miércoles, 31 de diciembre de 2008

Un pez

Lo cierto es que nunca le gustó el cine, y decía tanta milonga, tanto plano extraño, tanto gesto forzado o luz forzada o árbol forzado. Y esas melenas, tan lisas y tan estupendas. Por no hablar de los culos o las miradas o las despedidas. Tanto artificio. Porque siempre era artificio, nada era creíble, todo era irreal, inverosímil. Y no tenía tiempo, la verdad, para andarse parando a empatizar con cosas que aún no existían. O que nunca hubiera querido sentir, no nos engañemos. Esos llantos desgarrados, esos amores infames. Bastante tenía con lo que tenía. El acuario. Lo intenso del drama en aquel escenario. El vinilo fondo tropical. La luz. La piedra. El buzo. Ahora escondido. Ahora no. Ahora escondido. Las plantas. De adorno. El color fosforito de aquel pez raquítico. Y mirar. Todo el tiempo. A ver qué pasaba. Gratis, encima.
Así que sí, que iba al cine por las pibolas y todo eso, pero también porque había noches (de sábado) en que cerraban el acuario desde las dos y la tarde se le presentaba tan desierta que la idea de un cine no se le antojaba tan insoportable. Así que iba. Con alguna piba del chat y eso. Y no miraba la peli, porque no colaba, porque la vida no era eso, tanta conexión extrasensorial y tantas mierdas. La vida eran las piernas de la pibi. La falda cortita de la pibi. Los micromovimentos del brazo en el apoyabrazos oscuro. Pero Luis seguía pensando en el limpiafondos a pesar del vello erizado. Porque en la adolescencia se tiene vello, rebelde vello pero vello. Bellísimo vello tieso al contacto con vellos vecinos. Y Luis dale pensando en la cola mordida del luchador verde. El baile del pañuelo en la cola mordida en el agua. Y pum pum pum cada vez más fuerte. En la peli tal vez explosiones o bichos tresdé. Con pelo. Logrado, sí. Pero qué?. Las piernas de Marta. La boca de Elena. La falda pequeña de Luisa. Incluso la uña mordida de Pedro. Y el buzo escondido. Ahora no. Las burbujas. La piedra turquesa. Las algas. Bailando, bailando y la cola mordida, bailando en el agua los dedos, la arena, la arena en los dedos. La lengua de Marta el pescado el azul.
- Mañana traigo a mi hermana al Tesoro Escondido. Te vienes?
- No. Mañana es domingo. Y en Navidad, el acuario abre.
- Pero hoy también abrió
- No fastidies!
Laura Artiles

martes, 30 de diciembre de 2008

Corto

Tomaba el café mirando de reojo el libro que tenía abierto sobre la mesa. Delante, la gran cristalera de la cafetería le permitía una vista privilegiada de los transeúntes y evitaba, además, -bendito efecto espejo- que los transeútes pudieran verle a él, una impunidad sagrada para cualquier voyeur. Le gustaba ir a aquel lugar, aquel café antiguo que hacía esquina en la plaza, con aquellas mesas y aquellas sillas que habían albergado los culos de los más prestigiosos escritores, artistas e intelectuales de la ciudad. Y ahora, su culo. Era un vínculo, una cercanía, de alguna manera.

Hacía frío, y las personas que casi corrían por las aceras iban envueltos en abrigos, y guantes y gorros y bufandas.
Paquetes de regalo.
Pensó que era curiosa la manera en la que avanzaban en diferentes direcciones, a toda velocidad, cruzándose, en una coreografía perfecta, sin casi chocarse. Le pareció un buen plano para empezar. La cámara estática en un lugar externo al caos, y el caos dibujándose sólo enfrente del espectador. El espectador, claro, era él.

De pronto, una mujer. Lleva una chaqueta fina, y no tiene guantes, ni bufanda, ni gorro, pero sí un pelo castaño larguísimo recogido en la nuca. Es guapa, con una belleza de esas que permanecen camufladas, y que se dejan intuir en el tamaño de los ojos y de la boca, el color de la piel. Está desorientada, va más lenta que el resto y no parece saberse los pasos del baile. Es nueva, una forastera, como en las películas de vaqueros. Se sienta en un banco y se frota las manos, mientras observa a la gente, como él, como él observaba, porque ahora sólo puede verla a ella, en el banco, mientras el resto de la escena se difumina. Está esperando a alguien. Mira un pequeño papel que tenía en el bolsillo y eleva la cabeza. Es ese el edificio, y ese el banco. Se relaja. Sólo le queda esperar.

Espera a un hombre, seguro. Espera a un hombre que apenas conoce, amigo de un amigo de un amigo que la va a ayudar a instalarse en la ciudad. El hombre llegará, apurado, un poco tarde, colocándose aún la bufanda. No será guapo, pero sí atractivo, y llevará un abrigo de paño negro tres cuartos. Ella sonreirá levemente y se levantará a saludarle, él le dirá que se le nota que acaba de llegar, que cómo sale tan desabrigada. Ella reirá, nerviosa. Luego él la invitará a un café y le preguntará dónde se está quedando, cuánto hace que llegó y qué necesita, para ofrecerle inmediatamente su casa y sus servicios de guía turístico. Ella, tímida pero sin nada que perder, se dejará conquistar y pasarán una hora y veinte minutos de cinta enamorándose, dejando al novio del pueblo tras un serio conflicto amoroso-moral, y lléndose a vivir juntos, por fin, a una buardilla sin televisor. Fundido en negro.

El libro ya descansa honestamente cerrado sobre la mesa de mármol gris, y él se pide otro café mientras la ve mirar el reloj y el edificio, comprobar otras tres veces el papelito del bolsillo y envolverse todo lo que puede en su chaquetita de entretiempo. Por fin la chica se levanta, y él está a punto de levantarse también mientras la ve cruzar los tres carriles entre los coches y avanzar, calle abajo, hasta perderse de vista.

El espectador termina el café, paga la cuenta y sale de la cafetería apurado, enfundado en su tres cuartos de paño negro y colocándose aún la bufanda.

Sheila R. Melhem

lunes, 29 de diciembre de 2008

Distancias medias

Poseía una belleza de una sofisticación antigua cuyas claves de interpretación habían desaparecido de la faz de la tierra. Tierra que estaba entonces, a sus 17 años, circunscrita a la comarca de su pueblo como esos mapas antiguos en los que el mundo conocido aparece rodeado de una anillo de agua intraspasable.
Sus delicadas líneas, hechas para las distancias medias, no despertaban ardientes deseos en los hombres. Despertaba una suerte de tibia sensualidad con la que no se conformaba asegurando que hoy los hombres nos prefieren más hembras que divinas.
El orden de las cosas había sido invertido y su belleza clásica pasaba por normal entre unos tipos que para descubrirla no sólo habrían tenido que cruzar el océano sino además atravesar el túnel del tiempo. Pero aquello se le antojaba improbable pues a los más hermosos chicos de la comarca el cine antiguo les parecía tan aburrido como remilgado, del mismo modo que no confiaba en que por ellos mismos repararan en las peripecias de las que una cámara es capaz para volver irresistible a una mujer vulgar. Sin los trucos de astucia de la cámara, la belleza pérfida de éstas no usurparía el templo de las diosas.

Jorge Plaza

domingo, 28 de diciembre de 2008

Texto IX

Y, en un principio, el cine procuraba imitar con todas sus fuerzas a la vida. No era fácil, claro: las películas eran mudas, en blanco y negro, demasiado cortas.
¿Cuándo tuvo lugar ese instante en que la vida comenzó a imitar al cine y a olvidarse de ella misma? Al final, la memoria no es otra cosa que el guión de nuestra vida. Based on a true story, sí, pero llena de alteraciones que benefician el ritmo y el interés y las posibilidades dramáticas de la trama y nuestro escaso e insuficiente talento actoral. La memoria es esa herramienta que utilizamos para poder olvidar.
El cine es la amnesia.
Rodrigo Fresán, Jardines de Kensington

sábado, 27 de diciembre de 2008

Nota apócrifa

Según los investigadores de la asociación PURA (por una religión abierta), de los más de doscientos documentos pertenecientes a los manuscritos del Mar Negro recuperados en el centro de interpretación científica de Groseira, hay al menos diez fragmentos que han sorprendido al equipo que trabaja en el proyecto. Estos diez fragmentos, desvelaron los investigadores encargados de dirigir el análisis de los textos, forman parte del estudio previo que hizo el escribano y discípulo Mateo para su evangelio de la Biblia, y que plasmó en los versículos 14, 22-36 de su obra (Tiempo Ordinario. Caminar con la mirada puesta en Él, así todo lo puedo, a pesar de las tempestades y dificultades). En estos documentos la historia de Jesús sobre las aguas se transcribe como un hecho verídico que ocurrió en el mar de Galilea en el año treinta de la era cristiana.

Pero como ya hicieron los investigadores de PURA con otros milagros analizados en los manuscritos, es el trayecto hecho por Jesús sobre las aguas lo que ha sido desmitificado.

El doctor Liborio Fronterio desveló en una rueda de prensa el resultado de las conclusiones de su equipo:

- Es cierto que Jesús caminó sobre el Mar de Galilea, pero no fue sobre las aguas, sino que, según hemos podido constatar en la numerosa documentación estudiada, lo hizo sobre una composición aceitosa y espesa que producían los pescadores de la región, mezclando arena, aceite y excremento de dromedario del Eufrates. Jesús, progresista comprometido políticamente contra el yugo romano, como buen amante de las novedades de la época encontró en esta mezcla usada por los pescadores (habría que señalar la ya conocida amistad de éste con Pedro, pescador y jefe de la tribu de los mirititas) la manera más fácil y directa para acercarse flotando hasta las embarcaciones romanas con el objetivo de boicotearlas, puesto que pocos eran los que en aquella época sabían nadar.

