ¿es insípido e incoloro o es, por el contrario, verduscoamarillento y oleaginoso?

Conclusión:

Por cierto ¿qué es un paradigma?

Jorge Plaza

lunes, 22 de diciembre de 2008

Algo en lo que creer

En un principio, utilizaron el aceite como lubricante. Al cabo de un tiempo, y después de comprobar que había manchado de forma irreversible mantas, sábanas y colchones (y en concreto una manta blanca que la compañera de piso de ella había heredado de su madre, y ésta a su vez de su madre, y así sucesivamente hasta remontarse a la innoble Guerra de los Treinta Años), decidieron pasarse a un lubricante especial que ella compró en una farmacia a la vuelta del trabajo. El lubricante en cuestión era ecológico, incoloro, inodoro, indoloro, fresco, testado dermatológicamente y, lo más importante, no dejaba manchas de ningún tipo. Sin embargo, él siempre echaría de menos sentir cómo el aceite se derramaba del culo de ella como de los bordes de piedra de una fuente, y también, secretamente, aquellos lamparones que eran como un test de Rorschach o las apariciones marianas. Algo en lo que creer.
Quizá por eso, cuando ella empezó a pedirle que le pusiera aceite sobre la panza, él procedió con calculada naturalidad, tratando de disimular la excitación primero y la erección después. Eso duró hasta la primera manifestación del bebé en forma de patadas, que le hizo retirar la mano como si hubiera recibido un calambrazo. Y volvió a ponerla sobre la marcha, maravillado. A partir de ese momento fue descubriendo que le resultaba difícil dejar de tocarla, de frotarla como si fuera la lámpara de Aladino o la bola de cristal. Algo en lo que creer, como si en ella se encontrara cifrado el mundo.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Texto VIII

Sin el aceite, pues, no habría cultura, ni comercio, ni transporte. Es un agua de carga. Gracias a él, el mundo es variado y las cosas intercambian posturas y lugares y se abren a usos insospechados. El aceite, por decirlo así, actúa por mayordomía, es el puente o el colchón que hace posible un contacto afable entre las cosas; oficializa las relaciones y les otorga un sello perdurable. Es lenitivo: empuja sutilmente, vuelve locuaz, reanima, civiliza. Sin aceites estaríamos sujetos al eterno claustro del agua y lo salvaje; la perversión y la esperanza nos estarían vedadas y viviríamos sin engaños, pero pobremente. El agua busca cauces y siempre los encuentra, ama el orden y la repetición; el aceite, con una o dos velocidades de menos, tiene multitud de ojos, y eso lo lleva a desbordarse, a no excluir. Es comunitario, inventivo. Mientras el agua dirime pleitos y da a cada cual lo suyo, el aceite resuelve utópicamente (toda revoltura tiene algo de utópico) y ensaya especies y refuerzos. Es muscular y circense.


Caja de herramientas
Fabio Morábito

Tránsito de Pasajeros- 7.1

Bonus Track
Aeropuerto de Argel-Houari-Boumediane

-Déjame que te lleve a casa, por favor.

-No, y sabes el porqué. Sabes que si vinieras nunca más volveríamos a vernos por estas calles, sabes que nunca podríamos volver a cruzarnos casualmente por el parque, en la frutería, en la biblioteca, en ningún otro sitio, en ninguna otra ciudad, en ninguna otra vida…Sabes que si llegases a la puerta de mi casa, abarcaría tu cuello con mi brazo izquierdo, acercaría tus labios a los míos y te arrastraría hacia el interior, sin dejar que nunca jamás salieras de ahí, ni que me abandonases un instante ¿acaso no sabes que despierto cada día con la única intención de poder verte, aunque sólo sea efímeramente? ¿Acaso no sabes que no puedo dormir por las noches porque creo oír tus pisadas subiendo las escaleras que dan a mi piso? ¿Acaso no sabes que anhelo el verte llegar hasta mi puerta? ¿Acaso no sabes que cumpliendo mi sueño mato toda la ilusión de mi vida? ¿Acaso no sabes…que te quiero?

César B.

sábado, 20 de diciembre de 2008

El chico que le robó la voz a Chris Martin

El invierno era un buen momento para esconderse en la nieve, hacerse nieve, con la misma sencillez que se puede hacer que caiga nieve en la luminosa pantalla del ordenador con una pequeña aplicación de action script, de flash. Esto se lo enseñó a Lucas una chica que había heredado la fobia a las mariposas de su madre.

A Lucas durante siete dias sólo le había rescatado la literatura perdida en varios mails y en un blog de Lizzie. Lizzie. Es increíble pero en internet sólo se pierden cosas, es una herramienta creada para eseñarnos a perder cosas. Enumeren ustedes si quieren: perder la distancia, la realidad de la realidad, el tiempo, nuestro cuerpo y las manos para ganar cien mil dedos y ocho mil ojos con las capacidades de las fábricas chinas o chino-italianas que diría Saviano, el tacto… 300 millones de informáticos que le hemos regalado nuestra memoria a Google, y ya sólo nos falta poner en el campo de búsqueda las palabras amor, vida, respiración… y soltar todos nuestros versos en la papelera de reciclaje.

