viernes, 2 de enero de 2009

semana de cine

en la escena de los dos personajes principales paseando por la playa consiguió distinguir a alguien más en la sala porque la pantalla iluminaba entonces como un proyector, como si interrogara preguntándole por qué tenían la manía de cogerle la mano en la primera cita ¿era necesario? le agobiaba y comenzaba a sudar en la palma, y desde ese momento perdía toda la concentración de lo que estaba viendo. él no quería mirarla otra vez y por eso echó un vistazo a las otras cabezas que sobresalían en el cine. no más de veinte personas: como unas siete parejas acarameladas, tres amigas y una persona sentada sola detrás en actitud vigilante. se repetía el mismo esquema de la semana anterior, e incluso la misma película, lo mismo daba, el caso era besarse con alguien y meterle mano, así seguiría aumentando su agenda. lo de la mano cogida lo arreglaría luego, ya que ahora era obligatorio dejarse llevar. tal vez ella no besaría como la de la semana pasada, tal vez no se dejaría tocar dentro de la blusa aquellos senos turgentes del viernes, pero debía probarla, ellas sucedían tan deprisa que a veces confundía nombres e imaginaba la cara de la anterior, pero si se mantenía en silencio en momentos puntuales nada extraño podía ocurrirle. solo se desconcentró en la escena delante del mar cuando el protagonista se suicidaba, porque la claridad de la luz escandiló sus ojos y creyó reconocer una cabeza familiar entre el público de su derecha. a unos 3 metros distinguió una pareja pegada, supuso que se agarrarían la mano también con las cabezas apoyadas entre las butacas. él continuó cogido de la chica hasta que terminó la película. nada más acabar un foco iluminó la sala y la gente empezó a salir. él, con un gesto algo antipático y sin mirar a su acompañante, se adelantó para ver las caras de aquella otra pareja justo a pocos metros de ellos. se quedó blanco cuando reconoció a la chica de la semana anterior, la de los senos turgentes, la que besaba carnoso y olía a melocotón, acompañada y agarrada de la mano de un tipo desconocido. tardaron en mirarse y ni siquiera sabía si le vería. cuando se reconocieron, como si fuera una jugada ensayada, ambos atravesaron con la mirada al otro, sin saludarse, haciendo ver que no se conocían. los dos, acompañados de sus parejas, quizás eventuales, salieron del cine en una profunda amnesia y anónimos de una semana mientras las luces de la sala volvían a apagarse para dejar entrar a los próximos espectadores.


octavio pineda

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Un pez

Lo cierto es que nunca le gustó el cine, y decía tanta milonga, tanto plano extraño, tanto gesto forzado o luz forzada o árbol forzado. Y esas melenas, tan lisas y tan estupendas. Por no hablar de los culos o las miradas o las despedidas. Tanto artificio. Porque siempre era artificio, nada era creíble, todo era irreal, inverosímil. Y no tenía tiempo, la verdad, para andarse parando a empatizar con cosas que aún no existían. O que nunca hubiera querido sentir, no nos engañemos. Esos llantos desgarrados, esos amores infames. Bastante tenía con lo que tenía. El acuario. Lo intenso del drama en aquel escenario. El vinilo fondo tropical. La luz. La piedra. El buzo. Ahora escondido. Ahora no. Ahora escondido. Las plantas. De adorno. El color fosforito de aquel pez raquítico. Y mirar. Todo el tiempo. A ver qué pasaba. Gratis, encima.
Así que sí, que iba al cine por las pibolas y todo eso, pero también porque había noches (de sábado) en que cerraban el acuario desde las dos y la tarde se le presentaba tan desierta que la idea de un cine no se le antojaba tan insoportable. Así que iba. Con alguna piba del chat y eso. Y no miraba la peli, porque no colaba, porque la vida no era eso, tanta conexión extrasensorial y tantas mierdas. La vida eran las piernas de la pibi. La falda cortita de la pibi. Los micromovimentos del brazo en el apoyabrazos oscuro. Pero Luis seguía pensando en el limpiafondos a pesar del vello erizado. Porque en la adolescencia se tiene vello, rebelde vello pero vello. Bellísimo vello tieso al contacto con vellos vecinos. Y Luis dale pensando en la cola mordida del luchador verde. El baile del pañuelo en la cola mordida en el agua. Y pum pum pum cada vez más fuerte. En la peli tal vez explosiones o bichos tresdé. Con pelo. Logrado, sí. Pero qué?. Las piernas de Marta. La boca de Elena. La falda pequeña de Luisa. Incluso la uña mordida de Pedro. Y el buzo escondido. Ahora no. Las burbujas. La piedra turquesa. Las algas. Bailando, bailando y la cola mordida, bailando en el agua los dedos, la arena, la arena en los dedos. La lengua de Marta el pescado el azul.
- Mañana traigo a mi hermana al Tesoro Escondido. Te vienes?
- No. Mañana es domingo. Y en Navidad, el acuario abre.
- Pero hoy también abrió
- No fastidies!
Laura Artiles

martes, 30 de diciembre de 2008

Corto

Tomaba el café mirando de reojo el libro que tenía abierto sobre la mesa. Delante, la gran cristalera de la cafetería le permitía una vista privilegiada de los transeúntes y evitaba, además, -bendito efecto espejo- que los transeútes pudieran verle a él, una impunidad sagrada para cualquier voyeur. Le gustaba ir a aquel lugar, aquel café antiguo que hacía esquina en la plaza, con aquellas mesas y aquellas sillas que habían albergado los culos de los más prestigiosos escritores, artistas e intelectuales de la ciudad. Y ahora, su culo. Era un vínculo, una cercanía, de alguna manera.