La conversación concluyó con un breve avance que nos puede acercar a futuros hallazgos.

- Esta mezcla aceitosa es de igual manera y con toda probabilidad la culpable de que Jesús huyera del encierro al que aluden los evangelios (en el apartado de la resurrección y la piedra). El aceite aparece en varios de los párrafos de los manuscritos del Mar Negro y teniendo en cuenta la época y el débil desarrollo de la comunidad en la que nació el llamado “Mesías”, la utilización de este producto muestra su utilidad en la evolución militar de los cristianos frente a Roma.



octavio pineda

viernes, 26 de diciembre de 2008

Oil

- No me gusta mucho hablar del mediterraneo. Prefiero hacerlo de Oceano abierto. Es un pequeño mar que se ha ido pudriendo como un pozo. Antaño fue un lugar que unía culturas, ahora las dispara, las enfrenta y es testigo de una Roma estupida, vaticana, fascista... Una Turquia incapaz de ser Turquia, una Grecia tan dormida que si hubiera una crecida del mar… Pero no la habrá. Una unión tan endeble como la de cocinar en la sartén con aceite en vez de mantequilla… ¿Qué plantais aquí?

- Eh…

- ¿Opio?

No dice nada. Solo una mirada furtiva de pequeño agricultor persa.

- Opio y petróleo

- Si le sumas una mezquita y un kalasnikov ruso entonces tienes en las manos a nuestro pais.

Abre las manos rapidamente como si soltara agua y dice – Esa es una descipción barata incluso para mi Mahem y tu lo sabes…

-Esos gestos tuyos, son como árabes, ¿Tienes el persa en esas manos?

Las plantaciones de opio son posiblemente la arquitectura mas estable de Afganistan…

-Es economia de mercado sin mas. Un poco más exótica pero economia de mercado. A ver Mahem: España, Alemania, Francia e Italia en sus leyes se impiden perseguir el cultivo de drogas fuera de sus fronteras, que es como decir muchas cosas a la vez: La droga debe existir porque si no que hacen los que están abajo con su situación, y porque el dia a dia, dia a dia es, y hay que llevarlo de alguna manera… Además la droga siempre debe ser de importación…

-Parece el decálogo de Ikea

-Mahem te he dicho que no veas tele occidental, no es bueno para ti…

Mahem sólo es agricultor. Un agricultor eso si que cuida sus plantas entre rifles de Muyaidines, y que planta algo muy complejo.

- Desde luego la droga no tiene nada de poético. Es pura materia de economía. En cuanto a la economía propiamete Afgana el opio financia como algunos pretenden pudrir vuestra cultura...

- Sabes que. Dejalo mejor. Vosotros siempre analizais el mundo como si fuera un anuncio de esos de detergente.

- Mahem, otra vez la tele...

- No en serio. Creis que las cosas malas del mundo, son como manchas provocadas por niños malos, tan dificiles de quitar como las del aceite, que os encantaria que fueran de agua, pero que son de petróleo, de sangre, de estupidez humana… Dejalo mejor. Es normal que Afganistan sea un sintoma más de una realidad enferma de mala realidad, pero dejalo. Y cuenta de una vez la historia de Mahem, el agricultor persa de Opio, y su esposa Amla, que a pesar de no haber ido al colegio más de cinco años tenían un registro perfecto de las estrellas que se veían en Afganistán, convirtiendo sus sencillos dialogos nocturnos en decálogos de amor y astrología.

- Tiemes razón Mahem pero estoy demasiado cabreado con el mundo como para escribirle poemas, y el mundo esta tan cabreado consigo mismo que cuando los escribe los guarda en libros que luego son los menos vendidos. Y yo, no soy ni un mal verso de lo que me hubiera gustado ser.

A. León

jueves, 25 de diciembre de 2008

Color incorrupto

Había colocado en el tablón cochambroso que tenía por mesa el bote del azul ultramar, el siena tostado, el amarillo cadmio, un verde mezcla de mil colores que tuvo que mezclar con agua y resucitar y el blanco titanio. Abrió las piernas del caballete, subió el tope superior y colocó el lienzo. Insultante. En ese preciso momento, cada vez que se para frente al lienzo, todo es posible. Se suceden decenas de imágenes de cuadros perfectos: el codo y el talón en escorzo de Manuela, la cannabis sativa en la ventana, la ciudad al fondo, el mar y un bote, un gato. Y todo es matemático y emocionante y lo mejor, sabrá hacerlo con dos o tres golpes de pincel, sin esfuerzo. Dio tres pasos atrás. Debió dar cinco o seis para inventar con distancia el borrador pero el piso era chico. Se metió en la boca uno de los tres pinceles que llevaba en la mano. Sintió en la lengua el pelo del pincel de marta nadando en la saliva como nadan los pelos en el agua en general, así, como vivos. Con la boca peinó la brocha. Miró a la luz si había algún pelillo suelto que se fuera a quedar pegado en el blanco impoluto y necesario y blanco blanquísimo y le alcanzó la imagen como un meterorito. Ese tablero titánico sería habitado sin duda por el gigantesco ojo de Manuela. Y muy al fondo, como por efecto de un ojo de pez, sus piernas como derramándose de un edificio. Se sacó el segundo pincel de la boca, dio cinco pinceladas al aire en el lienzo en blanco para dibujarse en la cabeza las dimensiones reales del iris, la pupila, la sombra del párpado en el blanco no tan blanco de un globo ocular cualquiera, las pestañas, el extremo infinito de las pestañas quemadas del sol.
Agarró el bote blanco titanio. El azul ultramar. Un punto como una micra de azul en el blanco. Media lenteja de siena tostado. Y ahí estaba el verde pistacho de cuando Manuela parecía césped o hierba o trigo verde que él le decía. Se llevó de nuevo el pincel a la boca. Lamió el pelo. Disolvió los restos de pintura que quedaban entre las hebras y lo mandó todo a la mierda. Tapó los botes. Barrió la pintura de la paleta con un paño, pensó en Manuela. Sus ojos a pesar de los frescos lo verdes lo azules no podían ser ojos acrílicos. Tenían que ser ojos al óleo. Y no le quedaba trementina.

Laura Artiles

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Se alquila habitación en piso compartido.

Desde que abrió los ojos supo que era el día.

No le hizo falta, como otras mañanas, tambalearse hasta la cocina, encender mecánicamente un fósforo y acercarlo al hornillo de gas, sentarse delante de la ventana de la cocina con los ojos entornados, ni despertarse progresivamente al ritmo del hervir del agua del té, tomando conciencia poco a poco de quién era, y qué hacía y en qué día vivía.

No hizo falta porque en cuanto abrió los ojos se sentó en la cama como un resorte y miró el móvil para comprobar que faltaban 5 minutos para que sonara la alarma.

Pudo incluso escucharla marcharse de casa, y descubrir que era especialmente escandalosa entrando y saliendo del baño, metiendo las llaves y el móvil en el bolso, cerrando la puerta de la entrada.

Blam.

Había llegado el momento.

Se levantó muy excitado y muerto de vergüenza, negándose a sí mismo el sentido de todo aquello y, sin embargo, ya se estaba colando en el cuarto de Andrea, buscando minuciosamente pelos en su almohada, para descubrir minutos después un cepillo repleto en la mesa, debajo del espejo. Se miró entonces un momento: los calzoncillos con agujeros, la media erección, y especialmente la maraña de pelo enredado que llevaba en la mano derecha le proporcionaban, en conjunto, un aire inquietante, como de loco.

Pero no, él no estaba loco, sólo iba a probar, sólo era... por si acaso, mira tú, qué podía perder.

Por si acaso sacó la foto de Alberto del portarretratos, ojalá no le pasara nada, pobrecito, tampoco era eso. Abrió el cubo de la ropa sucia y buscó unas bragas, que olió ligeramente, sin ensañarse, y corrió, cargado con el botín, a encerrarse de nuevo en su habitación, antes de que se despertara Ming y fuera a buscarle para contarle que otra vez había soñado en español y que salía el profesor de técnicas II.

Cerró la puerta, tres vueltas de llave.

Se sentó en la alfombra, y colocó el recipiente de acero inoxidable entre sus piernas, allí, los pelos de las bragas, los del cepillo y la limadura de sus uñas, que añadió sobre la marcha, y que, ahora que se fijaba, estaban bastante largas y no muy limpias- tenía que cuidarse más, a partir de ahora-, ardieron bien junto a la foto del pobre Alberto. En el libro no decía nada de aspirar el humo negro de la hoguera, pero él lo hizo y se mareó un poco. La música de Kenny G tampoco era imprescindible, pero le pareció que creaba ambiente. Luego sacó el bote de aceite de palma y lo miró un momento a contraluz, amarillo, luminoso, antes de verterlo suavemente en el bol y mezclarlo con las cenizas, al tiempo que repetía, bajito: "este es el ser elegido, este es el ser elegido"

Ya sólo quedaba el último paso, el más importante.

"No hagas planes esta noche, he alquilado unas pelis y voy a hacer una ensaladita de esas que te gustan... umm"


martes, 23 de diciembre de 2008

OLEAGINOSO

Aceite de ballena: grasa líquida que se saca de la ballena, así como también de otros cetáceos y peces, y sirve en algunos países para alumbrarse.

