sábado, 15 de noviembre de 2008

aislado

En el año 1623 Rodrigo de Iríbar, Vizconde de Vitoria, ordenó levantar un torreón de madera y pieles donde colocaría una talla de bronce de la virgen de Aporúa, en uno de los valles desiertos de la ciudad de Aimixiala, lugar santo según los habitantes de la zona pertenecientes a la tribu de los pitztecas. El caballero de Iríbar financió el trabajo y revisó los planos de la obra, implicándose principalmente en el diseño de aquella pequeña fortificación y las defensas que deberían soportar el ataque y el vandalismo de los indios que aún residían en la región. Preocupado por ello, mandó abrir zanjas de cuatro metros de profundidad y cinco metros de ancho que rodearan aquella extraña torre. Luego, a través de un proceso de canalización y desvío de las aguas que bajaban de los montes por un pequeño riachuelo, rellenó los enormes agujeros hasta que la construcción de madera y piel pudiera ser divisada desde lo lejos como una figura magnífica, introducida en una pequeña isla que emergía de aquel valle estéril. Uno de sus capitanes reclutó a los hombres más hábiles para que prepararan el puente, una vez concluída la obra. A lo que el Vizconde de Iríbar, respondió con cierta parsimonia y elegancia negando cualquier conducto o conexión que tratara de unir ambas orillas. Solo él podría cruzar el diminuto mar en una barcaza pequeña traída desde la península de Exmicoxa. Su sueño, según escribió en las memorias que fueron encontradas en el interior del torreón hace más de un siglo, era inventar una isla en medio de un valle. Allí quedó encerrado una veintena de años en la casi estricta soledad (salvo por los envíos de comida hechos por aquellos indios con los que compartía el espacio del valle) y allí murió. Su cuerpo fue enterrado luego por los piztecas dentro de aquellas aguas poco profundas, en aquel mar que él, Vizconde de Iríbar, había inventado y había previsto para que fuera su paraíso y su ataúd.

             
                                                                                                                                              octavio pineda

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ahora no sé si sonreirme o llorar.
Bravo, coloc

Unknown dijo...

A veces los sueños se hacen tan obsesivos que son destructores. Y yo me pregunto: ¿se puede ser feliz en la soledad? Este cuento me recuerda mucho el relato trágico de "Into the Wild". Tu cuento es la representación perfecta del a-islamiento. Pues, a compartirlo que así es como se disfruta de verdad!
Bisous de Pulón.