… rehusé en cierta ocasión ser amante de esa joven, quizás la más amable que haya conocido; y todo por merecer a ojos de Dios que Métilde me amara…
Stendhal, Recuerdos de egotismo.
Stendhal, Recuerdos de egotismo.
Hace cosa de un mes me encontré con un viejo amigo de la facultad, éste me refirió un hecho insólito. Me dijo que haría como dos meses que, estando en la oficina de la sucursal bancaria para la que trabaja, apareció por allí Eduardo Ginés. Creo que me contó el suceso con la esperanza de que tal vez yo le ofreciera alguna información que explicara cuanto de confuso tuvo aquel encuentro, y es que Eduardo y yo habíamos sido muy amigos durante el periodo universitario. Pero lo cierto es que hacía años que no sabía prácticamente nada de él.
Me explicó este amigo que reconoció a Eduardo nada más verle y que se alegró hasta el punto de levantarse de su silla y dirigirse hacia él. Pero que al llamarlo por su nombre, Eduardo contrarió el gesto y le dijo –disculpe, creo que está confundido. Pero él estaba casi completamente seguro de que aquél no podía ser sino él, de modo que, tras unos segundos de extrañeza, volvió a espetarle –¿no es usted Eduardo Ginés, de la facultad de filología?, pero aquél volvió a negarlo tal y como lo hiciera anteriormente solo que esta vez añadió un “siento no poder ayudarte Santiago”. Este amigo quedó extrañamente confundido, tanto por el hecho de que efectivamente se llamaba Santiago, cosa que de tratarse de un extraño no tendría por qué saber, como porque aquel rostro, el porte, los movimientos incluso y la voz sobretodo eran sin duda las de Eduardo. Y durante su exposición de los hechos debo hacer constar que remarcó especialmente esta impresión.
Aquello, en un principio, me recordó que una vez había tenido un buen amigo que se llamaba Eduardo. En cuanto a lo que me comentó Santiago, la verdad, no le di mucha importancia.
El caso es que me propuse retomar el contacto con mi viejo amigo de la facultad, pero fue infructuoso. Primero lo intenté llamando a su viejo móvil. Después por mail. Y ya por último, rebusqué en mi vieja agenda a la búsqueda de alguna otra pista que me llevase hasta él. Encontré el número de teléfono de su casa paterna. Hablé con su madre. No sabía nada de él y parecía bastante afectada. Después hablé con su hermana. Ella me comentó algo acerca de algún episodio parecido al que vivió Santiago. El caso es que me interesé por el asunto y esto es lo que cuento a continuación reunidos los testimonios que he podido recabar.
Grenoble. Mes de julio. Sopla una leve brisa alpina que hace sonar, ligeras, las hojas de los árboles. Pero hace calor. Eduardo y Esther están de vacaciones. Hace dos días que llegaron y Esther insiste en seguir rumbo a Milán. Fue él quien insistió en conocer la ciudad. El motivo: la enorme veneración que siente por Stendhal. ¿Pero no decías que Stendhal odiaba Grenoble?, la odiaba, sí. Pero era como ella. Su escritura es franca, plana, directa. Y esta ciudad, ya ves, también lo es. No tiene subterfugios.
Están en una terraza. Es temprano. De pronto pasa ante ellos un peculiar personaje. Un tipo rechoncho, de altura media, rostro grueso, enormes patillas y lo más peculiar, lleva un traje de época. Nadie parece sorprenderse. Eduardo lo reconoce al instante ¡Pero éste va disfrazado de Stendhal! Vamos, le dice a Esther. Pero ésta está aburrida y le dice que mejor le espera allí sentada tomando tranquilamente su café. Mejor, piensa él.
Eduardo sigue a Stendhal desde la calle de Henri Beyle hasta una calle estrecha que da al al río Isère. Allí, el notable escritor francés se introduce a través de una casa con entrada ajardinada hasta una puerta que desciende a un sótano. Sobre su puerta hay un cartel, viejo, de madera, donde pone Musée d’Henri Beyle. Eduardo está confuso. ¿Por qué no había oído hablar de ese museo antes? Y además, en esta calle recóndita… enterrado entre dos enormes y elegantes edificios de ventanas batientes tipo puertas y tejados en mansarda. Y ese cartel, minúsculo y dentro del jardín, imposible de ver a menos que te asomes. Le pareció extraño, pero le encantó el descubrimiento. Vaciló un instante entre volver o no a por Esther. No, mejor entrar solo, además a ella no le interesaría.