Zona cero del mundo (previo paso
a la Gran Creación): todo está a oscuras,
hay un caos sin silueta ni estructura,
enigmático magma negro y craso.
Cernido allí, sobrevolando raso,
cierto dios en secreto se conjura:
sean luz, mar y cielos; sed criaturas;
tierra sé; aves sed; sé hombre, acaso
parecido a mí pero no igual,
y reina, toma la palabra y nombra
por su nombre a cada criatura.
Hecho a imagen de un dios pero mortal,
llama eres que alumbra entre las sombras
aferrada a su vela -mientras dura-.

Comentario de texto

Introducción:

Advertimos que el presente comentario está hecho siguiendo la metodología propuesta a tal fin por la escuela de los posmetafísicos que ha arraigado en el departamento bostoniano del MIT casi única y exclusivamente de momento. Movimiento que si es usted filólogo, filofilólogo, criptofilólogo o cultureta debería conocer, de lo contrario se arriesga usted a ser llamado pueblerino.

Comentario en sí mismo:

El poema (en general) ¿debería ser claro como el agua o denso como el aceite? lea detenidamente el poema de ahí arriba -según nuestra teoría el poema es solo una excusa para hacer comentarios de texto y no al revés- qué diría usted que es ¿agua o aceite?

De decantarse por el agua, ¿añadiría que es refrescante para, digamos, el espíritu? (suponiendo que el agua lo sea en todo caso, que no lo es). Y si por el contrario cree que es aceite ¿diría que es bueno para aliñar ensaladas, digamos, espirituales? (obsérvese que toda religión es una forma de ensalada por defecto, pues la palabra viene de re-ligare) y dígame, si alguien le preguntara ¿quién es usted? ¿afirmaría como el poeta que es la llama de un cirio consumiéndose? Si contesta que no, dígame, ¿Cómo, por el contrario, puede afirmar que es usted Manuel y quedarse tan ancho sabiendo que significa Dios-en-nosotros? -perdone, ¿quién llama?

-soy Dios-en-nosotros

Ahora que sabe que es un cirio (o que sabe que puede confesárselo a extraños) conduzca sus labios hasta la embocadura del vaso ( un soneto) y teste el contenido (el poema) que hay en su interior. Después conteste ¿es insípido e incoloro o es, por el contrario, verduscoamarillento y oleaginoso?

Conclusión:

Por cierto ¿qué es un paradigma?

Jorge Plaza

lunes, 22 de diciembre de 2008

Algo en lo que creer

En un principio, utilizaron el aceite como lubricante. Al cabo de un tiempo, y después de comprobar que había manchado de forma irreversible mantas, sábanas y colchones (y en concreto una manta blanca que la compañera de piso de ella había heredado de su madre, y ésta a su vez de su madre, y así sucesivamente hasta remontarse a la innoble Guerra de los Treinta Años), decidieron pasarse a un lubricante especial que ella compró en una farmacia a la vuelta del trabajo. El lubricante en cuestión era ecológico, incoloro, inodoro, indoloro, fresco, testado dermatológicamente y, lo más importante, no dejaba manchas de ningún tipo. Sin embargo, él siempre echaría de menos sentir cómo el aceite se derramaba del culo de ella como de los bordes de piedra de una fuente, y también, secretamente, aquellos lamparones que eran como un test de Rorschach o las apariciones marianas. Algo en lo que creer.
Quizá por eso, cuando ella empezó a pedirle que le pusiera aceite sobre la panza, él procedió con calculada naturalidad, tratando de disimular la excitación primero y la erección después. Eso duró hasta la primera manifestación del bebé en forma de patadas, que le hizo retirar la mano como si hubiera recibido un calambrazo. Y volvió a ponerla sobre la marcha, maravillado. A partir de ese momento fue descubriendo que le resultaba difícil dejar de tocarla, de frotarla como si fuera la lámpara de Aladino o la bola de cristal. Algo en lo que creer, como si en ella se encontrara cifrado el mundo.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Texto VIII

Sin el aceite, pues, no habría cultura, ni comercio, ni transporte. Es un agua de carga. Gracias a él, el mundo es variado y las cosas intercambian posturas y lugares y se abren a usos insospechados. El aceite, por decirlo así, actúa por mayordomía, es el puente o el colchón que hace posible un contacto afable entre las cosas; oficializa las relaciones y les otorga un sello perdurable. Es lenitivo: empuja sutilmente, vuelve locuaz, reanima, civiliza. Sin aceites estaríamos sujetos al eterno claustro del agua y lo salvaje; la perversión y la esperanza nos estarían vedadas y viviríamos sin engaños, pero pobremente. El agua busca cauces y siempre los encuentra, ama el orden y la repetición; el aceite, con una o dos velocidades de menos, tiene multitud de ojos, y eso lo lleva a desbordarse, a no excluir. Es comunitario, inventivo. Mientras el agua dirime pleitos y da a cada cual lo suyo, el aceite resuelve utópicamente (toda revoltura tiene algo de utópico) y ensaya especies y refuerzos. Es muscular y circense.


Caja de herramientas
Fabio Morábito

Tránsito de Pasajeros- 7.1

Bonus Track
Aeropuerto de Argel-Houari-Boumediane

-Déjame que te lleve a casa, por favor.

-No, y sabes el porqué. Sabes que si vinieras nunca más volveríamos a vernos por estas calles, sabes que nunca podríamos volver a cruzarnos casualmente por el parque, en la frutería, en la biblioteca, en ningún otro sitio, en ninguna otra ciudad, en ninguna otra vida…Sabes que si llegases a la puerta de mi casa, abarcaría tu cuello con mi brazo izquierdo, acercaría tus labios a los míos y te arrastraría hacia el interior, sin dejar que nunca jamás salieras de ahí, ni que me abandonases un instante ¿acaso no sabes que despierto cada día con la única intención de poder verte, aunque sólo sea efímeramente? ¿Acaso no sabes que no puedo dormir por las noches porque creo oír tus pisadas subiendo las escaleras que dan a mi piso? ¿Acaso no sabes que anhelo el verte llegar hasta mi puerta? ¿Acaso no sabes que cumpliendo mi sueño mato toda la ilusión de mi vida? ¿Acaso no sabes…que te quiero?

César B.

sábado, 20 de diciembre de 2008

El chico que le robó la voz a Chris Martin

El invierno era un buen momento para esconderse en la nieve, hacerse nieve, con la misma sencillez que se puede hacer que caiga nieve en la luminosa pantalla del ordenador con una pequeña aplicación de action script, de flash. Esto se lo enseñó a Lucas una chica que había heredado la fobia a las mariposas de su madre.

A Lucas durante siete dias sólo le había rescatado la literatura perdida en varios mails y en un blog de Lizzie. Lizzie. Es increíble pero en internet sólo se pierden cosas, es una herramienta creada para eseñarnos a perder cosas. Enumeren ustedes si quieren: perder la distancia, la realidad de la realidad, el tiempo, nuestro cuerpo y las manos para ganar cien mil dedos y ocho mil ojos con las capacidades de las fábricas chinas o chino-italianas que diría Saviano, el tacto… 300 millones de informáticos que le hemos regalado nuestra memoria a Google, y ya sólo nos falta poner en el campo de búsqueda las palabras amor, vida, respiración… y soltar todos nuestros versos en la papelera de reciclaje.

Lucas abandonaba de vez en cuando internet, ese era su trabajo, su jornada laboral de 69 horas semanales, para perderse en el garabato que era ahora su vida.

Una tarde de viernes se planteó recuperarlo. Barajó varias posibilidades pero entró en la web y buscó en una compañía de bajo coste un vuelo a Londres para el sábado por la mañana. Los sábados por la mañana nublados le recordaban a su infancia, que siempre jugaba a dar alguno de sol para no parecer falta de imaginación.

Iba a ir a buscar a aquel chico de ojos claros que le había salvado varias veces. Estaba harto del análisis que hacía el mundo de todo para guardarlo en un bote, etiquetarlo y sacar una fotografia junto al titular “Entra dentro de nuestros limitadísimos parámetros culturales, no se asusten”. Pues no, la sensibilidad de Lucas era tan compleja y tan misteriosa como la de una ballena escondida en medio del océano.

Es increíble la arquitectura que puede crear dentro de uno la buena música y lo importante que es escoger bien. Nuestra anatomía , la nota, como nota la buena comida o la detestable, o el cansancio o los sueños.

El hecho de que el último disco no fuera más que un collage sin mucha alma habia hecho que Lucas haciendo uso del simil de un naufrago en vez de una tabla tuviera una astilla en el pie. Habían matado a su iPod, y al blog en el que hablaba de música y lo peor es que le había hecho replantearse si estaba perdiendo algo porque las sensaciones que producian en él la música eran diferentes.

Siempre le había marcado aquella frase de García Márquez, de que a él lo que hubiera gustado era haber sido músico. Y al chico que nunca sería como Gabo, a Lucas, le pasaba igual.

Así que entró sigiloso en el departamento sin despertar a Moses y a Apple y llegó al dormitorio de la pareja. La chica rubia sacada de una película dormía suave. Lucas sacó un sacacorchos e hizo un agujero. Arrancó las cuerdas vocales, y se las guardó para ponerselas después. Después puso en su lugar las suyas antiguas, cerró cosiendo un hilo muy fino y se fue sin ser visto.

Ya de vuelta buscó a Lizzie, a la que le gustaba llamar Sue Lynne, e hizó algo que llevaba toda la vida deseando hacer. Le cantó con algunas faltas gramaticales pero con un perfecto acento inglés:

Sue Lynne is too late, let me will get you at home.

