Tomaba el café mirando de reojo el libro que tenía abierto sobre la mesa. Delante, la gran cristalera de la cafetería le permitía una vista privilegiada de los transeúntes y evitaba, además, -bendito efecto espejo- que los transeútes pudieran verle a él, una impunidad sagrada para cualquier voyeur. Le gustaba ir a aquel lugar, aquel café antiguo que hacía esquina en la plaza, con aquellas mesas y aquellas sillas que habían albergado los culos de los más prestigiosos escritores, artistas e intelectuales de la ciudad. Y ahora, su culo. Era un vínculo, una cercanía, de alguna manera.
Hacía frío, y las personas que casi corrían por las aceras iban envueltos en abrigos, y guantes y gorros y bufandas.
Paquetes de regalo.
Pensó que era curiosa la manera en la que avanzaban en diferentes direcciones, a toda velocidad, cruzándose, en una coreografía perfecta, sin casi chocarse. Le pareció un buen plano para empezar. La cámara estática en un lugar externo al caos, y el caos dibujándose sólo enfrente del espectador. El espectador, claro, era él.
De pronto, una mujer. Lleva una chaqueta fina, y no tiene guantes, ni bufanda, ni gorro, pero sí un pelo castaño larguísimo recogido en la nuca. Es guapa, con una belleza de esas que permanecen camufladas, y que se dejan intuir en el tamaño de los ojos y de la boca, el color de la piel. Está desorientada, va más lenta que el resto y no parece saberse los pasos del baile. Es nueva, una forastera, como en las películas de vaqueros. Se sienta en un banco y se frota las manos, mientras observa a la gente, como él, como él observaba, porque ahora sólo puede verla a ella, en el banco, mientras el resto de la escena se difumina. Está esperando a alguien. Mira un pequeño papel que tenía en el bolsillo y eleva la cabeza. Es ese el edificio, y ese el banco. Se relaja. Sólo le queda esperar.
Espera a un hombre, seguro. Espera a un hombre que apenas conoce, amigo de un amigo de un amigo que la va a ayudar a instalarse en la ciudad. El hombre llegará, apurado, un poco tarde, colocándose aún la bufanda. No será guapo, pero sí atractivo, y llevará un abrigo de paño negro tres cuartos. Ella sonreirá levemente y se levantará a saludarle, él le dirá que se le nota que acaba de llegar, que cómo sale tan desabrigada. Ella reirá, nerviosa. Luego él la invitará a un café y le preguntará dónde se está quedando, cuánto hace que llegó y qué necesita, para ofrecerle inmediatamente su casa y sus servicios de guía turístico. Ella, tímida pero sin nada que perder, se dejará conquistar y pasarán una hora y veinte minutos de cinta enamorándose, dejando al novio del pueblo tras un serio conflicto amoroso-moral, y lléndose a vivir juntos, por fin, a una buardilla sin televisor. Fundido en negro.
El libro ya descansa honestamente cerrado sobre la mesa de mármol gris, y él se pide otro café mientras la ve mirar el reloj y el edificio, comprobar otras tres veces el papelito del bolsillo y envolverse todo lo que puede en su chaquetita de entretiempo. Por fin la chica se levanta, y él está a punto de levantarse también mientras la ve cruzar los tres carriles entre los coches y avanzar, calle abajo, hasta perderse de vista.
El espectador termina el café, paga la cuenta y sale de la cafetería apurado, enfundado en su tres cuartos de paño negro y colocándose aún la bufanda.
Paquetes de regalo.
Pensó que era curiosa la manera en la que avanzaban en diferentes direcciones, a toda velocidad, cruzándose, en una coreografía perfecta, sin casi chocarse. Le pareció un buen plano para empezar. La cámara estática en un lugar externo al caos, y el caos dibujándose sólo enfrente del espectador. El espectador, claro, era él.
De pronto, una mujer. Lleva una chaqueta fina, y no tiene guantes, ni bufanda, ni gorro, pero sí un pelo castaño larguísimo recogido en la nuca. Es guapa, con una belleza de esas que permanecen camufladas, y que se dejan intuir en el tamaño de los ojos y de la boca, el color de la piel. Está desorientada, va más lenta que el resto y no parece saberse los pasos del baile. Es nueva, una forastera, como en las películas de vaqueros. Se sienta en un banco y se frota las manos, mientras observa a la gente, como él, como él observaba, porque ahora sólo puede verla a ella, en el banco, mientras el resto de la escena se difumina. Está esperando a alguien. Mira un pequeño papel que tenía en el bolsillo y eleva la cabeza. Es ese el edificio, y ese el banco. Se relaja. Sólo le queda esperar.
Espera a un hombre, seguro. Espera a un hombre que apenas conoce, amigo de un amigo de un amigo que la va a ayudar a instalarse en la ciudad. El hombre llegará, apurado, un poco tarde, colocándose aún la bufanda. No será guapo, pero sí atractivo, y llevará un abrigo de paño negro tres cuartos. Ella sonreirá levemente y se levantará a saludarle, él le dirá que se le nota que acaba de llegar, que cómo sale tan desabrigada. Ella reirá, nerviosa. Luego él la invitará a un café y le preguntará dónde se está quedando, cuánto hace que llegó y qué necesita, para ofrecerle inmediatamente su casa y sus servicios de guía turístico. Ella, tímida pero sin nada que perder, se dejará conquistar y pasarán una hora y veinte minutos de cinta enamorándose, dejando al novio del pueblo tras un serio conflicto amoroso-moral, y lléndose a vivir juntos, por fin, a una buardilla sin televisor. Fundido en negro.
El libro ya descansa honestamente cerrado sobre la mesa de mármol gris, y él se pide otro café mientras la ve mirar el reloj y el edificio, comprobar otras tres veces el papelito del bolsillo y envolverse todo lo que puede en su chaquetita de entretiempo. Por fin la chica se levanta, y él está a punto de levantarse también mientras la ve cruzar los tres carriles entre los coches y avanzar, calle abajo, hasta perderse de vista.
El espectador termina el café, paga la cuenta y sale de la cafetería apurado, enfundado en su tres cuartos de paño negro y colocándose aún la bufanda.
Sheila R. Melhem
5 comentarios:
Eh, eh, sin faltar.
Sabes que. Yo no quiero ser espectador. Me gustaría ser un personaje tuyo. Escribeme tu los guiones.
Me supo a poco este pequeño relato. Quiero mas.
Corto... metraje
je
mmmmmmm. Y la vida se vuelve a ratos tan peliculera que da gusto.
GUau, guaU!!
Ah, corrientes invisibles de inventiva se transmiten de culo a culo en estos cafés.
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