lunes, 24 de noviembre de 2008

Impostura

- Se le ve sorprendido, profesor ¿le ha cogido por sorpresa este premio?
- Sí, sin duda... ha sido... una grata sorpresa
- Venga, señor Mendoza, no nos querrá hacer creer usted que no le habían avisado de que estaba entre los finalistas

Sí, sí, claro que estaba avisado, claro que me llamaron anoche, mi editor, para decirme que finalmente se había decidido fallar este año a mi favor. No es eso lo que me sorprende, deben ser los flashes, los micrófonos, la expectación.

- No, no, claro que no, es... estrictamente confidencial, me he enterado unos minutos antes que ustedes.
- Bueno, pero siendo usted el máximo experto en Fürler, y habiendo recibido ya otras condecoraciones de prestigio como el Jovellanos el pasado año, debía saberse usted entre los favoritos
- Sí, claro, siempre hay quinielas, pero sólo son eso, predicciones...

Di las gracias, intenté avanzar entre la multitud, necesitaba entrar en la sala, estar rodeado de los míos, aquellos que confiaban en mí, que me habían hecho llegar a donde estaba, justo en el centro de aquella nube de cámaras y grabadoras. Por fin logré atravesar la puerta.

- ¡Enhorabuena! – Antonio se acercó hasta mí triunfal, como si el premio lo hubiera ganado él, y en parte, así era – ¿Ves como tenía razón? Te dije que al final cederían... ¿Estás bien?

No estaba bien, estaba sudando. En la sala había una mesa enorme llena de ejemplares de mi libro de 300 páginas, el ensayo definitivo sobre la obra de Fürler, para el que me había centrado, como hilo conductor, en la consecusión definitiva de todo su trabajo, el mar al que iba a parar la corriente de cada uno de sus relatos, de sus novelas cortas, incluso sus artículos de crítica nacían y morían en esa novela que no escribió hasta los 60 años, pero que en rigor había estado escribiendo toda su vida. Esa era mi hipótesis, y la había demostrado con creces, analizando cada uno de sus trabajos previos y situándolos como germen incosnciente de su gran obra, haciendo gala, de ese modo, de un dominio total de la misma.

- Oye, oye, oye, ven aquí – Antonio me cogió por los hombros y me acompañó a los sillones de la sala contigua, mientras me hablaba con la voz de las confidencias – sé que esto abruma ¿vale? Toda esa gente ahí fuera, haciéndote preguntas... Esto no es como el Jovellanos, y sé que lo sabes, se trata de un premio muy mediático, tendrás que aguantar todo esto, pero sabes que vale la pena...

Antonio había sido mi editor desde el principio, desde que gané el certamen para jóvenes investigadores que organizaba la editorial. Se trataba de un breve ensayo sobre un libro de relatos de Fürler, El Vértice (Der Scheitelpunkt). Era un libro de juventud, bastante fácil de analizar, pero Fürler es un autor arduo, con mucha producción, y no hay muchos trabajos en torno a su obra. Por eso cobra especial importancia mi último libro sobre La senda de la guerra (Der Kriegspfad), que así es como se llama la obra cumbre del autor. Este libro, largo, complejo, posee tantas claves de interpretación que precisa conocer a fondo la obra del escritor, no ya para interpretarlo, sino tan sólo para entender su lectura más superflua. Yo había escrito 300 páginas sobre esta obra indescifrable, y me merecía el premio, y el reconocimiento, y la buena marcha de las ventas.

- Tienes que estar tranquilo, te lo mereces, has trabajado mucho en este autor,lo has trabajado más que nadie ¿conoces a alguien que ni tan siquiera se haya leído en condiciones ese libro?

Todo empezó por casualidad. Yo conocía bien la obra de Füler, es cierto, había leído todos sus trabajos periféricos, su obra menor, incluso había realizado una estancia en la Universidad de Erfurt traduciendo unos textos inéditos que se conservan en la cátedra que lleva su nombre. Sin embargo no había empezado aún a trabajar, ni tan siquiera a leer La senda de la guerra.
Fue entonces cuando se organizó aquel congreso: “Obras cumbres de autores europeos del s XX”, y mi director de tesis se empeñó en que participara. Era un congreso importante, bueno para mi currículum y para el currículum del departamento.
Todo fue muy rápido. En un fin de semana me leí todas las reseñas que encontré sobre la obra, revisé algunos fragmentos, los trabajos parciales que existían, y llené los huecos con lo que conocía sobre el autor, que era mucho. Pude resolver holgadamente un texto de 20 páginas, y mi intervención en el congreso fue todo un éxito. Realmente parecía que conocía a fondo el libro, y sin haberlo leído.
Desde luego, tenía mérito.
Pronto empecé a despuntar como experto, a ese artículo le siguieron otros, y conferencias, y estudios comparativos con otros autores. Era todo tan rápido, que ya no hubo tiempo de rectificar.
Sin embargo, aquella tarde, al llegar a la puerta del recinto y percibir toda esa expectación empecé a notar una inquietud desconocida, un nudo en el fondo del pecho. Pasamos al auditorio y los disparos se multiplicaron. Era un auténtico tiroteo y yo, que pasaba por ser la diana, me coloqué tembloroso en la mesa central, junto a mi editor, Antonio, y mi mentor, que me esperaba con una sonrisa cómplice sentado en la silla de la derecha. Oí mi presentación como desde lejos, como si estuviera sentado entre el público, al fondo de la sala, y pensando en otra cosa. Cuando por fin me tocó hablar, aún se oía alguna garraspera, algún flash, pero en general reinaba un silencio que me aplastaba la cabeza. Cogí mis papeles y pude leer:

"Wolfgan Füler, justo antes de morir, en un último esfuerzo tomó aire y cogiendo de la mano a su asistente, que le acompañaba en su lecho de muerte, acertó a decir: Mi vida tiene sentido porque vive mi obra. Puedo morir tranquilo porque he dicho hasta la última palabra: La senda de la guerra"

Ya no oía nada más que mi propia voz, mi propia pausa. Noté como el calor me subía hasta las mejillas, bebí agua, y miré de frente el tablero de la mesa, blanca, blanquísima

"Pero, al fin y al cabo, yo no estaba allí, y ni siquiera conocí al asistente, así que... quién puede asegurarlo"

Llegué a casa tarde y despeinado. Me serví una copa. Abrí el libro.

Sheila R. Melhem

1 comentario:

Anónimo dijo...

sublime y trabajado, rebien.

el hombre-jueves