A. León

viernes, 19 de diciembre de 2008

Japón

Cenaron. Y entonces a él le pareció tarde. Pero no era su casa, así que no podía irse. Sue Lyne es un nombre muy raro, la verdad, y no pega mucho en mi cabeza con nada, porque no he visto la peli ni pensándolo bien sería capáz de ambientar nada en Japón porque no lo conozco. Me lo imagino, al Japón, pero... qué? luces, neones, cuartos chicos, gente moderna, modernísima, vistiéndose de niñas chicas o de sacerdotes, son raritos los japoneses, y esos colorines tan estrambóticos, así que voy a decir Lola. Lola de España coño. Lola que cenó con su querido después de unos cinco años sin verse, después de parir dos hijos y separarse cenó con éste que estaba en su casa y que no podía irse.
- Es tarde, te llevo a casa
- Voy a dar un paseo, no me vengas con bobadas de que si es tarde y va a pasarme algo
- O te alcanzo o te quedas- y no quería que se quedara, pero supuso que ella tampoco,así que lo dijo. Hablaron y se rieron esta noche pero todo el rato hubo una tensión incómoda, como de ahora somos dos desconocidos y no me hacen gracia tus chistes, pero en fín, cenaron y retomaron los dos un capítulo de sus vidas con un Ribera del Duero gran reserva estupendo y unos california maki, que eso sí es japonés, parece, pero lo de california digo yo que será pa acercarse al occidente mundo y vender rollos de arroz envueltos en una cosa que nadie se cree que sean algas. Por eso no hablo de Japón ni de Sue Lynne.

Lola salíó a dar un paseo porque estaba colorada y ebria. Un poco. No es que estuviera tan borracha como para saberse poco dueña de sus actos y temerse. Estaba con una chispa alegre y le dieron ganas de pasear de noche.
- Me quedo. En el sofá. Pero voy a darle un paseo a Laica, ahora volvemos, no es peligroso pasear, sabes? Y en cualquier caso puedo decir Laica, ataca. y ya está.
- Pero Lola no seas perreta, que son las tres
- Que me dejes. Si no, te dejo a tu perra y me voy a casa andandito que ganas no me faltan.
- A casa no te vas sola que son cuarenta minutos y pasas por el Lomo, y el otro día hubieron dos atracos
- bah. Ahora vuelvo.

Miguel las vio salir. Recogió las copas y la botella vacía de la mesa del salón. Atusó los cojines del sofá grande y sacudió las mantas que los salvaron un poco del frío de afuera y del frío de dentro del cuerpo en la cena. Apagó el aparato de música, que ya no sonaba, pero respiraba con ese zumbido de las cosas que no acaban de estar apagadas. Buscó una almohada. O un forro limpio para los cojines y que Lola al echarse en el sofá sintiera que era un hombre de higiene impoluta. Aunque no lo fuera. Y Lola supiera que no lo era. Aunque hoy se hubiese afeitado y limpiado muy bien detrás de las orejas y se hubiera empapado de cool water eau de perfum. No encontró ni fundas ni almohadas de sobra. Fue al dormitorio y golpeó la suya. La miró a la luz en busca de rastros de babas. Le retiró siete pelos negros suyos y dos pelirojos de Rita. La olió. Decidió perfumar a la almohada también de cool water no sin antes ruborizarse pensando en la cara de Lola, en la piel de la cara de Lola, en las pestañas, la boca de Lola apoyados dormidos en su almohada, la misma almohada de todas las noches de Miguel. Encendió una luz chica. Volvió a encender el aparato y puso bajito un cedé brasileño. Mira qué cosa mais linda, máis llena de graçia. Y pensó en Lola. Que por esas andaba andando muy estirada intentando caminar con la columna completamente erguida. Colocando sus vértebras una sobre otra rectísimamente. Y Laica mirando una gata en celo que se desgañitaba en un balcón de la calle Dr algo.
Miguel imaginó si tal vez... y Lola imaginó si...
Y Lola se llevo a Laica a su casa y no dijo nada. Andó los cuarenta minutos estirando los brazos arriba como una pirada. Y Laica detrás mirando los gatos, mirando las cucas, la Luna.
Miguel estuvo cuarenta minutos sentado en el sofá escuchando a gilberto gil abrazando la almohada borracho de colonia de hombre y de besos. Y se durmió. A las nueve, escribió un mensaje.
Lola, espero que sigas viva. Recuerda que la perra es mía. Si la traes, ella entra sola por el hueco de la puerta. No me despiertes. Adios.



Laura Artiles

El camino a casa

Había sido tu escena preferida.

Me lo contabas minutos después de la salida, entre una y otra bocanada de vaho, asomando breve la boca sobre la bufanda.

Seguramente fue el plano, lo que te gustó, la calle desierta, una calle desierta y oscura que habría pertenecido a cualquier pequeño estado norteamericano, conservador, extenso y poco poblado, como nos imaginamos todos esos estados periféricos, y con periféricos quiero decir que no son Nueva York, ni California, y a los que yo le atribuyo, además, sucesos cruentos, asesinatos múltiples, descuartizaciones, qué sé yo.
Era una de esas calles en las que a mí me habría dado miedo estar sola, una cualquiera de esos pueblos en los que nunca pasa nada y en la que a partir de las diez de la noche sólo avanza el tiempo por las aceras.

Era tarde y Sue Linne guapa, guapísima, con una belleza de esas que irradian una especie de electricidad que te deja pegado a ella, mirándola sin remedio. Sue Linne va a contarnos algo importante, lo sabemos porque no se va, porque se queda allí, sentada en la acera, al lado de Lizzie que permanece paciente, a pesar de que es tarde, a pesar de que ella no está pegada a la belleza de Sue Linne, como yo, y como tú, a pesar de lo peligroso de las calles oscuras y desiertas de esos estados periféricos para una neoyorquina como ella, sacada de una película de chinos.

A mí me habían gustado más las escenas del bar, dónde el chico inglés - Manchester, England- comparaba a la cantante con una tarta de arándanos, especialmente las historias que nos cuenta la cámara de seguridad entre golpe y golpe de gracia. De hecho la escena de la acera, las dos chicas sentadas de frente, las rodillas casi en el pecho, el sonido del viento en la calle vacía, me había resultado incluso un poco lenta. No dije nada, me limité a observarte así, saboreando cada fotograma, con las manos en los bolsillos, reflexivo, como siempre a esas alturas, como si fuera de vital importancia nuestro análisis cotidiano de la película, nuestros acordes y desacuerdos con Boyero, el camino que va del cine a casa.

A la altura de la obra hay una caja de cartón con una persona dentro. Tú das un respingo, y emites un sonido extraño, un disgusto, un escalofrío. Yo veo salir el humo de tu nariz que asoma sobre la bufanda. Pienso que podría subirle una manta, pienso incluso por un breve segundo, sin un rasgo de altruismo, que me sentiría mejor quitándome la chaqueta y echándosela por encima.

En vez de eso meto la mano en el bolsillo de tu abrigo y busco tu mano.
Es muy oscura, esta calle. No me había dado cuenta.

- A mí me gustaban las escenas del bar, lo de las llaves, por ejemplo, es genial ¿no te parece?

Es tarde, llévame a casa, por favor.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Sue Lynne

Quería hacerle parecer pequeño y lo logró. Para ello, congeló su sonrisa; retiró todo atisbo de interés en su mirada; rebuscó en su bolso; sacó un paquete de cigarros; lo abrió; extrajo uno; cogió su propio mechero fingiendo no ver que él le tendía el suyo; encendió el cigarro; le dio una bocanada corta y exhaló un humo que no había pasado de su boca. Después se recompuso sobre su asiento; levantó la cabeza; echó hacia atrás el pelo con un leve movimiento de cuello y luego volvió a posar sus ojos en los de él; por último, tragó saliva mientras él aguardaba su respuesta. Pero esta no llegó.

[Sue Lynne, es muy tarde. Déjame que te lleve a casa por favor]

Él esbozó un “¿entonces?” con voz dulce y sonrisa tierna como queriendo devolver a la atmósfera su calidez previa a la pregunta.
Sue Lynne todavía le miraba cuando se llevó el dedo meñique a la comisura de la boca para golpearse la uña contra el diente. Con ese gesto impropio de una señorita escenificó el desencanto que le produjo la inocente proposición de su acompañante.
"Disimula con modales su falta de valor. Cobarde o no –se conjuró entonces- Sue Lynne no desea hacer el amor con caballeros. El sexo no requiere tanto protocolo, y el amor… un hombre como tú jamás traspasará ese círculo conmigo".
Pero no lo dijo. Prefirió que el silencio y el frío se explicaran.

Jorge Plaza

martes, 16 de diciembre de 2008

Torrisa

Sue Lynne: Chacho, qué te pasa en la boca, bobito... ¡Guaci!... ¡¡¡Guaciii!!! ¡Mira el personaje este cómo habla, toloco y todo!

lunes, 15 de diciembre de 2008

¿dónde voy?

Me meto en el taxi como si fuera un sherpa que carga la mochila de un montañero francés, aunque no sean más que paquetes, envoltorios, mascaras, botellas de cava y langostinos. Dichoso. Soy feliz. En este frío puntiagudo de otoño encontrar un taxi es cabecear en un rebumbio.

-Taxista: ¿a dónde?

-Yo: a casa, por favor.

Lo digo como si nada. Miro por la ventanilla los insultos de la señora que se destripa la cabeza mientras sonrío. Colarse en una parada de taxi es vileza.

Atravesamos la ciudad. La idea de las luces azules y multicolores chirría, jamás he sido capaz de decorar un árbol. Soy belenista, sí: belenista; y mi pieza favorita es el caganet, en medio de la navidad unos pantalones por los tobillos y en cuclillas devolviendo los turrones… Cómo le digo a mis hijos que odio la navidad. Es imposible, solo me queda el karaoke, el abuelo con la dentadura tratando de hinchar el traje y los bufetes de polvorón, peladillas y mazapanes que hay que consumir antes de que se despierten. Yo aprendía a odiar la navidad pronto. Ahora hay que hacerlo sin que se note, ir creándoles la paranoia lentamente, marcarlos de por vida…, todavía no se me ocurre nada pero todo llegará. La ciudad se divierte viéndonos como locos de un lado a otro. Si yo fuera ciudad prohibiría esta fiesta.