Hacía frío, y las personas que casi corrían por las aceras iban envueltos en abrigos, y guantes y gorros y bufandas.
Paquetes de regalo.
Pensó que era curiosa la manera en la que avanzaban en diferentes direcciones, a toda velocidad, cruzándose, en una coreografía perfecta, sin casi chocarse. Le pareció un buen plano para empezar. La cámara estática en un lugar externo al caos, y el caos dibujándose sólo enfrente del espectador. El espectador, claro, era él.

De pronto, una mujer. Lleva una chaqueta fina, y no tiene guantes, ni bufanda, ni gorro, pero sí un pelo castaño larguísimo recogido en la nuca. Es guapa, con una belleza de esas que permanecen camufladas, y que se dejan intuir en el tamaño de los ojos y de la boca, el color de la piel. Está desorientada, va más lenta que el resto y no parece saberse los pasos del baile. Es nueva, una forastera, como en las películas de vaqueros. Se sienta en un banco y se frota las manos, mientras observa a la gente, como él, como él observaba, porque ahora sólo puede verla a ella, en el banco, mientras el resto de la escena se difumina. Está esperando a alguien. Mira un pequeño papel que tenía en el bolsillo y eleva la cabeza. Es ese el edificio, y ese el banco. Se relaja. Sólo le queda esperar.

Espera a un hombre, seguro. Espera a un hombre que apenas conoce, amigo de un amigo de un amigo que la va a ayudar a instalarse en la ciudad. El hombre llegará, apurado, un poco tarde, colocándose aún la bufanda. No será guapo, pero sí atractivo, y llevará un abrigo de paño negro tres cuartos. Ella sonreirá levemente y se levantará a saludarle, él le dirá que se le nota que acaba de llegar, que cómo sale tan desabrigada. Ella reirá, nerviosa. Luego él la invitará a un café y le preguntará dónde se está quedando, cuánto hace que llegó y qué necesita, para ofrecerle inmediatamente su casa y sus servicios de guía turístico. Ella, tímida pero sin nada que perder, se dejará conquistar y pasarán una hora y veinte minutos de cinta enamorándose, dejando al novio del pueblo tras un serio conflicto amoroso-moral, y lléndose a vivir juntos, por fin, a una buardilla sin televisor. Fundido en negro.

El libro ya descansa honestamente cerrado sobre la mesa de mármol gris, y él se pide otro café mientras la ve mirar el reloj y el edificio, comprobar otras tres veces el papelito del bolsillo y envolverse todo lo que puede en su chaquetita de entretiempo. Por fin la chica se levanta, y él está a punto de levantarse también mientras la ve cruzar los tres carriles entre los coches y avanzar, calle abajo, hasta perderse de vista.

El espectador termina el café, paga la cuenta y sale de la cafetería apurado, enfundado en su tres cuartos de paño negro y colocándose aún la bufanda.

Sheila R. Melhem

lunes, 29 de diciembre de 2008

Distancias medias

Poseía una belleza de una sofisticación antigua cuyas claves de interpretación habían desaparecido de la faz de la tierra. Tierra que estaba entonces, a sus 17 años, circunscrita a la comarca de su pueblo como esos mapas antiguos en los que el mundo conocido aparece rodeado de una anillo de agua intraspasable.
Sus delicadas líneas, hechas para las distancias medias, no despertaban ardientes deseos en los hombres. Despertaba una suerte de tibia sensualidad con la que no se conformaba asegurando que hoy los hombres nos prefieren más hembras que divinas.
El orden de las cosas había sido invertido y su belleza clásica pasaba por normal entre unos tipos que para descubrirla no sólo habrían tenido que cruzar el océano sino además atravesar el túnel del tiempo. Pero aquello se le antojaba improbable pues a los más hermosos chicos de la comarca el cine antiguo les parecía tan aburrido como remilgado, del mismo modo que no confiaba en que por ellos mismos repararan en las peripecias de las que una cámara es capaz para volver irresistible a una mujer vulgar. Sin los trucos de astucia de la cámara, la belleza pérfida de éstas no usurparía el templo de las diosas.

Jorge Plaza

domingo, 28 de diciembre de 2008

Texto IX

Y, en un principio, el cine procuraba imitar con todas sus fuerzas a la vida. No era fácil, claro: las películas eran mudas, en blanco y negro, demasiado cortas.
¿Cuándo tuvo lugar ese instante en que la vida comenzó a imitar al cine y a olvidarse de ella misma? Al final, la memoria no es otra cosa que el guión de nuestra vida. Based on a true story, sí, pero llena de alteraciones que benefician el ritmo y el interés y las posibilidades dramáticas de la trama y nuestro escaso e insuficiente talento actoral. La memoria es esa herramienta que utilizamos para poder olvidar.
El cine es la amnesia.
Rodrigo Fresán, Jardines de Kensington