martes, 30 de diciembre de 2008

Corto

Tomaba el café mirando de reojo el libro que tenía abierto sobre la mesa. Delante, la gran cristalera de la cafetería le permitía una vista privilegiada de los transeúntes y evitaba, además, -bendito efecto espejo- que los transeútes pudieran verle a él, una impunidad sagrada para cualquier voyeur. Le gustaba ir a aquel lugar, aquel café antiguo que hacía esquina en la plaza, con aquellas mesas y aquellas sillas que habían albergado los culos de los más prestigiosos escritores, artistas e intelectuales de la ciudad. Y ahora, su culo. Era un vínculo, una cercanía, de alguna manera.

Hacía frío, y las personas que casi corrían por las aceras iban envueltos en abrigos, y guantes y gorros y bufandas.
Paquetes de regalo.
Pensó que era curiosa la manera en la que avanzaban en diferentes direcciones, a toda velocidad, cruzándose, en una coreografía perfecta, sin casi chocarse. Le pareció un buen plano para empezar. La cámara estática en un lugar externo al caos, y el caos dibujándose sólo enfrente del espectador. El espectador, claro, era él.

De pronto, una mujer. Lleva una chaqueta fina, y no tiene guantes, ni bufanda, ni gorro, pero sí un pelo castaño larguísimo recogido en la nuca. Es guapa, con una belleza de esas que permanecen camufladas, y que se dejan intuir en el tamaño de los ojos y de la boca, el color de la piel. Está desorientada, va más lenta que el resto y no parece saberse los pasos del baile. Es nueva, una forastera, como en las películas de vaqueros. Se sienta en un banco y se frota las manos, mientras observa a la gente, como él, como él observaba, porque ahora sólo puede verla a ella, en el banco, mientras el resto de la escena se difumina. Está esperando a alguien. Mira un pequeño papel que tenía en el bolsillo y eleva la cabeza. Es ese el edificio, y ese el banco. Se relaja. Sólo le queda esperar.

Espera a un hombre, seguro. Espera a un hombre que apenas conoce, amigo de un amigo de un amigo que la va a ayudar a instalarse en la ciudad. El hombre llegará, apurado, un poco tarde, colocándose aún la bufanda. No será guapo, pero sí atractivo, y llevará un abrigo de paño negro tres cuartos. Ella sonreirá levemente y se levantará a saludarle, él le dirá que se le nota que acaba de llegar, que cómo sale tan desabrigada. Ella reirá, nerviosa. Luego él la invitará a un café y le preguntará dónde se está quedando, cuánto hace que llegó y qué necesita, para ofrecerle inmediatamente su casa y sus servicios de guía turístico. Ella, tímida pero sin nada que perder, se dejará conquistar y pasarán una hora y veinte minutos de cinta enamorándose, dejando al novio del pueblo tras un serio conflicto amoroso-moral, y lléndose a vivir juntos, por fin, a una buardilla sin televisor. Fundido en negro.

El libro ya descansa honestamente cerrado sobre la mesa de mármol gris, y él se pide otro café mientras la ve mirar el reloj y el edificio, comprobar otras tres veces el papelito del bolsillo y envolverse todo lo que puede en su chaquetita de entretiempo. Por fin la chica se levanta, y él está a punto de levantarse también mientras la ve cruzar los tres carriles entre los coches y avanzar, calle abajo, hasta perderse de vista.

El espectador termina el café, paga la cuenta y sale de la cafetería apurado, enfundado en su tres cuartos de paño negro y colocándose aún la bufanda.

Sheila R. Melhem

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Eh, eh, sin faltar.

Anónimo dijo...

Sabes que. Yo no quiero ser espectador. Me gustaría ser un personaje tuyo. Escribeme tu los guiones.
Me supo a poco este pequeño relato. Quiero mas.

Anónimo dijo...

Corto... metraje

je

Anónimo dijo...

mmmmmmm. Y la vida se vuelve a ratos tan peliculera que da gusto.
GUau, guaU!!

Anónimo dijo...

Ah, corrientes invisibles de inventiva se transmiten de culo a culo en estos cafés.