miércoles, 24 de diciembre de 2008

Se alquila habitación en piso compartido.

Desde que abrió los ojos supo que era el día.

No le hizo falta, como otras mañanas, tambalearse hasta la cocina, encender mecánicamente un fósforo y acercarlo al hornillo de gas, sentarse delante de la ventana de la cocina con los ojos entornados, ni despertarse progresivamente al ritmo del hervir del agua del té, tomando conciencia poco a poco de quién era, y qué hacía y en qué día vivía.

No hizo falta porque en cuanto abrió los ojos se sentó en la cama como un resorte y miró el móvil para comprobar que faltaban 5 minutos para que sonara la alarma.

Pudo incluso escucharla marcharse de casa, y descubrir que era especialmente escandalosa entrando y saliendo del baño, metiendo las llaves y el móvil en el bolso, cerrando la puerta de la entrada.

Blam.

Había llegado el momento.

Se levantó muy excitado y muerto de vergüenza, negándose a sí mismo el sentido de todo aquello y, sin embargo, ya se estaba colando en el cuarto de Andrea, buscando minuciosamente pelos en su almohada, para descubrir minutos después un cepillo repleto en la mesa, debajo del espejo. Se miró entonces un momento: los calzoncillos con agujeros, la media erección, y especialmente la maraña de pelo enredado que llevaba en la mano derecha le proporcionaban, en conjunto, un aire inquietante, como de loco.

Pero no, él no estaba loco, sólo iba a probar, sólo era... por si acaso, mira tú, qué podía perder.

Por si acaso sacó la foto de Alberto del portarretratos, ojalá no le pasara nada, pobrecito, tampoco era eso. Abrió el cubo de la ropa sucia y buscó unas bragas, que olió ligeramente, sin ensañarse, y corrió, cargado con el botín, a encerrarse de nuevo en su habitación, antes de que se despertara Ming y fuera a buscarle para contarle que otra vez había soñado en español y que salía el profesor de técnicas II.

Cerró la puerta, tres vueltas de llave.

Se sentó en la alfombra, y colocó el recipiente de acero inoxidable entre sus piernas, allí, los pelos de las bragas, los del cepillo y la limadura de sus uñas, que añadió sobre la marcha, y que, ahora que se fijaba, estaban bastante largas y no muy limpias- tenía que cuidarse más, a partir de ahora-, ardieron bien junto a la foto del pobre Alberto. En el libro no decía nada de aspirar el humo negro de la hoguera, pero él lo hizo y se mareó un poco. La música de Kenny G tampoco era imprescindible, pero le pareció que creaba ambiente. Luego sacó el bote de aceite de palma y lo miró un momento a contraluz, amarillo, luminoso, antes de verterlo suavemente en el bol y mezclarlo con las cenizas, al tiempo que repetía, bajito: "este es el ser elegido, este es el ser elegido"

Ya sólo quedaba el último paso, el más importante.

"No hagas planes esta noche, he alquilado unas pelis y voy a hacer una ensaladita de esas que te gustan... umm"


3 comentarios:

Anónimo dijo...

(con un poco de suerte era un piso nuevo y no había murciélagos ni alacranes)

Anónimo dijo...

Mis reverencias. Ah! Y que...mucha suerte, aunque no haga falta, claro. La Magia es la Magia.
Te lo digo yo!

Anónimo dijo...

Siempre he sospechado que Kenny G era la banda sonora ideal para una sesión de hechicería.