Lucas abandonaba de vez en cuando internet, ese era su trabajo, su jornada laboral de 69 horas semanales, para perderse en el garabato que era ahora su vida.

Una tarde de viernes se planteó recuperarlo. Barajó varias posibilidades pero entró en la web y buscó en una compañía de bajo coste un vuelo a Londres para el sábado por la mañana. Los sábados por la mañana nublados le recordaban a su infancia, que siempre jugaba a dar alguno de sol para no parecer falta de imaginación.

Iba a ir a buscar a aquel chico de ojos claros que le había salvado varias veces. Estaba harto del análisis que hacía el mundo de todo para guardarlo en un bote, etiquetarlo y sacar una fotografia junto al titular “Entra dentro de nuestros limitadísimos parámetros culturales, no se asusten”. Pues no, la sensibilidad de Lucas era tan compleja y tan misteriosa como la de una ballena escondida en medio del océano.

Es increíble la arquitectura que puede crear dentro de uno la buena música y lo importante que es escoger bien. Nuestra anatomía , la nota, como nota la buena comida o la detestable, o el cansancio o los sueños.

El hecho de que el último disco no fuera más que un collage sin mucha alma habia hecho que Lucas haciendo uso del simil de un naufrago en vez de una tabla tuviera una astilla en el pie. Habían matado a su iPod, y al blog en el que hablaba de música y lo peor es que le había hecho replantearse si estaba perdiendo algo porque las sensaciones que producian en él la música eran diferentes.

Siempre le había marcado aquella frase de García Márquez, de que a él lo que hubiera gustado era haber sido músico. Y al chico que nunca sería como Gabo, a Lucas, le pasaba igual.

Así que entró sigiloso en el departamento sin despertar a Moses y a Apple y llegó al dormitorio de la pareja. La chica rubia sacada de una película dormía suave. Lucas sacó un sacacorchos e hizo un agujero. Arrancó las cuerdas vocales, y se las guardó para ponerselas después. Después puso en su lugar las suyas antiguas, cerró cosiendo un hilo muy fino y se fue sin ser visto.

Ya de vuelta buscó a Lizzie, a la que le gustaba llamar Sue Lynne, e hizó algo que llevaba toda la vida deseando hacer. Le cantó con algunas faltas gramaticales pero con un perfecto acento inglés:

Sue Lynne is too late, let me will get you at home.

A. León

viernes, 19 de diciembre de 2008

Japón

Cenaron. Y entonces a él le pareció tarde. Pero no era su casa, así que no podía irse. Sue Lyne es un nombre muy raro, la verdad, y no pega mucho en mi cabeza con nada, porque no he visto la peli ni pensándolo bien sería capáz de ambientar nada en Japón porque no lo conozco. Me lo imagino, al Japón, pero... qué? luces, neones, cuartos chicos, gente moderna, modernísima, vistiéndose de niñas chicas o de sacerdotes, son raritos los japoneses, y esos colorines tan estrambóticos, así que voy a decir Lola. Lola de España coño. Lola que cenó con su querido después de unos cinco años sin verse, después de parir dos hijos y separarse cenó con éste que estaba en su casa y que no podía irse.
- Es tarde, te llevo a casa
- Voy a dar un paseo, no me vengas con bobadas de que si es tarde y va a pasarme algo
- O te alcanzo o te quedas- y no quería que se quedara, pero supuso que ella tampoco,así que lo dijo. Hablaron y se rieron esta noche pero todo el rato hubo una tensión incómoda, como de ahora somos dos desconocidos y no me hacen gracia tus chistes, pero en fín, cenaron y retomaron los dos un capítulo de sus vidas con un Ribera del Duero gran reserva estupendo y unos california maki, que eso sí es japonés, parece, pero lo de california digo yo que será pa acercarse al occidente mundo y vender rollos de arroz envueltos en una cosa que nadie se cree que sean algas. Por eso no hablo de Japón ni de Sue Lynne.

Lola salíó a dar un paseo porque estaba colorada y ebria. Un poco. No es que estuviera tan borracha como para saberse poco dueña de sus actos y temerse. Estaba con una chispa alegre y le dieron ganas de pasear de noche.
- Me quedo. En el sofá. Pero voy a darle un paseo a Laica, ahora volvemos, no es peligroso pasear, sabes? Y en cualquier caso puedo decir Laica, ataca. y ya está.
- Pero Lola no seas perreta, que son las tres
- Que me dejes. Si no, te dejo a tu perra y me voy a casa andandito que ganas no me faltan.
- A casa no te vas sola que son cuarenta minutos y pasas por el Lomo, y el otro día hubieron dos atracos
- bah. Ahora vuelvo.

