La encontró tirada en el suelo.
La oscuridad del pasillo y su voz retumbando en la oscuridad ya se lo habían anunciado, y lo habían hecho forzar sus piernas torpes - estas piernas viejas que no sirven para nada- para llegar cuanto antes frente a aquel cuerpo desmontado sobre el piso.
No sé en qué momento empieza a temerse esto - pensó, consciente de que sus dedos temblorosos sobre el teléfono no eran más que la confirmación de una ansiedad que vivía en su pecho, apenas sobre la boca del estómago, y que se volvía esfervescente cada vez que giraba la llave en la cerradura al volver sólo de la calle.
Sentía que había vivido durante años con ese miedo alojado entre los pulmones, pero era incapaz de averiguar cuándo había empezado todo, en qué momento el bien fue demasiado valioso, imprescindible.
A partir de ahí, todo fue dejarse llevar. La insoportable y bienintencionada autoridad de su yerno, que gritaba por el teléfono y caminaba nervioso de uno a otro lado de la habitación, y la mano de su hija sujetando la suya, en casa, en el coche, en la sala de espera.
Él, los ojos cerrados, no podía dejar de repasar mentalmente su vida, recordandando cada evento, cada marca, buscando el origen del miedo, la conciencia de su fragilidad, la de ella, la de él sin ella.
- Tranquilo Papá, está despierta, ha sido sólo la cadera, sólo se ha roto la cadera.
Entonces lo supo. Mientras la recordaba de espaldas, colocando las cosas en las baldas altas de la cocina. Podía verse a sí mismo, delgado, tan joven que le parecía mentira, sentado frente a la taza de café, hipnotizado por las amplias caderas que se movían rítmicamente de izquierda a derecha, una y otra vez, una y otra vez, al compás de la música que salía de la vieja radio.
"Toda una vida..."
Fue entonces. Sus manos sobre el vestido liviano, la taza de café enfriándose en la mesa, su cuerpo siguiendo el péndulo sinuoso.
La oscuridad del pasillo y su voz retumbando en la oscuridad ya se lo habían anunciado, y lo habían hecho forzar sus piernas torpes - estas piernas viejas que no sirven para nada- para llegar cuanto antes frente a aquel cuerpo desmontado sobre el piso.
No sé en qué momento empieza a temerse esto - pensó, consciente de que sus dedos temblorosos sobre el teléfono no eran más que la confirmación de una ansiedad que vivía en su pecho, apenas sobre la boca del estómago, y que se volvía esfervescente cada vez que giraba la llave en la cerradura al volver sólo de la calle.
Sentía que había vivido durante años con ese miedo alojado entre los pulmones, pero era incapaz de averiguar cuándo había empezado todo, en qué momento el bien fue demasiado valioso, imprescindible.
A partir de ahí, todo fue dejarse llevar. La insoportable y bienintencionada autoridad de su yerno, que gritaba por el teléfono y caminaba nervioso de uno a otro lado de la habitación, y la mano de su hija sujetando la suya, en casa, en el coche, en la sala de espera.
Él, los ojos cerrados, no podía dejar de repasar mentalmente su vida, recordandando cada evento, cada marca, buscando el origen del miedo, la conciencia de su fragilidad, la de ella, la de él sin ella.
- Tranquilo Papá, está despierta, ha sido sólo la cadera, sólo se ha roto la cadera.
Entonces lo supo. Mientras la recordaba de espaldas, colocando las cosas en las baldas altas de la cocina. Podía verse a sí mismo, delgado, tan joven que le parecía mentira, sentado frente a la taza de café, hipnotizado por las amplias caderas que se movían rítmicamente de izquierda a derecha, una y otra vez, una y otra vez, al compás de la música que salía de la vieja radio.
"Toda una vida..."
Fue entonces. Sus manos sobre el vestido liviano, la taza de café enfriándose en la mesa, su cuerpo siguiendo el péndulo sinuoso.
Sheila R. Melhem
1 comentario:
Macabas de dejar con la boca a-bierta y con el estariiiiiia contiiiiiiiiigo zumbándome en los hondos huecos que caben en mi cabeza.
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