- No sé por qué me dices eso - mascullaste un segundo antes de dar una profunda calada, casi con pasión, a tu cigarro.- Si no te conociera, pensaría que quieres hacerme daño.
Tus palabras se dibujaron sobre la bocanada de humo. Casi pude verlas aparecer entre la niebla, caminando hacia mí, lentas, decididas.
Miraste la mesa, el vaso de cerveza como una bola de cristal o un lago profundo y oscuro, y luego a mí, ceremonioso, con el codo apoyado y el brazo recto, levemente arqueado hacia atrás, con el cigarro entre los dedos y el humo emanando tras tu nuca.
Eras un pulso.
Una chimenea.
Me fijé en los huesos de tu codo. Siempre me había fijado en tu esqueleto, perfecto, lo había acariciado a oscuras, palpando cada articulación, imaginando que encontraba esos huesos enterrados, que tenía que desempolvarlos, reconocerlos, catalogarlos.
Cruzabas la pierna y yo no podía dejar de observar el movimiento de tu tibia colocándose despacio sobre la rótula.
Eras un yacimiento arqueológico.
Un modelo de anatomía.
Se me ocurrió entonces que todo lo que te había dicho era absurdo. Hasta el aire que te rodeaba se adecuaba a ti, el clima, la luz de la farola sobre la mesa del bar. Todo en ti era coreografía. Y me bastaba.
Lástima que ya era tarde.
Con un último gesto teatral te evaporaste entre las páginas de Kierkegaard, dejando un rastro de ceniza sobre la mesa de aluminio, y un atardecer perfecto para la despedida.
Aún acaricio tu clavícula, la dibujo en el aire, la encajo y desencajo a placer.
Tus palabras se dibujaron sobre la bocanada de humo. Casi pude verlas aparecer entre la niebla, caminando hacia mí, lentas, decididas.
Miraste la mesa, el vaso de cerveza como una bola de cristal o un lago profundo y oscuro, y luego a mí, ceremonioso, con el codo apoyado y el brazo recto, levemente arqueado hacia atrás, con el cigarro entre los dedos y el humo emanando tras tu nuca.
Eras un pulso.
Una chimenea.
Me fijé en los huesos de tu codo. Siempre me había fijado en tu esqueleto, perfecto, lo había acariciado a oscuras, palpando cada articulación, imaginando que encontraba esos huesos enterrados, que tenía que desempolvarlos, reconocerlos, catalogarlos.
Cruzabas la pierna y yo no podía dejar de observar el movimiento de tu tibia colocándose despacio sobre la rótula.
Eras un yacimiento arqueológico.
Un modelo de anatomía.
Se me ocurrió entonces que todo lo que te había dicho era absurdo. Hasta el aire que te rodeaba se adecuaba a ti, el clima, la luz de la farola sobre la mesa del bar. Todo en ti era coreografía. Y me bastaba.
Lástima que ya era tarde.
Con un último gesto teatral te evaporaste entre las páginas de Kierkegaard, dejando un rastro de ceniza sobre la mesa de aluminio, y un atardecer perfecto para la despedida.
Aún acaricio tu clavícula, la dibujo en el aire, la encajo y desencajo a placer.
11 comentarios:
Qué bien, huesos desmontables... Ya no se hacen hombres así.
qué os pasa?
se os están acabando las pilas?
os dejo mi energisil?
viagra?
ceregumil?
pedigripal?
dogchau?
anfetas?
barbis?
túricos?
tranquimacines?
(amplio surtido, como véis)
Danos, danos, de todo, sí, a ver! Yo es que estoy en huelga hasta que usté se suba, sabe?
hasta que me suba dónde?
miren que peso unos kilos...
Hasta que usté se suba al carro, coño, ese peso... ese peso es el que yo quiero que pese aquí dentro.
deberías precisar tus palabras para que mentes malpensadas como la mía no hicieran chistes fáciles, amiga veterinaria...
Dios....
Martín, tú la dieta la llevas con el culillo, que si no estaría tu mente descansaíta de pensamientos verdosos. O es la lechuga?
y mi texto les gustó o qué?
a charlar al bar, carajo!
bares qué lugares, 6
Jaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Por ejemplo, por ejemplo...
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