viernes, 5 de diciembre de 2008

Petanca

Oh, pobre de ti, querido, cuánto mal te he hecho en esta noche
y cuánto mal me he hecho a mí también.


Esta vieja pícara es traviesa… perdónala.
Así se disculpaba Doña Eugenia ante su marido recién dormido. Le acariciaba el pelo y le miraba –pobre, qué cosas te hace tu mujer…

Hora y media antes estaban sentados en el salón de su casa. La cena estaba recién hecha y Antonio descorchaba un vino que ella había comprado especialmente para la ocasión. Cenaron una sopa y una ensalada de lechuga, tomate, trozos de pollo y nueces. Mientras comían, Antonio refirió cierto acontecimiento insólito que le ocurrió durante su partida matutina de petanca. Pretendía convencerla de que cierta ráfaga de viento se alió con él para impulsar la pesada bola lo justo como para hacerla caer en el lugar apropiado. Basta con pedírselo… al viento claro –aseguraba- y dado que era viento del sur hay que hacerlo en su propia lengua, en este caso el árabe. Sabes que serví en el norte de África y que esta lengua no tiene ningún secreto para mí.
A doña Eugenia no le molestaban las mentiras de su marido, de hecho le gustaban. No eran maliciosas ni tampoco vulgares, ni de esas que urden los mentirosos al uso. Él mentía por defecto sin faltar a la verdad. Lo que ocurría era simplemente que en sus discursos ésta perdía el papel protagonista para quedar relegada a un segundo o tercer lugar, si no entre bastidores.
Pero aquella noche Doña Eugenia quería saber algo. Y ese algo lo quería sin disfraz. Hacía semanas que le daba vueltas a un desgraciado suceso de juventud no del todo aclarado entonces. Una vieja sospecha de una temprana infidelidad venía a atormentarla ahora de nuevo, tantos años después. Ahora –pensaba- ya estoy preparada para saber si realmente ocurrió.
Y alguien le mencionó el pentotal como el medio más efectivo para obtener la verdad de labios de su marido. Disuélvelo en la sopa y hablará.

Esa lengua endemoniada –siguió diciendo Antonio- es una … una… -comenzó a titubear. De pronto ni las ideas ni las palabras que las transportan le afluían como de costumbre. En breves minutos pasó de tramar historias con pasmosa facilidad a no poder más que concatenar tres ideas seguidas. El árabe… los espesos bosques del Rif… la gruta de Alí Baba… y los mismos gestos incluso que antes le servían para ilustrar sus relatos, ahora mostraban con mayor elocuencia si cabe los síntomas claros de una repentina indisposición lingüística. Antonio estiraba el cuello y metía hacia dentro la barbilla como quien espera eructar y con ello librarse de aquel incómodo lapsus. Imposible. Después trató de hacerlo girando a derecha e izquierda lentamente el cuello hasta hacer crujir sus cervicales. En vano. Antes de que pudiera darse cuenta incluso, se había quedado completamente en blanco, pero Antonio, lejos de resignarse y callar, luchaba como un púgil golpeado que apenas se tiene en pie pero que intenta mantenerse en el cuadrilátero para, oh fatalidad, recibir el golpe tremendo que termine con sus huesos definitivamente en la lona. Y su cuadrilátero, ese que conocía tan bien, no era otro que el de la ficción, donde siempre se había mostrado ágil como un pez y eléctrico como una anguila. Carente de ideas, su discurso se volvió una carcasa vacía, un carromato estéril que, aparte de a sí mismo, no transporta mercancía alguna. Sus esfuerzos últimos por no someterse a la voluntad abrasiva de la verdad fueron los propios de un pez ya pescado cuyas últimas energías consagra a voltear su cuerpo en tierra. En su caso, como el que trata de hacer tiempo a la espera de que alguna idea le sobrevenga de pronto, su discurso era una estéril concatenación de pleonasmos: el árabe, esto es… por tanto… según tengo entendido… eh…sin embargo… claro está… como no podía ser de otro modo… por consiguiente… y esto es absolutamente incontrovertible…
Pero ¿de qué le servían si entre ellos no había ideas? Cuándo se ha visto un edificio construido sin ladrillos, piedras, hierros y otros materiales. De argamasa no se levantan muros, no se tienden aceras, ni erigen campanarios, ni levantan catedrales, ni edificios, ni casas, ni ciudades.
Poco después Antonio estaba exhausto. Ahora podía ver con claridad la futilidad de sus ridículos conatos. A los demás podría engañarles, pero a él, imposible. Consciente de que su discurso era un páramo estéril, un yermo abandonado, calló definitivamente.
Ahora Doña Eugenia tenía vía libre, sólo había que formular las preguntas apropiadas. Y para no equivocarse se propuso seguir al pie de la letra la lista de preguntas que le facilitaron. Pero no pasó de la primera y protocolaria ¿Eres Antonio Díaz Mújica, verdad?
La respuesta dejó a Doña Eugenia confusa y desorientada; destemplada y llena de una mezcla de pánico y lástima se apresuró a llevarse a su desnaturalizado marido a la cama y obligarle a dormir entre arrullos y nanas.

Ésta fue su respuesta.
Antonio Díaz Mújica me llaman. Pero soy solamente un hombre más. Tengo casi ochenta y seis años y desde hace casi el mismo tiempo lucho por seguir vivo. Respiro para vivir, como para vivir, miro, huelo, palpo, oigo y saboreo para seguir viviendo. Por vivir, he jugado como un niño y he amado como un hombre. He mirado de frente y he bajado la vista casi el mismo número de veces. Me he fallado a mí mismo y te he fallado a ti. La costra del pecado, esa, qué duda cabe, la llevo pegada a mi frente. Pero te he amado más que te he fallado de igual modo que me he amado más que me he fallado, y por eso sigo vivo. Hombre soy, mortal de condición, y por tanto pronto moriré. Para vivir, no he encontrado mejor medio que éste que conoces. No sé si es el mejor, pero aquí estoy. Antonio Díaz Mújica, qué importa eso, es solo un nombre más, uno de tantos que se han desvivido por vivir, Dios me perdone.


Jorge Plaza

3 comentarios:

Anónimo dijo...

buena diatriba o 5 horas con alguien o qué sé yo... jejeje, Jorge, tu prosa fluye para hasta disfrutarse.

Miércoles

Anónimo dijo...

Eres el verbo "lihero". Disfruto mas incluso que con la naúfraga marina, Capitán. Antonio Lozano

Anónimo dijo...

un peso lihero parecían ciertos excursionistas el otro día en la ciudad condal. Demasiado lihero para tamaña pegada. Lozano, a ver cuándo se anima usted a dejar algo por el tránsito de pasajeros...
Un abrazo