Los paparazzi habían volado de su portal pero habian dejado ese rastro de nada de todos los dias. Eso eran para Amy: nada.
Amy se paró a dibujar algo en la acera. Una canción. El jazz improvisaba la calle: un taxi, un niño con una pelota y una camiseta del Arsenal, un soldado llorando en la ventana la guerra de Irak…
Londres con su mañana gris jugaba a la guerra con el mundo, a probar si existía algún lugar más que el microuniverso que representaba la city. Empezó a llover.
Amy pensó que desde luego si el mundo lo describiera un pájaro con un par de colores bonitos no usaría los mismos adjetivos que nosotros. Parece ser verdad que los pájaros tienen que tener sus propios adjetivos y además tienen que saber narrar la vida, ya que saben respirarla. Echar un vuelo y ver como todas las bolsas del mundo caen en picado. La economía va mal y eso se debe a los vuelos de los pájaros con un par de colores bonitos. No es el estúpido efecto mariposa, sino la forma de narrar la vida al mover las alas torpemente.
Amy seguía dibujando Londres.
Amy corrió por la calle y de repente se llevó la mano al bolsillo y se dio cuenta de que lo había perdido. Debía haber sido la noche anterior cuando en cualquier baño se dejó olvidado ese poquito más de materia que de antimateria al que se debe que exista ahora todo lo que existe: estrellas, planetas y seres vivos. Amy llevaba ese poquito más de materia en sus bolsillos junto a un paquete de cigarrillos, un papel con tres frases que servirían para hacer una canción, un móvil con un sólo número en la agenda: el de su marido…
“Por esto mataría cualquier posmoderno triste: Acabo de perder el universo”-pensó Amy.
Amy corrió a coger el autobús rojo para no llegar tarde a la siguiente noche, canturreando, e intentando deshacerse de tan tonta resaca. A la mañana siguiente ningún paparazzi escribiría que Amy es parte de esa asimetría necesaria para que funcione el universo.
A.León
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