El taxi se para y vuelvo en mí. No sé dónde estoy. Ya no hay luces ni nada, ni gente, ni más coches. Miro bien, y le pregunto si acaso se ha equivocado, ésta no es la calle Los Actores número 15. El taxista mira su reloj, me mira, sale y abre la puerta de su casa. Yo sigo todo el ritual con los ojos clavados en él y el cuerpo en tensión.

-Taxista: me dijo que le llevara a casa, ¿no?

-Yo: sí, claro, eso es.

-Taxista: bien, pues aquí está, ésta es mi casa. Anda que… Feliz Navidad. No me ensucie la tapicería…


octavio pineda

domingo, 14 de diciembre de 2008

Texto VII

Lizzie: Sue Lynne, es muy tarde. Déjame que te lleve a casa, por favor.


My Blueberry Nights, Wong Kar Wai

sábado, 13 de diciembre de 2008

Currantismos

- Mi niña, si no hay nada que escribir, no hay nada que escribir, y fuera
- Ya, pero es que hay que escribir, amiga, no tenemos mucho margen
- Siempre queda algún margen, no seas catastrófica
- Catastrofista
- Catastrófica es lo que quería decir exactamente
- Insoportable

La catastrófica resopla. Intenta recordar cuándo en concreto decidió que Eugenia era amiga suya.

- Anoche soñé muchísimas cosas
- Me da igual lo que soñaste. Mejor no me lo cuentes, no vaya a darte una interpretación fatalista de tu sueño
- En todo caso harías una fatal interpretación, lo fatalista no te lo toleraría
- Eres una hija de puta
- No seas drama, anda
- Dramática no quieres decir?
- Drama. Te falta talento para ser dramática.
- Grande hija de puta

- Entonces nada? Dame una idea, igual yo tiro por ahí y sale algo…
- Fue extraño, porque parecía que estábamos todos ahí en esa fiesta y yo estaba esperando que pasara algo- pensativa- era como si estuviera pendiente de alguien pero no recuerdo de quién, y yo iba de aquí para allá y me encontraba con más gente. Estaba con dos guiris hablando. Y vino noséquién y retrocedí. Tu estabas. Y querías irte ya porque no estaba Chema. Y yo ahí. Tenía un collar de bolas de esas de plástico puesto. De esos de moda que lleva la juventud ahora, sabes?
- Podemos centrarnos? Tía en serio ya vale. Yo quiero irme a mi casa y cenar y esas cosas, tu sueño ahora mismo es como ya de un recochineo descarado, cojones, cállate la boca y piensa una jodida cosa ya que me estoy poniendo enferma.
- Enferma de ira?
- Sí, enferma de ira
- Ponle un número. De nueve a diez.
- Mira Eugenia de los cojones. Me voy y te dejo botada y te vas a la mierdísima y si te largan mañana, te jodes, te jooooodes. Eres una podrida pesadilla de mujer, que no te aguanta ni Pepito el del bar, hombre ya y yo aquí oyéndote chorradas nadie sabe ni por qué.
- Lo de podrida pesadilla era necesario? Tu dirías que estás en un… nueve y medio?
- Nueve
- Ah, bueno! Pues estaría pendiente de algún tío me da, en el sueño. Porque estaba así como… como golosilla, sabes? Estaba… como empompada. Y alguien me estaba observando y no sé quien mierdas era. Y de repente me encuentro con Lucía, que llevaba puestas unas gafas de bucear naranjas, mira tú.
- Y a mí qué me importa, tía? Eso… mira, te compras una libretita, lo apuntas todo ahí estupendamente y te callas. Juraito que si al alguien algún día le interesa lo que dices, esa libreta será descubierta y te leerán y te publicarán y serás una pobre mártir de las letras. Fantástico. Ojalá ocurra cuando seas vieja y te mueras al día siguente justo después de leer una crítica mierdosa sobre tu diario de sueños o tu diario de hombres o cualquier mierda desas tuyas que haces.
- De chica tenía un diario de hombres!
- Que tenemos que escribir la columna, Eugenia, coñooooOOOOOO!!
- Pues ponemos esto mismo
- El qué? Tu sueño? Qué interesante, nuestros lectores enloquecerán de puro morbo, claro que sí. Eres boba? Eres boba, Eugenia? Yo me piro.
- Venga, yo lo hago. Que te quiero, guapa.


Laura Artiles

viernes, 12 de diciembre de 2008

Proceso selectivo

Le dió la vuelta de un golpe, uno de esos bruscos, como los que se ven en la tele. No sabía que supiera hacer eso, una sóla llave ¿de judo sería? y ya estaba el tipo gordo en el suelo, sudando, aterrorizado, mientras ella le ponía el zapato camper impecable, reluciente de betún, en la garganta y podía verlo mover los ojos rápidamente en las cuencas, buscando los suyos, buscando un resto de humanidad mientras sentía como le faltaba el aire y una sensación, más paranóica que real, lo hacía sentirse cerca de la muerte. Ella, que se había puesto al fin los pantalones nuevos y la camisa blanca y negra de raya diplomática recién planchada- la roja era demasiado escotada, la negra demasiado cerrada- levantó el pie despacio, mientras lo miraba con una media sonrisa, y le dio la vuelta para atarle las manos, primero, y luego los pies. Una vez inmovilizado, desesperado como una cucaracha boca arriba, allí, al pie de la misma mesa en la que antes se encaramaba con toda su arrogancia, el individuo tragó una a una las esmeradas páginas, aquellas que tuvieron mil versiones antes de serle entregadas, aquellas que tenían medida hasta la raya del pelo y olían a nenuco.

El trabajo había terminado.

El hombre desalmado yacía en el suelo balanceándose, intentando recuperar la verticalidad.

La asesina imaginaria se sintió decepcionada. Ella que había sido capaz de idear los crímenes más crueles, no le había hecho siquiera tragar las grapas.


jueves, 11 de diciembre de 2008

Lázaro

- ... y una vez mezclados, fundidos el placer y el dolor en un todo magmático ¿crees que alguien puede morirse a gusto o hallar gusto en la muerte incluso?
-Pero... ¿acaso un muerto tiene psique e inteligencia como para dejar que la imaginación vuele libre aun después de muerto?
-Considerar que el muerto cacece de psique es pura convención. Que el cuerpo del difunto parezca yerto y ajeno a toda sensación física externa no es más que apariencia. Según nuestra filosofía -basada en la praxis- nadie está lo bastante muerto como para dejarse sucumbir por segunda vez cuando los placeres de la carne te incitan a ello.
-Pero para morir dos veces haría falta primero volver a la vida. Y eso, hasta donde yo sé, es imposible.
-y esa ignorancia tuya se volverá conocimiento con la lección de hoy.
-Estoy deseando escucharla.
-¿Para ponerla en práctica?
-Cuantas veces fueran necesarias.
-Sinvergonzona...
Pues bien, en los Anales de la Historia Libertina existe un capítulo reservado a los que como tú han sido ya iniciadas en los principales misterios. Sin embargo, aquellos sobre los que este capítulo versa hablan de cosas que no debieran salir de estas cuatro paredes.
Toma aire y escucha con atención.
Has de saber que en el santuario del libertinaje tenemos santos y santas cuyos milagros han sido vistos por numerosos testigos que han dado fe de su veracidad.
El primero, y tal vez por ello más insigne de todos, lo realizó nuestra santa tatarabuela la Marquesa de Sade, quien fue erigida a los altares de la Santidad Libertina en virtud de un milagro único: devolver la vida a un muerto, de nombre Lázaro, a cuyos ojos ya opacos a la luz, a cuyas manos yertas ya e inmóviles y a cuyo cuerpo gélido todo él, devolvió la luz, el movimiento y el calor húmedo que habita en la entraña de los vivos.
-¿Y cómo se explica eso?
-Lo explica cierta máxima nuestra a la perfección.
-¿Y cuál es?
-"El placer es más fuerte que la muerte".
-Pero no logro penetrar el enigma que este misterio encierra...¿Cómo es posible dar placer a un muerto?
-Lo primero, querida, es que no todos los muertos son iguales. Para que un muerto halle placer aun después de muerto son necesarias ciertas condiciones que tan solo un cadáver verdaderamente libertino puede reunir.
-¿Y cuáles son?
-A esto te diré que basta saber que que no a todos los muertos el rigor mortis les sienta tan mal, pues he aquí que al verdadero libertino lo reconocerás porque morirá armado en todo su vigor y listo para acometer toda clase de tropelías sexuales postmortem y ad eternitas.
-Pero eso es, Dolmancé, absolutamente antinatural. Yacer con un muerto es, es...
-¿Pero cómo antinatural!... ¿no es acaso la naturaleza quien le ha dado al muerto su viril aspecto?
-Sí...
-Pues he aquí que el tal Lázaro, súbdito del marquesado y celebérrimo libertino, murió armado. Y que nuestra tatarabuela, tan pronto como tuvo noticias de ello, se apresuró a saciar su santa curiosidad con el finado. Y hete aquí que se obró el milagro. Un milagro que los vivos vieron expresarse en forma de vuelta a la vida de un cuerpo ante cuyas acometidas sexuales de aquella hembra magnífica que fue nuestra tatarabuela, cuyos exuberantes senos y glúteos mezclados con un saber hacer sin parangón devolvieron el aliento a Lázaro. Y que el mismo Lázaro fue quien relató, una vez hubo saciado su apetito sexual con sorprendente vitalidad, cómo su alma retornó a su cuerpo.
Según contó, una misteriosa voz le llamó desde la orilla del Más Acá cuando se encontraba embarcado cruzando el Estigia. Y que dicha llamada -la de la carne sin duda- le devolvió la energía como para desamordazarse y en un acto de extrema valentía detener el cansino remar de Caronte al que obligó a dar media vuelta con palabras tan persuasivas como persuasivos fueron sus gruñidos.
-¿Pero es maravilloso! Estoy deseando ponerlo en práctica yo también.
-Todo a su tiempo, todo a su tiempo.
En cualquier caso, has de saber que no hay milagro sin conjuro. Y que para que éste tenga lugar has de pronunciar ciertas palabras secretas. Promete Eugenia que las guardarás como un secreto so pena de muerte.
-Lo prometo.
-Pues entonces, has de saber que cuando te enfrentes al muerto pondrás en práctica las maniobras de seducción que tan bien conoces al tiempo que pronuncias las palabras siguientes:

