lunes, 1 de diciembre de 2008

CaprichoS

La premedicaron con pentotal sódico a dosis muy bajas. Cuando ya estaba vestida para la cirugía en aquel vestíbulo que hacía las veces de hospital, el ayudante del cirujano, que al mismo tiempo era el ayudante del anestesista, cayó en la cuenta de que no quedaba ni una ampolla de buprenorfina. Ni de midazolan. Ni de propofol. No era bueno que tras tres semanas de abrir el chiringuito, empezáramos a tener retrasos con los pacientes quirúrgicos, perderíamos clientes, se dijeron los tres socios con un golpe de vista.
Amaya quería estirarse los ojos. Detestaba su mirada bovina. Quería un buen par de ojos rasgados en su cara morena. Y a eso fue. Cuando vio a los tres embatados y enguantados señores mirarse de aquella manera tras rebuscar en la pequeña estantería de metacrilato que guardaba los inyectables, pensó, ellos sabrán. Y sonrió. Fue su última sonrisa de ojos redondos. Luego fue todo sonrisas. El cirujano se desmadró un poco tirando durante la cirugía y la piel no quiso ceder más de dos milímetros luego. Amaya sonrió efusivamente durante el resto de los días incluso cuando lloraba. Y mira que luego le tocó llorar…

No estuvieron más de noventa minutos con la paciente dormida en quirófano. El ayudante de cirugía cosió las lenguas de piel detrás de las orejas. Le habían prometido dejarle suturar a los pacientes una vez por semana, para que fuera practicando con el instrumental y pudiera parecer un ayudante solvente en menos de tres meses. El ayudante dio el último punto, cortó con las tijeras de hilo el plástico absorbible que agarraba la piel de Amaya al resto de su cabeza, cerró el gotero y dejó a la paciente que despertara tranquila.

Amaya sintió los ruidos lo primero. Pero no pudo moverse aún ni preguntar cómo había ido. Al despertarse y vestirse y calzarse (el chiringuito daba el alta en el instante), Amaya no hizo caso siquiera a su sonrisa perenne, pues pensó que eran lógicos la hinchazón y los moratones y que ya se le pasaría. Había ido sola. En casa se habrían preocupado mucho y no hacía falta. Era sólo un capricho. Para contentarse a ella. Aunque seguro que al verla tan guapa, todos se alegrarían.

Los niños en casa la recibieron espantados. Amaya era una masa violeta envuelta en gasas y esparadrapo. Su marido le preguntó quién narices le había hecho tal cosa y el más pequeño gritaba mientras se golpeaba contra la pared en plan kamikace.
- Cariño, estás bien? Dime que estás bien.
- Estoy estupenda, no lo ves?- sonreía, igual que hacía dos minutos
- Pero Amaya, qué ha pasado? Siéntate, ven- le ofreció su brazo y le agarró la mano, compungido, el marido- puedes?
- Claro que puedo, mírame
- Es que da un poco de cosa mirarte, cariño
- Pero si tengo los ojos rasgados, estoy espectacular!- sonreía, la piel tirante, el zumbido de la anestesia todavía en los oídos
- Hijo, para ya, compórtate como un ser humano- le dijo el marido al niño
- No sé bien por qué le sigues llamando hijo, si no sabemos de quién era la muestra
- Cariño, estas loca?
El niño berreaba y decidió ponerse a girar haciendo una hélice con sus piernas mientras rompía la porcelana que a Amaya le gustaba colocar justo ahí, en el rodapiés del salón
- ¿Qué dijo mamá?- dijo el niño entre el escándalo de la cerámica y su respiración
- Nada, cariño, nada- El marido buscó entre la masa violeta los ojos de su mujer para increparla, pero Amaya no debió ver nada
- Que no sabemos de quién eres, hijo, hace tiempo fuimos a un sitio y les dijimos que me metieran en la barriguita los bichitos de un desconocido y al tiempo naciste tú.
- Amaya, por favor, vas a traumatizar al niño-
- Qué dices, mamá?- Los padres miraron al chiquillo. Amaya aún sonreía ajena a la siniestra expresión de su cara. El niño se había levantado del suelo en una voltereta, y se despejaba el pelo de la frente brillante del sudor. Los miró fijamente, extrañado y odioso al mismo tiempo, esperando que sus padres se explicaran.
- En realidad, es que si lo piensas- siguió Amaya- es una suerte que no vayas a heredar el perfeccionismo obsesivo de tu “padre”- y dibujó las comillas con los dedos ante la mirada atónita de los demás - aunque viéndote, qué quieres que te diga, hijo, no me extrañaría que fueras sangre de un pobre tarado cualquiera- y se quedó pensando Amaya. El salón en un silencio pesado y mareante. El zumbido en el tronco del oído, en las muelas- Yo es que no me explico qué clase de lección quiso darme la vida con ustedes…


Laura Artiles

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡qué bueno!

Anónimo dijo...

relindo coloc!!!!

Anónimo dijo...

al menos no heredará la mirada bovina de su madre...