Traspasa el umbral de la puerta. Desciende a través de unas escaleras oscuras de madera. Crujen. Una vez abajo (luz tenue de bujías) Stendhal charla amigablemente con la recepcionista del museo. Éste se quita la peluca, está completamente calvo. Después se pierde por un pasillo.
La mujer le da la bienvenida a Eduardo al museo de Henri Beyle. Le dice que se trata de un museo diferente pero no único, es de ese tipo de museos que ideó el checo Stepanek. Su razón de ser se basa en una sola idea: experimentar la alteridad. ¿Qué querrá decir? Eduardo lo descubre enseguida. Una vez paga su entrada, es conducido por el mismo pasillo a través del cual se perdió Stendhal. A mano izquierda hay una puerta. Tocan. Abre una mujer. Esta habitación está muy bien iluminada por largos tubos de neón de luz blanca. Siéntese por aquí.
Comienza su incursión en la piel de Stendhal. El trabajo es laborioso. Aquella mujer se encarga de caracterizarle. No tarda tanto, conoce bien su trabajo. Una vez terminado, no se le permite mirarse en el espejo. Se nota el rostro pesado y tirante. Ahora vístase, pero antes póngase esto (goma espuma), Stendhal era barrigón. Y ahora la peluca. Así está perfecto…
Salen al pasillo. Un poco más adelante se abre otra puerta. Pase. Ahora va a estar solo durante un rato, si algo le inquieta y no puede soportarlo no tiene más que tocar a la puerta. Yo misma le abriré.
Interior de la sala. Ésta está completamente a oscuras. Todo está en silencio. Se nota extraño con la barriga abultada. En cuanto al rostro, lo siente como acartonado. Tan solo los ojos diría que son suyos, pero los siente como atrapados detrás de una careta. No obstante no puede ver nada.
Oye la voz de un hombre mayor que le llama hijo sin el menor rastro de cariño. Se trata de una grabación. Después proyectan una imagen en la pared. Un niño en el entierro de su madre. Visiblemente triste, sollozando. Un hombre (¿el de la voz?) le mira desde el otro lado del ataúd. Algo en su mirada la hace insoportable. Es inquisitiva, rencorosa. Después las burlas en el cole “chino”, “gordinflón”. Las voces y la proyección duran como veinte minutos, poco le produce un feedback agradable. Después se encienden las luces. Se trata de una habitación pequeña y rectangular. Vacía. Salvo a sus espaldas, donde hay un espejo.
Su reflejo en el espejo le produce una gran impresión. Su rostro es grueso, tiene papada, flácidos carrillos, una nariz rechoncha y unos ojos nimios entre tanto bulto. Muchas cosas no le gustan de esa cara.
Antes de salir de aquel cuarto, volvió a apagarse la luz y volvieron a recrearse sensaciones diversas derivadas de vivencias del escritor francés. Desagradables imágenes de un París sucio, frívolas escenas de salón con damas que no mostraban interés por él, imágenes de Rusia, Alemania, Londres, Milán. Y algo realmente hermoso, una pieza de Mozart para clavicordio, donde los sonidos redondos y etéreos (como pompas de jabón) que emanan de éste se mezclan con las líneas claras (como de lápiz) del violín.
Una vez fuera de la sala, la señorita de la recepción invitó a Eduardo, Monsieur Beyle, a dar, si lo consideraba oportuno, un paseo por Grenoble. Si tiene un alma nostálgica, le recomiendo un paseo por el río, pero cuidado con mirarse en él, pues es sabido que deja un recuerdo indeleble en la memoria de los nostálgicos.
Eduardo dio un paseo por Grenoble. Ciudad situada a los pies de los Alpes, allí donde estos son sorteados por el sinuoso río Isère. De pronto se acordó de Esther. Se apresuró a ir hacia el café. Desde lontananza observó que todavía estaba allí, visiblemente inquieta por su tardanza. Pero antes de acercarse quiso realizar un pequeño requiebro. Caminó por la acera de enfrente hasta unos árboles y desde allí la observó unos minutos. Hojeaba una guía de viajes, miraba el reloj y buscaba a alguien a través de las calles. Creía saber a quién, a Eduardo, su novio. Al poco Esther reparó en su presencia entre los árboles y algo, algo como una mezcla de sorpresa y terror ensombreció su mirada, por lo demás dulce, de Métilde.