¡Eh, tú, muerto!
¡Vuélvete y toma estos manjares que te ofrezco!
¿O eres acaso un frívolo fiambre desagradecido?
Toma lo que es tuyo antes
de ser pasto para el fuego
o nido de gusanos bajo tierra.
¡Un póstumo amor ilícito te ofrezco!
¿Vuelve, muerto, si eres lo bastante
hombre aún para tomarme!


Jorge Plaza

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La filosofía y el tocador

Yo siempre había pensado que el tocador era para tocarse, por eso siempre pedía un tocador a los Reyes, y mis padres, en representación de los Reyes, me decían que eso eran cosas de niñas, y no sólo de niñas, sino de las niñas de antes. Pero yo quería un tocador, sólo que después de un tiempo me olvidé, y para cuando empecé a estudiar la carrera de filosofía ese anhelo ya se había desprendido como una hoja en otoño (había pasado el tiempo y yo exageradamente me sentía en el otoño de la vida, supongo que a ello contribuía el hecho de leer a Nietzche y a Cioran, sobre todo). Antes de licenciarme, exactamente dos asignaturas antes, empecé a tocar en un grupo y dejé la carrera. Bueno, en realidad no era exactamente un grupo, éramos dos y tocábamos canciones folk, viejos éxitos folk por los bares de la ciudad, y la verdad es que se ganaba bien, o al menos se ganaba lo justo para mantener nuestro nivel, o nuestro tren, como prefieran, de vida (en realidad, yo prefiero pensar en un tren, una locomotora que cruza Siberia y en la que no tarda en aparecer un cadáver, como en aquella película). Después de unos meses, mi compañera, la cantante, se fue a malvivir y a seguir con su carrera musical a Londres. Bueno, no exactamente a Londres, sino a Bath, algo más al sur, creo, y a trabajar en un hotel, en el servicio de limpieza de un hotel. Y fue más o menos por aquellas fechas cuando tuve un hijo con una amiga que solía venir a nuestros conciertos. Una hija, en realidad, y la llamamos Eugenia, no sé muy bien por qué. La madre me explicó algo sobre Grecia que no terminé de entender (la madre era griega y sólo chapurreaba unas palabras en inglés y otras, probablemente las mismas, en español). Una noche de Reyes iba deambulando por las calles de la ciudad, buscando qué regalar, después de haber tocado "La vie en rose" al piano unas quinientas veces en una cafetería a la que sólo iban viejas a tomar café, un único café al que siempre le quedaba un sorbo durante horas y horas, y a escuchar "La vie en rose". Deambulaba y me frotaba las manos para darme calor o para desprenderme las notas de "La vie en rose" de la yema de los dedos y entonces lo vi, en el interior de un negocio de muebles antiguos, un pequeño tocador de mármol que se sostenía sobre cuatro finas patas de hierro negro. El espejo era de esos ovalados que giran. Me puse a girarlo hasta que vino un hombre muy mayor, arrastrando los pies, y me preguntó si me interesaba. Le dije que sí, que estaba pensando en regalárselo a mi hija. Me preguntó cuántos años tenía mi hija. Se lo dije. El hombre hizo un gesto de aprobación mientras asentía con la cabeza y parecía irse quedando dormido. De repente volvió en sí y me dijo que lo comprendía perfectamente, que hoy en día nadie regalaba algo así, que se consideraban antiguallas, armatostes, algo del todo demodé, y que eso era precisamente lo que le confería, si tal cosa era posible, mayor grandeza, no sólo como objeto sino como obra de arte destinada a perdurar por los siglos de los siglos, amén. En realidad no sé si dijo amén o lo imaginé. El caso es que la compré, la llevé, a ratos arrastrándola, a ratos en peso, hasta el ángulo oscuro del salón de la casa familiar y la miré un buen rato con los brazos cruzados. Ocupaba, majestuosa, casi todo el espacio que quedaba libre entre los sofás y las estanterías llenas de figuras de porcelana, figuras que representaban a Moisés con las tablas de la ley o a un payaso muy triste, y entre las que no faltaban gatos juguetones y cisnes en procesión. Me fui a la cama con la satisfacción que dan los sueños cumplidos. Esa noche soñé con Cioran que me repetía que el tocador era seguramente una catástrofe intelectual. Cuando me desperté oí voces en el salón. Bajé y encontré a mi mujer y a mi hija cuchicheando en griego (en realidad, todo cuchicheo suena a griego) alrededor del tocador embalado en papel marrón. Entonces mi hija se apartó del mueble, se acercó con cautela y se detuvo a unos pasos de mí. Papá, por favor, me dijo, toda ojos, dime que es una Wii.

martes, 9 de diciembre de 2008

enjambre

fui desnudándote y quité una pierna cuatro dedos de la mano cinco dientes desabrochaban la camisa el ruido de los brazos como roca tu broma por detrás despiezándonos la espalda los ojos y los cajones una lengua que crujía y te hizo daño el omoplato junto a la costilla de ayer músculos tráquea algunos hombros como si nos envolvieran en una bolsa me entregaste luego el pie recuerdo tus sandalias sin poder decir ni palabra ni cuello me soportabas líquido que aparecía desaparecía tal vez la máscara o el pelo el olor y la sombra como dos ropas de aire desencajé mis uñas tú revolvías la saliva cada hora goteaba al aire las extremidades con nuestra boca aislada dulce inclinándose y el beso unido esqueleto por convertirnos en cristal los labios de otro ritmo en un cuerpo la tormenta de anoche y nuestras estatuas derrumbadas


octavio pineda

La imaginación de la violencia

Medellín, 2009.

Adivinar como la violencia y la imaginación juegan con el meco, con el metrallo, con la capital colombiana en la actualidad no es fácil.

El mundo parece estar en un coma permanente. A miles de kilómetros Israel y Palestina acaban con la posibilidad de una pequeña respuesta. Caer en una de las calles de la nueva Hispanoamérica no es fácil. Los perros que antes mataban a los indios salvajes, ahora son adiestrados por el hambre, la avaricia, la cocaína, políticos corruptos, corruptos también los que están aún en las barrigas, el caos circulatorio y humano de todo el continente. Pero no interesa ni a la literatura del derecho internacional ni a la de las editoriales. Y desde luego no podemos pretender que salven el mundo ni los jueces ni los editores.
El mundo se vuelve aburrido, repetido hasta la náusea, son las babas de dios. Todo se ha quedado varado en la tristeza.

La imaginación y la violencia se las tiene que inventar un buen paisa, porque las de Medellin ya no valen. La economía de la violencia esta en crisis. Lo dejo aquí. Es el quinto cuento que mato en un mes por estar enfermo de mala realidad.


A.León

domingo, 7 de diciembre de 2008

Texto VI

EUGENIA: Si esto es así, cuanto más agitadas queramos estar, más desearemos conmovernos con la violencia, más rienda suelta habrá que dar a nuestra imaginación en las cosas más inconcebibles; nuestro goce mejorará entonces en razón del camino que haya hecho la cabeza, y…
DOLMANCÉ, besando a Eugenia: ¡Deliciosa!
SRA. DE SAINT ANGE: ¡Qué progresos ha hecho la bribona en tan poco tiempo! Pero ¿sabes, encanto, que se puede ir lejos por el camino que nos trazas?
EUGENIA: Así lo entiendo, y puesto que no me he impuesto ningún freno, ya ves a dónde sospecho que se puede llegar.
SRA. DE SAINT ANGE: A los crímenes, malvada, a los crímenes más negros y más horribles.
EUGENIA en voz baja y entrecortada: Pero tú dices que no existen… y además, sólo es para calentarse la cabeza, no se hace nada…
DOLMANCÉ: ¡Es sin embargo, tan dulce, hacer lo que uno ha imaginado!


Sade. La filosofía en el tocador.

sábado, 6 de diciembre de 2008

Pura casualidad

Estimado lector de Shuffle:

Agradecemos sobremanera su interés y sobre todo su fe en nuestras capacidades, no obstante le aseguramos que todo lo acontecido ha sido pura casualidad. De verdad que si pudiéramos conseguir que su gato dejara de mearse en el poyo de la cocina escribíendole un cuento, lo haríamos, si es que no nos cuesta nada, pero entienda usted que esto es un despropósito.

Vuelvo a leer la noticia -bendita navegación por pestañas- y me sonrío un poco. Ya es casualidad. Y claro, si hubiera sido esto sólo... aunque ¿Cuánto hacía que no se usaba el Pentotal en los interrogatorios? Pero bueno, si hubiera sido eso sólo, la policía india y la utilización de métodos de interrogación propios de la guerra fría, pues bueno, vale. Casualidad.

