Había colocado en el tablón cochambroso que tenía por mesa el bote del azul ultramar, el siena tostado, el amarillo cadmio, un verde mezcla de mil colores que tuvo que mezclar con agua y resucitar y el blanco titanio. Abrió las piernas del caballete, subió el tope superior y colocó el lienzo. Insultante. En ese preciso momento, cada vez que se para frente al lienzo, todo es posible. Se suceden decenas de imágenes de cuadros perfectos: el codo y el talón en escorzo de Manuela, la cannabis sativa en la ventana, la ciudad al fondo, el mar y un bote, un gato. Y todo es matemático y emocionante y lo mejor, sabrá hacerlo con dos o tres golpes de pincel, sin esfuerzo. Dio tres pasos atrás. Debió dar cinco o seis para inventar con distancia el borrador pero el piso era chico. Se metió en la boca uno de los tres pinceles que llevaba en la mano. Sintió en la lengua el pelo del pincel de marta nadando en la saliva como nadan los pelos en el agua en general, así, como vivos. Con la boca peinó la brocha. Miró a la luz si había algún pelillo suelto que se fuera a quedar pegado en el blanco impoluto y necesario y blanco blanquísimo y le alcanzó la imagen como un meterorito. Ese tablero titánico sería habitado sin duda por el gigantesco ojo de Manuela. Y muy al fondo, como por efecto de un ojo de pez, sus piernas como derramándose de un edificio. Se sacó el segundo pincel de la boca, dio cinco pinceladas al aire en el lienzo en blanco para dibujarse en la cabeza las dimensiones reales del iris, la pupila, la sombra del párpado en el blanco no tan blanco de un globo ocular cualquiera, las pestañas, el extremo infinito de las pestañas quemadas del sol.
Agarró el bote blanco titanio. El azul ultramar. Un punto como una micra de azul en el blanco. Media lenteja de siena tostado. Y ahí estaba el verde pistacho de cuando Manuela parecía césped o hierba o trigo verde que él le decía. Se llevó de nuevo el pincel a la boca. Lamió el pelo. Disolvió los restos de pintura que quedaban entre las hebras y lo mandó todo a la mierda. Tapó los botes. Barrió la pintura de la paleta con un paño, pensó en Manuela. Sus ojos a pesar de los frescos lo verdes lo azules no podían ser ojos acrílicos. Tenían que ser ojos al óleo. Y no le quedaba trementina.
Agarró el bote blanco titanio. El azul ultramar. Un punto como una micra de azul en el blanco. Media lenteja de siena tostado. Y ahí estaba el verde pistacho de cuando Manuela parecía césped o hierba o trigo verde que él le decía. Se llevó de nuevo el pincel a la boca. Lamió el pelo. Disolvió los restos de pintura que quedaban entre las hebras y lo mandó todo a la mierda. Tapó los botes. Barrió la pintura de la paleta con un paño, pensó en Manuela. Sus ojos a pesar de los frescos lo verdes lo azules no podían ser ojos acrílicos. Tenían que ser ojos al óleo. Y no le quedaba trementina.
Laura Artiles
3 comentarios:
Para mí un cuadro perfecto habría sido el de esos pelos de Marta, y no de Manuela, nadando "como nadan los pelos en el agua en general, así, como vivos".
me parece tan sublime que mejor era no pintarlo, qué sugerente coloc
"Verde resucitado" es un nombre perfecto para un color medio muerto.
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