Había sido tu escena preferida.
Me lo contabas minutos después de la salida, entre una y otra bocanada de vaho, asomando breve la boca sobre la bufanda.
Seguramente fue el plano, lo que te gustó, la calle desierta, una calle desierta y oscura que habría pertenecido a cualquier pequeño estado norteamericano, conservador, extenso y poco poblado, como nos imaginamos todos esos estados periféricos, y con periféricos quiero decir que no son Nueva York, ni California, y a los que yo le atribuyo, además, sucesos cruentos, asesinatos múltiples, descuartizaciones, qué sé yo.
Era una de esas calles en las que a mí me habría dado miedo estar sola, una cualquiera de esos pueblos en los que nunca pasa nada y en la que a partir de las diez de la noche sólo avanza el tiempo por las aceras.
Era tarde y Sue Linne guapa, guapísima, con una belleza de esas que irradian una especie de electricidad que te deja pegado a ella, mirándola sin remedio. Sue Linne va a contarnos algo importante, lo sabemos porque no se va, porque se queda allí, sentada en la acera, al lado de Lizzie que permanece paciente, a pesar de que es tarde, a pesar de que ella no está pegada a la belleza de Sue Linne, como yo, y como tú, a pesar de lo peligroso de las calles oscuras y desiertas de esos estados periféricos para una neoyorquina como ella, sacada de una película de chinos.
A mí me habían gustado más las escenas del bar, dónde el chico inglés - Manchester, England- comparaba a la cantante con una tarta de arándanos, especialmente las historias que nos cuenta la cámara de seguridad entre golpe y golpe de gracia. De hecho la escena de la acera, las dos chicas sentadas de frente, las rodillas casi en el pecho, el sonido del viento en la calle vacía, me había resultado incluso un poco lenta. No dije nada, me limité a observarte así, saboreando cada fotograma, con las manos en los bolsillos, reflexivo, como siempre a esas alturas, como si fuera de vital importancia nuestro análisis cotidiano de la película, nuestros acordes y desacuerdos con Boyero, el camino que va del cine a casa.
A la altura de la obra hay una caja de cartón con una persona dentro. Tú das un respingo, y emites un sonido extraño, un disgusto, un escalofrío. Yo veo salir el humo de tu nariz que asoma sobre la bufanda. Pienso que podría subirle una manta, pienso incluso por un breve segundo, sin un rasgo de altruismo, que me sentiría mejor quitándome la chaqueta y echándosela por encima.
En vez de eso meto la mano en el bolsillo de tu abrigo y busco tu mano.
Es muy oscura, esta calle. No me había dado cuenta.
- A mí me gustaban las escenas del bar, lo de las llaves, por ejemplo, es genial ¿no te parece?
Es tarde, llévame a casa, por favor.
Me lo contabas minutos después de la salida, entre una y otra bocanada de vaho, asomando breve la boca sobre la bufanda.
Seguramente fue el plano, lo que te gustó, la calle desierta, una calle desierta y oscura que habría pertenecido a cualquier pequeño estado norteamericano, conservador, extenso y poco poblado, como nos imaginamos todos esos estados periféricos, y con periféricos quiero decir que no son Nueva York, ni California, y a los que yo le atribuyo, además, sucesos cruentos, asesinatos múltiples, descuartizaciones, qué sé yo.
Era una de esas calles en las que a mí me habría dado miedo estar sola, una cualquiera de esos pueblos en los que nunca pasa nada y en la que a partir de las diez de la noche sólo avanza el tiempo por las aceras.
Era tarde y Sue Linne guapa, guapísima, con una belleza de esas que irradian una especie de electricidad que te deja pegado a ella, mirándola sin remedio. Sue Linne va a contarnos algo importante, lo sabemos porque no se va, porque se queda allí, sentada en la acera, al lado de Lizzie que permanece paciente, a pesar de que es tarde, a pesar de que ella no está pegada a la belleza de Sue Linne, como yo, y como tú, a pesar de lo peligroso de las calles oscuras y desiertas de esos estados periféricos para una neoyorquina como ella, sacada de una película de chinos.
A mí me habían gustado más las escenas del bar, dónde el chico inglés - Manchester, England- comparaba a la cantante con una tarta de arándanos, especialmente las historias que nos cuenta la cámara de seguridad entre golpe y golpe de gracia. De hecho la escena de la acera, las dos chicas sentadas de frente, las rodillas casi en el pecho, el sonido del viento en la calle vacía, me había resultado incluso un poco lenta. No dije nada, me limité a observarte así, saboreando cada fotograma, con las manos en los bolsillos, reflexivo, como siempre a esas alturas, como si fuera de vital importancia nuestro análisis cotidiano de la película, nuestros acordes y desacuerdos con Boyero, el camino que va del cine a casa.
A la altura de la obra hay una caja de cartón con una persona dentro. Tú das un respingo, y emites un sonido extraño, un disgusto, un escalofrío. Yo veo salir el humo de tu nariz que asoma sobre la bufanda. Pienso que podría subirle una manta, pienso incluso por un breve segundo, sin un rasgo de altruismo, que me sentiría mejor quitándome la chaqueta y echándosela por encima.
En vez de eso meto la mano en el bolsillo de tu abrigo y busco tu mano.
Es muy oscura, esta calle. No me había dado cuenta.
- A mí me gustaban las escenas del bar, lo de las llaves, por ejemplo, es genial ¿no te parece?
Es tarde, llévame a casa, por favor.
1 comentario:
(miniatura de casa calentita, con alfombra y sofá y edredón y chimenea y hasta caldero al fuego, todo dentro del bolsillo del abrigo del otro)
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