Querida amiga y lectora:

Antes que nada nos gustaría manifestarle nuestro deseo profundo de que apruebe esa oposición que la trae por la calle de la amargura, como usted dice, y que la está convirtiendo en una mujer obsesionada por el ciclo de apareamiento de la mosca de la fruta, y que la ha hecho ganar tres kilos – qué no son tanto, mira tú, eso con una dieta sana...- pero de verdad que no tenemos ninguna influencia real sobre el destino. Piense que así fuera, ya habríamos explotado esta capacidad, y no estaría yo aquí contestando correos ¿no le parece?

Pero claro, estaba también lo de Chucré, que había conseguido trabajo apenas ocho horas después de la publicación del post. Vaya coincidencia. Ocho meses en paro que llevaba el chiquillo. Y no había manera. Y fue darle a publicar y pum, a la mañana siguiente Chucré trabajando. Y eso que no lo leyó, ni nada.

Estimado Señor:

Respetamos profundamente sus opiniones, a pesar de que no las compartamos en absoluto. Si tuviéramos en nuestras manos la manera de acabar con las guerras, el hambre en el mundo y, de paso, ese dolor de ciática que dice que le tortura, no dude que lo aprovecharíamos. No obstante le agradeceríamos que, en futuras comunicaciones, evitara los improperios y las descalificaciones, que niñato egoista y desconsiderado lo será usted o algún miembro cercano de su familia. Con perdón.

Luego, todo se precipitó, y empezamos a atar cabos. El señor de la fotocopiadora abandonó Argel por fin para irse a vivir a Estocolmo y montar allí un servicio de reprografía, y el italiano le confesó a Jota que estaba de incógnito investigando los movimientos de cierto grupo terrorista. Pícara76 puso una querella por utilización inadecuada de información privada, la camorra le dió una paliza a Luca por no pagar los portes de Matilde, y el poeta seductor publicó por fin su libro. Investigando un poco supimos también que el mayor experto en Wolfgang Füler había escrito un artículo retractándose de su último libro, ante la decepción que experimentó cuando por fin pudo leer La senda de la guerra, “ese pastiche indecente”; y que una tal Amaya Martín López permanece ingresada en un sanatorio mental, atendida una vez a la semana por el psiquiatra que comparte con su hijo menor. Respecto al museo de Henri Beyle, ha sido cerrado por formar parte de una investigación policial internacional, mientras Eduardo Ginés se pasea alegremente en paradero desconocido.

Tras algunas reuniones de urgencia decidimos no darle importancia a los hechos. "Casualidad", nos repetimos una y otra vez, entre algún “pero quién sabe” despistado.
Sin embargo, nos hemos propuesto contestar a todos los correos recibidos y solicitar a nuestros lectores que abandonen sus esperanzas de caseta de feria. La expectación es lógica, los medios de comunicación se han volcado con el caso, se han dedicado ya varios minutos al tema en los informativos estatales, además de la producción y realización en tiempo record una serie documental que se emitirá en Antena3 la próxima semana- “Shuffle, el diario de mañana”-, en dos entregas consecutivas.

Compruebo que no quedan correos pendientes y vuelvo por fin a mi texto:

"Minutos antes de morir, la poeta argentina, con el frasco de Pentotal vacío aún en la mano izquierda, se permitió a sí misma saber la verdad, la verdad atroz que habría acabado con sus sufrimientos, y que había averiguado cuando era ya tarde, muy tarde..."

La pestaña del mail parpadea y me interrumpe, y yo la pulso, resignada.

Estimados tracks:

Esta mañana no tengo dolor y he salido a la calle sin bastón. Muchas gracias. Entiendo que lo del hambre y las guerras les lleve algo más de trabajo. No obstante, permanezco a la espera.

Atentamente.

Sheila R. Melhem

viernes, 5 de diciembre de 2008

Petanca

Oh, pobre de ti, querido, cuánto mal te he hecho en esta noche
y cuánto mal me he hecho a mí también.


Esta vieja pícara es traviesa… perdónala.
Así se disculpaba Doña Eugenia ante su marido recién dormido. Le acariciaba el pelo y le miraba –pobre, qué cosas te hace tu mujer…

Hora y media antes estaban sentados en el salón de su casa. La cena estaba recién hecha y Antonio descorchaba un vino que ella había comprado especialmente para la ocasión. Cenaron una sopa y una ensalada de lechuga, tomate, trozos de pollo y nueces. Mientras comían, Antonio refirió cierto acontecimiento insólito que le ocurrió durante su partida matutina de petanca. Pretendía convencerla de que cierta ráfaga de viento se alió con él para impulsar la pesada bola lo justo como para hacerla caer en el lugar apropiado. Basta con pedírselo… al viento claro –aseguraba- y dado que era viento del sur hay que hacerlo en su propia lengua, en este caso el árabe. Sabes que serví en el norte de África y que esta lengua no tiene ningún secreto para mí.
A doña Eugenia no le molestaban las mentiras de su marido, de hecho le gustaban. No eran maliciosas ni tampoco vulgares, ni de esas que urden los mentirosos al uso. Él mentía por defecto sin faltar a la verdad. Lo que ocurría era simplemente que en sus discursos ésta perdía el papel protagonista para quedar relegada a un segundo o tercer lugar, si no entre bastidores.
Pero aquella noche Doña Eugenia quería saber algo. Y ese algo lo quería sin disfraz. Hacía semanas que le daba vueltas a un desgraciado suceso de juventud no del todo aclarado entonces. Una vieja sospecha de una temprana infidelidad venía a atormentarla ahora de nuevo, tantos años después. Ahora –pensaba- ya estoy preparada para saber si realmente ocurrió.
Y alguien le mencionó el pentotal como el medio más efectivo para obtener la verdad de labios de su marido. Disuélvelo en la sopa y hablará.

Esa lengua endemoniada –siguió diciendo Antonio- es una … una… -comenzó a titubear. De pronto ni las ideas ni las palabras que las transportan le afluían como de costumbre. En breves minutos pasó de tramar historias con pasmosa facilidad a no poder más que concatenar tres ideas seguidas. El árabe… los espesos bosques del Rif… la gruta de Alí Baba… y los mismos gestos incluso que antes le servían para ilustrar sus relatos, ahora mostraban con mayor elocuencia si cabe los síntomas claros de una repentina indisposición lingüística. Antonio estiraba el cuello y metía hacia dentro la barbilla como quien espera eructar y con ello librarse de aquel incómodo lapsus. Imposible. Después trató de hacerlo girando a derecha e izquierda lentamente el cuello hasta hacer crujir sus cervicales. En vano. Antes de que pudiera darse cuenta incluso, se había quedado completamente en blanco, pero Antonio, lejos de resignarse y callar, luchaba como un púgil golpeado que apenas se tiene en pie pero que intenta mantenerse en el cuadrilátero para, oh fatalidad, recibir el golpe tremendo que termine con sus huesos definitivamente en la lona. Y su cuadrilátero, ese que conocía tan bien, no era otro que el de la ficción, donde siempre se había mostrado ágil como un pez y eléctrico como una anguila. Carente de ideas, su discurso se volvió una carcasa vacía, un carromato estéril que, aparte de a sí mismo, no transporta mercancía alguna. Sus esfuerzos últimos por no someterse a la voluntad abrasiva de la verdad fueron los propios de un pez ya pescado cuyas últimas energías consagra a voltear su cuerpo en tierra. En su caso, como el que trata de hacer tiempo a la espera de que alguna idea le sobrevenga de pronto, su discurso era una estéril concatenación de pleonasmos: el árabe, esto es… por tanto… según tengo entendido… eh…sin embargo… claro está… como no podía ser de otro modo… por consiguiente… y esto es absolutamente incontrovertible…
Pero ¿de qué le servían si entre ellos no había ideas? Cuándo se ha visto un edificio construido sin ladrillos, piedras, hierros y otros materiales. De argamasa no se levantan muros, no se tienden aceras, ni erigen campanarios, ni levantan catedrales, ni edificios, ni casas, ni ciudades.
Poco después Antonio estaba exhausto. Ahora podía ver con claridad la futilidad de sus ridículos conatos. A los demás podría engañarles, pero a él, imposible. Consciente de que su discurso era un páramo estéril, un yermo abandonado, calló definitivamente.
Ahora Doña Eugenia tenía vía libre, sólo había que formular las preguntas apropiadas. Y para no equivocarse se propuso seguir al pie de la letra la lista de preguntas que le facilitaron. Pero no pasó de la primera y protocolaria ¿Eres Antonio Díaz Mújica, verdad?
La respuesta dejó a Doña Eugenia confusa y desorientada; destemplada y llena de una mezcla de pánico y lástima se apresuró a llevarse a su desnaturalizado marido a la cama y obligarle a dormir entre arrullos y nanas.

Ésta fue su respuesta.
Antonio Díaz Mújica me llaman. Pero soy solamente un hombre más. Tengo casi ochenta y seis años y desde hace casi el mismo tiempo lucho por seguir vivo. Respiro para vivir, como para vivir, miro, huelo, palpo, oigo y saboreo para seguir viviendo. Por vivir, he jugado como un niño y he amado como un hombre. He mirado de frente y he bajado la vista casi el mismo número de veces. Me he fallado a mí mismo y te he fallado a ti. La costra del pecado, esa, qué duda cabe, la llevo pegada a mi frente. Pero te he amado más que te he fallado de igual modo que me he amado más que me he fallado, y por eso sigo vivo. Hombre soy, mortal de condición, y por tanto pronto moriré. Para vivir, no he encontrado mejor medio que éste que conoces. No sé si es el mejor, pero aquí estoy. Antonio Díaz Mújica, qué importa eso, es solo un nombre más, uno de tantos que se han desvivido por vivir, Dios me perdone.