Me explicó este amigo que reconoció a Eduardo nada más verle y que se alegró hasta el punto de levantarse de su silla y dirigirse hacia él. Pero que al llamarlo por su nombre, Eduardo contrarió el gesto y le dijo –disculpe, creo que está confundido. Pero él estaba casi completamente seguro de que aquél no podía ser sino él, de modo que, tras unos segundos de extrañeza, volvió a espetarle –¿no es usted Eduardo Ginés, de la facultad de filología?, pero aquél volvió a negarlo tal y como lo hiciera anteriormente solo que esta vez añadió un “siento no poder ayudarte Santiago”. Este amigo quedó extrañamente confundido, tanto por el hecho de que efectivamente se llamaba Santiago, cosa que de tratarse de un extraño no tendría por qué saber, como porque aquel rostro, el porte, los movimientos incluso y la voz sobretodo eran sin duda las de Eduardo. Y durante su exposición de los hechos debo hacer constar que remarcó especialmente esta impresión.
Aquello, en un principio, me recordó que una vez había tenido un buen amigo que se llamaba Eduardo. En cuanto a lo que me comentó Santiago, la verdad, no le di mucha importancia.
El caso es que me propuse retomar el contacto con mi viejo amigo de la facultad, pero fue infructuoso. Primero lo intenté llamando a su viejo móvil. Después por mail. Y ya por último, rebusqué en mi vieja agenda a la búsqueda de alguna otra pista que me llevase hasta él. Encontré el número de teléfono de su casa paterna. Hablé con su madre. No sabía nada de él y parecía bastante afectada. Después hablé con su hermana. Ella me comentó algo acerca de algún episodio parecido al que vivió Santiago. El caso es que me interesé por el asunto y esto es lo que cuento a continuación reunidos los testimonios que he podido recabar.
Grenoble. Mes de julio. Sopla una leve brisa alpina que hace sonar, ligeras, las hojas de los árboles. Pero hace calor. Eduardo y Esther están de vacaciones. Hace dos días que llegaron y Esther insiste en seguir rumbo a Milán. Fue él quien insistió en conocer la ciudad. El motivo: la enorme veneración que siente por Stendhal. ¿Pero no decías que Stendhal odiaba Grenoble?, la odiaba, sí. Pero era como ella. Su escritura es franca, plana, directa. Y esta ciudad, ya ves, también lo es. No tiene subterfugios.
Están en una terraza. Es temprano. De pronto pasa ante ellos un peculiar personaje. Un tipo rechoncho, de altura media, rostro grueso, enormes patillas y lo más peculiar, lleva un traje de época. Nadie parece sorprenderse. Eduardo lo reconoce al instante ¡Pero éste va disfrazado de Stendhal! Vamos, le dice a Esther. Pero ésta está aburrida y le dice que mejor le espera allí sentada tomando tranquilamente su café. Mejor, piensa él.
Eduardo sigue a Stendhal desde la calle de Henri Beyle hasta una calle estrecha que da al al río Isère. Allí, el notable escritor francés se introduce a través de una casa con entrada ajardinada hasta una puerta que desciende a un sótano. Sobre su puerta hay un cartel, viejo, de madera, donde pone Musée d’Henri Beyle. Eduardo está confuso. ¿Por qué no había oído hablar de ese museo antes? Y además, en esta calle recóndita… enterrado entre dos enormes y elegantes edificios de ventanas batientes tipo puertas y tejados en mansarda. Y ese cartel, minúsculo y dentro del jardín, imposible de ver a menos que te asomes. Le pareció extraño, pero le encantó el descubrimiento. Vaciló un instante entre volver o no a por Esther. No, mejor entrar solo, además a ella no le interesaría.
Traspasa el umbral de la puerta. Desciende a través de unas escaleras oscuras de madera. Crujen. Una vez abajo (luz tenue de bujías) Stendhal charla amigablemente con la recepcionista del museo. Éste se quita la peluca, está completamente calvo. Después se pierde por un pasillo.
