miércoles, 10 de diciembre de 2008

La filosofía y el tocador

Yo siempre había pensado que el tocador era para tocarse, por eso siempre pedía un tocador a los Reyes, y mis padres, en representación de los Reyes, me decían que eso eran cosas de niñas, y no sólo de niñas, sino de las niñas de antes. Pero yo quería un tocador, sólo que después de un tiempo me olvidé, y para cuando empecé a estudiar la carrera de filosofía ese anhelo ya se había desprendido como una hoja en otoño (había pasado el tiempo y yo exageradamente me sentía en el otoño de la vida, supongo que a ello contribuía el hecho de leer a Nietzche y a Cioran, sobre todo). Antes de licenciarme, exactamente dos asignaturas antes, empecé a tocar en un grupo y dejé la carrera. Bueno, en realidad no era exactamente un grupo, éramos dos y tocábamos canciones folk, viejos éxitos folk por los bares de la ciudad, y la verdad es que se ganaba bien, o al menos se ganaba lo justo para mantener nuestro nivel, o nuestro tren, como prefieran, de vida (en realidad, yo prefiero pensar en un tren, una locomotora que cruza Siberia y en la que no tarda en aparecer un cadáver, como en aquella película). Después de unos meses, mi compañera, la cantante, se fue a malvivir y a seguir con su carrera musical a Londres. Bueno, no exactamente a Londres, sino a Bath, algo más al sur, creo, y a trabajar en un hotel, en el servicio de limpieza de un hotel. Y fue más o menos por aquellas fechas cuando tuve un hijo con una amiga que solía venir a nuestros conciertos. Una hija, en realidad, y la llamamos Eugenia, no sé muy bien por qué. La madre me explicó algo sobre Grecia que no terminé de entender (la madre era griega y sólo chapurreaba unas palabras en inglés y otras, probablemente las mismas, en español). Una noche de Reyes iba deambulando por las calles de la ciudad, buscando qué regalar, después de haber tocado "La vie en rose" al piano unas quinientas veces en una cafetería a la que sólo iban viejas a tomar café, un único café al que siempre le quedaba un sorbo durante horas y horas, y a escuchar "La vie en rose". Deambulaba y me frotaba las manos para darme calor o para desprenderme las notas de "La vie en rose" de la yema de los dedos y entonces lo vi, en el interior de un negocio de muebles antiguos, un pequeño tocador de mármol que se sostenía sobre cuatro finas patas de hierro negro. El espejo era de esos ovalados que giran. Me puse a girarlo hasta que vino un hombre muy mayor, arrastrando los pies, y me preguntó si me interesaba. Le dije que sí, que estaba pensando en regalárselo a mi hija. Me preguntó cuántos años tenía mi hija. Se lo dije. El hombre hizo un gesto de aprobación mientras asentía con la cabeza y parecía irse quedando dormido. De repente volvió en sí y me dijo que lo comprendía perfectamente, que hoy en día nadie regalaba algo así, que se consideraban antiguallas, armatostes, algo del todo demodé, y que eso era precisamente lo que le confería, si tal cosa era posible, mayor grandeza, no sólo como objeto sino como obra de arte destinada a perdurar por los siglos de los siglos, amén. En realidad no sé si dijo amén o lo imaginé. El caso es que la compré, la llevé, a ratos arrastrándola, a ratos en peso, hasta el ángulo oscuro del salón de la casa familiar y la miré un buen rato con los brazos cruzados. Ocupaba, majestuosa, casi todo el espacio que quedaba libre entre los sofás y las estanterías llenas de figuras de porcelana, figuras que representaban a Moisés con las tablas de la ley o a un payaso muy triste, y entre las que no faltaban gatos juguetones y cisnes en procesión. Me fui a la cama con la satisfacción que dan los sueños cumplidos. Esa noche soñé con Cioran que me repetía que el tocador era seguramente una catástrofe intelectual. Cuando me desperté oí voces en el salón. Bajé y encontré a mi mujer y a mi hija cuchicheando en griego (en realidad, todo cuchicheo suena a griego) alrededor del tocador embalado en papel marrón. Entonces mi hija se apartó del mueble, se acercó con cautela y se detuvo a unos pasos de mí. Papá, por favor, me dijo, toda ojos, dime que es una Wii.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya no protesto, ni siquiera interiormente, porque hagas trampa con las fechas. Lo doy todo por bueno, mira.

Anónimo dijo...

Eh, tú, jeiperman! No lo des todo por bueno, hombre. Que quiera un tocador, pues vale, a pachas si eso, pa tenerlo contento yo firmo, pero falsificar fechas??? Falsificar fechas?????? Yo aquí no quiero nada falsificado! TRansparencia!!! TRansparenciaaaaaaaa!!

Anónimo dijo...

Es que creo que lo hace todo con borradores. Guarda un borrador con la fecha que le toca, la correcta, y luego, cuando termina la pieza, sale con la fecha del borrador. Así cumple legalmente, aunque no cumpla, y no se es del todo infiel a sí mismo.

Es una trampa delicada, y el cuento es precioso, qué coño.

Anónimo dijo...

y una pregunta, lo de wii tiene algo que ver con las influencias francesas tipo demodé o vie en rose del cuento porque entre tanto cuento griego y tanto francés creo que me ha ido excitando y todo...

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