Miguel las vio salir. Recogió las copas y la botella vacía de la mesa del salón. Atusó los cojines del sofá grande y sacudió las mantas que los salvaron un poco del frío de afuera y del frío de dentro del cuerpo en la cena. Apagó el aparato de música, que ya no sonaba, pero respiraba con ese zumbido de las cosas que no acaban de estar apagadas. Buscó una almohada. O un forro limpio para los cojines y que Lola al echarse en el sofá sintiera que era un hombre de higiene impoluta. Aunque no lo fuera. Y Lola supiera que no lo era. Aunque hoy se hubiese afeitado y limpiado muy bien detrás de las orejas y se hubiera empapado de cool water eau de perfum. No encontró ni fundas ni almohadas de sobra. Fue al dormitorio y golpeó la suya. La miró a la luz en busca de rastros de babas. Le retiró siete pelos negros suyos y dos pelirojos de Rita. La olió. Decidió perfumar a la almohada también de cool water no sin antes ruborizarse pensando en la cara de Lola, en la piel de la cara de Lola, en las pestañas, la boca de Lola apoyados dormidos en su almohada, la misma almohada de todas las noches de Miguel. Encendió una luz chica. Volvió a encender el aparato y puso bajito un cedé brasileño. Mira qué cosa mais linda, máis llena de graçia. Y pensó en Lola. Que por esas andaba andando muy estirada intentando caminar con la columna completamente erguida. Colocando sus vértebras una sobre otra rectísimamente. Y Laica mirando una gata en celo que se desgañitaba en un balcón de la calle Dr algo.
Miguel imaginó si tal vez... y Lola imaginó si...
Y Lola se llevo a Laica a su casa y no dijo nada. Andó los cuarenta minutos estirando los brazos arriba como una pirada. Y Laica detrás mirando los gatos, mirando las cucas, la Luna.
Miguel estuvo cuarenta minutos sentado en el sofá escuchando a gilberto gil abrazando la almohada borracho de colonia de hombre y de besos. Y se durmió. A las nueve, escribió un mensaje.
Lola, espero que sigas viva. Recuerda que la perra es mía. Si la traes, ella entra sola por el hueco de la puerta. No me despiertes. Adios.



Laura Artiles

El camino a casa

Había sido tu escena preferida.

Me lo contabas minutos después de la salida, entre una y otra bocanada de vaho, asomando breve la boca sobre la bufanda.

Seguramente fue el plano, lo que te gustó, la calle desierta, una calle desierta y oscura que habría pertenecido a cualquier pequeño estado norteamericano, conservador, extenso y poco poblado, como nos imaginamos todos esos estados periféricos, y con periféricos quiero decir que no son Nueva York, ni California, y a los que yo le atribuyo, además, sucesos cruentos, asesinatos múltiples, descuartizaciones, qué sé yo.
Era una de esas calles en las que a mí me habría dado miedo estar sola, una cualquiera de esos pueblos en los que nunca pasa nada y en la que a partir de las diez de la noche sólo avanza el tiempo por las aceras.

Era tarde y Sue Linne guapa, guapísima, con una belleza de esas que irradian una especie de electricidad que te deja pegado a ella, mirándola sin remedio. Sue Linne va a contarnos algo importante, lo sabemos porque no se va, porque se queda allí, sentada en la acera, al lado de Lizzie que permanece paciente, a pesar de que es tarde, a pesar de que ella no está pegada a la belleza de Sue Linne, como yo, y como tú, a pesar de lo peligroso de las calles oscuras y desiertas de esos estados periféricos para una neoyorquina como ella, sacada de una película de chinos.

A mí me habían gustado más las escenas del bar, dónde el chico inglés - Manchester, England- comparaba a la cantante con una tarta de arándanos, especialmente las historias que nos cuenta la cámara de seguridad entre golpe y golpe de gracia. De hecho la escena de la acera, las dos chicas sentadas de frente, las rodillas casi en el pecho, el sonido del viento en la calle vacía, me había resultado incluso un poco lenta. No dije nada, me limité a observarte así, saboreando cada fotograma, con las manos en los bolsillos, reflexivo, como siempre a esas alturas, como si fuera de vital importancia nuestro análisis cotidiano de la película, nuestros acordes y desacuerdos con Boyero, el camino que va del cine a casa.

A la altura de la obra hay una caja de cartón con una persona dentro. Tú das un respingo, y emites un sonido extraño, un disgusto, un escalofrío. Yo veo salir el humo de tu nariz que asoma sobre la bufanda. Pienso que podría subirle una manta, pienso incluso por un breve segundo, sin un rasgo de altruismo, que me sentiría mejor quitándome la chaqueta y echándosela por encima.

En vez de eso meto la mano en el bolsillo de tu abrigo y busco tu mano.
Es muy oscura, esta calle. No me había dado cuenta.

- A mí me gustaban las escenas del bar, lo de las llaves, por ejemplo, es genial ¿no te parece?

Es tarde, llévame a casa, por favor.