La mujer le da la bienvenida a Eduardo al museo de Henri Beyle. Le dice que se trata de un museo diferente pero no único, es de ese tipo de museos que ideó el checo Stepanek. Su razón de ser se basa en una sola idea: experimentar la alteridad. ¿Qué querrá decir? Eduardo lo descubre enseguida. Una vez paga su entrada, es conducido por el mismo pasillo a través del cual se perdió Stendhal. A mano izquierda hay una puerta. Tocan. Abre una mujer. Esta habitación está muy bien iluminada por largos tubos de neón de luz blanca. Siéntese por aquí.
Comienza su incursión en la piel de Stendhal. El trabajo es laborioso. Aquella mujer se encarga de caracterizarle. No tarda tanto, conoce bien su trabajo. Una vez terminado, no se le permite mirarse en el espejo. Se nota el rostro pesado y tirante. Ahora vístase, pero antes póngase esto (goma espuma), Stendhal era barrigón. Y ahora la peluca. Así está perfecto…
Salen al pasillo. Un poco más adelante se abre otra puerta. Pase. Ahora va a estar solo durante un rato, si algo le inquieta y no puede soportarlo no tiene más que tocar a la puerta. Yo misma le abriré.
Interior de la sala. Ésta está completamente a oscuras. Todo está en silencio. Se nota extraño con la barriga abultada. En cuanto al rostro, lo siente como acartonado. Tan solo los ojos diría que son suyos, pero los siente como atrapados detrás de una careta. No obstante no puede ver nada.
Oye la voz de un hombre mayor que le llama hijo sin el menor rastro de cariño. Se trata de una grabación. Después proyectan una imagen en la pared. Un niño en el entierro de su madre. Visiblemente triste, sollozando. Un hombre (¿el de la voz?) le mira desde el otro lado del ataúd. Algo en su mirada la hace insoportable. Es inquisitiva, rencorosa. Después las burlas en el cole “chino”, “gordinflón”. Las voces y la proyección duran como veinte minutos, poco le produce un feedback agradable. Después se encienden las luces. Se trata de una habitación pequeña y rectangular. Vacía. Salvo a sus espaldas, donde hay un espejo.
Su reflejo en el espejo le produce una gran impresión. Su rostro es grueso, tiene papada, flácidos carrillos, una nariz rechoncha y unos ojos nimios entre tanto bulto. Muchas cosas no le gustan de esa cara.
Antes de salir de aquel cuarto, volvió a apagarse la luz y volvieron a recrearse sensaciones diversas derivadas de vivencias del escritor francés. Desagradables imágenes de un París sucio, frívolas escenas de salón con damas que no mostraban interés por él, imágenes de Rusia, Alemania, Londres, Milán. Y algo realmente hermoso, una pieza de Mozart para clavicordio, donde los sonidos redondos y etéreos (como pompas de jabón) que emanan de éste se mezclan con las líneas claras (como de lápiz) del violín.
Una vez fuera de la sala, la señorita de la recepción invitó a Eduardo, Monsieur Beyle, a dar, si lo consideraba oportuno, un paseo por Grenoble. Si tiene un alma nostálgica, le recomiendo un paseo por el río, pero cuidado con mirarse en él, pues es sabido que deja un recuerdo indeleble en la memoria de los nostálgicos.
Eduardo dio un paseo por Grenoble. Ciudad situada a los pies de los Alpes, allí donde estos son sorteados por el sinuoso río Isère. De pronto se acordó de Esther. Se apresuró a ir hacia el café. Desde lontananza observó que todavía estaba allí, visiblemente inquieta por su tardanza. Pero antes de acercarse quiso realizar un pequeño requiebro. Caminó por la acera de enfrente hasta unos árboles y desde allí la observó unos minutos. Hojeaba una guía de viajes, miraba el reloj y buscaba a alguien a través de las calles. Creía saber a quién, a Eduardo, su novio. Al poco Esther reparó en su presencia entre los árboles y algo, algo como una mezcla de sorpresa y terror ensombreció su mirada, por lo demás dulce, de Métilde.
Jorge Plaza
1 comentario:
Me estremecí. Y tuve miedo. Y vi la cara del padre. Y temí no poder evitar asomarme al río. Y temí sobretodo la mancha clavada de los nostálgicos que no creen y se miran y luego ya todo es distinto.
Me quedo de otoño. De paseo. Con el pecho turbio. Pensando en el río y en las hojas.
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