No es la primera vez. Siempre lo olvido, y tengo mil recursos para estas situaciones: escribir cartas justificando mi ausencia por una gripe galopante, un viaje urgente, una inundación; pedir el carnet a una compañera; suplicar (la tan socorrida última opción).
Pero esta vez es diferente. Me había propuesto firmemente, y digo firmemente, devolver los libros a la biblioteca dentro del plazo. Me acordé el día 15. Y el 20. Incluso el día 27 me acordé y no fui capaz de apuntar en un papelito, en la agenda, en el corcho, en un pósit que pegara, qué se yo, en la nevera, o encima de las gafas antes de acostarme, que el día 30 de Octubre tenía que devolver los 12 libros que había sacado de la biblioteca.
Pero esta vez es diferente. Me había propuesto firmemente, y digo firmemente, devolver los libros a la biblioteca dentro del plazo. Me acordé el día 15. Y el 20. Incluso el día 27 me acordé y no fui capaz de apuntar en un papelito, en la agenda, en el corcho, en un pósit que pegara, qué se yo, en la nevera, o encima de las gafas antes de acostarme, que el día 30 de Octubre tenía que devolver los 12 libros que había sacado de la biblioteca.
Me he dado cuenta a eso de las tres y cuarto, y ha sido una de esas cosas que, aunque sepas de golpe, no asimilas más que a cámara lenta, pensando primero que no es verdad, que tal vez te estés equivocando, pero sabiendo que en efecto es así, que no te hace falta comprobarlo, que estás segura de ello mucho antes de buscar el pequeño papelito que reposa, acusador, en la primera página del libro que habías elegido para empezar.
A partir de ahí, todo es incierto, las cosas pierden el sentido y un pequeño vaiven se apodera de mi cuerpo, ya no sé dónde voy, porque da igual dónde vaya; ya ningún consuelo es efectivo, porque todos mis planes, la ordenación más o menos lógica de mi universo pivotaba, en uno de sus lados menores, en esos 12 libros solicitados y luego retirados de la biblioteca, almacenados por orden alfabético en el estante del salón liberado a tal efecto, guardando el sentido del presente y, al final, de mi propia existencia.
La calle dónde vivo se hace cada vez más y más estrecha, y un rumor de voces dispares me hace buscar el error. Un señor rubio habla en inglés con su hijo, también rubio, en este barrio de chinos, magrebíes y hippies con perro.
Lo peor es que el mundo no se acaba.
Lo peor es que el mundo no se acaba.
Sheila R. Melhem
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