Jorge Plaza

jueves, 4 de diciembre de 2008

La espalda de la jornada fue la palma de la mano

Sobre lo del pentotal no tengo nada que decir.
O tal vez sí.
Aunque lo que de verdad me gustaría contar es otra cosa, me gustaría poder contarles algo sobre mí misma. Algo auténtico sobre mí misma. Algo que me sucedió durante una visita guiada al desierto. Habíamos llegado el día antes, en avión. Habíamos sobrevolado el desierto de noche, habíamos visto algunas luces. Alguien dijo que debían de ser jaimas. Alguien dijo, pero más tarde, de camino al oasis, escoltados por un coche patrulla, que ya quedaban muy pocos camellos en Argelia, que se los estaban llevando a Malí. Alguien preguntó si no era demasiado tarde. Más tarde alguien roncaba y alguien hablaba en el cuarto contiguo con un hilo de voz apagado. Alguien se reía. Alguien tocó a la puerta, nos dio los buenos días. Desayunamos. Sólo faltó París, afuera. Alguien señaló a la lámpara con forma de Torre Eiffel y bromeó. Salimos y vimos por primera vez el palmeral que nos rodeaba. De no ser por las casas de adobe habría jurado que estaba en casa. La luz era la misma, sólo la tierra era más roja. Y más dura, quizá. Nos llevaron al desierto. O al menos a un brazo de dunas que el desierto había alargado hasta el borde mismo de la carretera. Nos subimos a una duna. Luego subimos a otra duna. En algún momento J y yo le preguntamos al guía señalando a la duna que se recortaba en el horizonte si al trasponerla podríamos correr el riesgo de perdernos. El guía dijo que sí y se rio, o tal vez fuimos nosotros mismos. J y yo, quiero decir. En cualquier caso, fue una risa nerviosa. Le preguntamos si quería acompañarnos y nos dijo que prefería quedarse. Antes de dar media vuelta nos pidió que no tardásemos mucho en reunirnos con el grupo. Vi mi reflejo en las gafas de sol de J. Mi cara parecía de oro o eso pensé. Parecía la cara de un busto dorado, una cara demasiado seria. Sentí un escalofrío. Nos sentamos sobre una duna y lié cigarrillos para J y para mí. Hablamos mientras lo hacía, y luego seguimos hablando mientras fumábamos. En realidad, fue mi primera conversación con J durante el viaje, y puede que también la única. Hablamos de lo que nos iba a pasar, a él antes que a mí. O puede que a mí antes que a él. Nunca se sabe. Hablamos de otras cosas. De hecho, todo el tiempo tuve la sensación de que en realidad estábamos hablando de otras cosas. Más allá de la conversación, quiero decir. Como si las palabras señalaran un objeto y detrás de ese objeto hubiera una sombra agazapada. O como si más allá de las palabras hubiera una mano en mi nuca. Entonces alguien nos dio un susto. Se había acercado con sigilo por detrás y nos había dado un susto. A mí al menos me asustó y creo que a J también. Aunque no movió un músculo, estoy segura de que también se asustó. Entonces alguien nos dijo que nos había echo una foto mientras hablábamos sentados en aquella duna. Sacó el móvil y nos enseñó la foto. En la foto se nos veía muy pequeños sobre la duna, pero se nos podía distinguir perfectamente. J parecía un gigante a mi lado. También parecía más oscuro, pero sólo porque tal y como estábamos sentados el sol me iluminaba la cara. Esa vez, al verme, sentí alivio. Entonces bajamos la duna. Luego bajamos otra duna, y así hasta llegar al coche. Alguien había extendido una alfombra sobre la arena. Alguien había preparado té. El guía tomaba su té y me miraba apoyado sobre un codo, acostado detrás de un arbusto. Alguien preguntó si no era ya tarde. Volvimos al palmeral. A veces íbamos a 120, pero a veces a 140 kilómetros por hora. En algún momento me quedé dormida. Esa noche lié dos cigarrillos más pero no pudimos fumarlos. Primero hubo una cena tradicional en una jaima que habían montado fuera de la casa. Luego J se puso a dibujarnos a todos en el libro de visitas. Todo el mundo quedó satisfecho con su retrato. Tal vez sólo yo pensé que no me parecía. Entonces alguien dijo buenas noches, alguien preguntó la hora y alguien dijo buen viaje.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

preguntas

G: ¿Y qué te hicieron?
J: Estaba limpio, tío. No me habían fichado y me dejaron ir. Joder, menos mal.
G: ¿Pero por qué tardaste tanto?
J: Yo qué sé. Es la primera vez que voy. Ni puta idea. Será normal.
G: No. No es normal, ¿te interrogaron?
J: Te he dicho que no.
G: No, no me has dicho que no, ¿te interrogaron?
J: No, vamos... creo que no.
G: ¿Cómo que "vamos"?
J: Mira, se me nublan un poco las cosas. No sé. Mezclo el tiempo. A ver..., entré, bueno, me hicieron entrar después de que me viera aquel tipo cerca del coche.
G: Te dije que no te acercaras todavía.
J: Bueno, ya lo sé, pero pensé que si iba acercándome poco a poco sería mucho más sencillo sentarme un día a tocarlo.
G: No estás aquí para pensar, joder. Ya te lo avisé.
J: Bueno, total. Entré y recuerdo que empezaron a preguntarme cosas absurdas. Cuántos años llevaba vivendo aquí. Cuál era mi equipo de fútbol preferido. Qué solia comer... Para mí aquello era algo rutinario, ¿sabes?. Nunca me imaginaría un interrogatorio de esa manera. Que sí solía irme de vacaciones a la costa. Que sí había conocido Uruguay...
G: ¿Eh...?
J: Sí, la sala era luminosa. Me deslumbraba, incluso. Yo no paraba de responder a esas preguntas absurdas, una tras otra. Cuántos años tengo, fue la última cosa que me preguntaron. Pero me da que en el medio me dijeron más cosas. No sé... Es raro. Salí de ahí con los ojos bien abiertos y muy seguro, como tú me habías dicho que debía hacer si acaso algo se torcía. Creo que conservé la calma. Pero ahora que lo pienso se me escapan los detalles. Es eso. Sí. No sé... Se me fueron los detalles.
G: No te entiendo.
J: Es que me suena que estuve un rato largo y en la cabeza se me pasa volando. Son como unos pocos minutos nada más.
G: ¿Pero no te preguntaron nada por el coche, no te hicieron nada? ¿Ni siquiera un puñetazo...?
J: Del coche no recuerdo que me dijeran nada, espera... ¿O sí? tío sabes que no estoy seguro, joder. O sea, para mí que no...
G: No les dirías nada, ¿no?
J: Que no, de verdad, que no coño, no me mires así. Además me dejaron ir, ya sabes... Ellos van probando, si tuvieran sospechas no me habrían dejado salir. No son tan gilipollas...
G: Bueno, cualquiera sabe... Entonces de lo del coche nada, sigue todo limpio.
J: Que sí joder, eso sigue limpio. Además ni llegué a tocarlo, solo estaba a unos metros cuando me preguntaron aquellos tipos si podía acompañarles . Y el coche se quedó ahí, menos mal que ese no era el día previsto que si no...
G: Ya... Esto trastoca un poco los planes. No sé. tendré que informar y esperar nuevas instrucciones.

(Tocan a la puerta. G y J, después de un momento de duda contestan al interfono)

G: ... ¿Sí?
P: Hola, sí, disculpa, soy la vecina del séptimo derecha, la señora F, mi niño, me he dado cuenta de que me he quedado sin llaves, no te imaginas..., he tenido que volver, angustiada y todo... ¿puedes abrirme?

(G algo más tranquilo, le dice que no se preocupe y abre la puerta de la cancela de abajo)

Según los agentes, el ciudadano G y el ciudadano J no opusieron resistencia a la hora de su detención en el piso franco instalado en la calle Misericordia de Madrid. Se les incautó numeroso armamento y algunos artefactos de alta potencia preparados para ser colocados como trampas en los bajos de algún coche. La operación fue llevada a cabo con discrección y con una limpieza absoluta, gracias a los datos obtenidos horas antes en un interrogatorio fortuito efectuado cuando al ciudadano J se disponía a mirar en los bajos de uno de los coches oficiales de la jefatura del gobierno.

octavio pineda

martes, 2 de diciembre de 2008

Ficciones

La verdad es que me costó horrores pero al fin llegué. Cogí un avión de 2 plazas, volando de noche, sin saber pilotar, en medio de una tormenta bajo un suelo azul (Este continente es azul de noche), para ser África (Hispanoamérica no me valía porque empezaba a estar preocupada en las estupideces de Europa y América del Norte). Y todo para que fuera ella la que narrara sobre esta pregunta:

¿La realidad es una ficción, una mentira linda muy mal contada, pero que muy mal narrada, o simplemente, y que valga el simple sin resultar absurdo, una verdad simplona? 

Era un pregunta a la imaginación de África, a la mala realidad por antonomasia. África podía contestar con una verdad o con una mentira:

A Chucré y Amín se lo habían quitado todo. Los dos eran argelinos, con todo el peso que configuraba eso para ellos. Su Argel era el lugar más hermoso de la tierra, donde estaba Mamá, la hermana, los hermanos y Papá, pero Argel era a la vez un perro rabioso, moribundo, donde no había manera de encontrar un trabajo, de hacer una vida que no fuera absurda. Por eso, escribieron un pequeño capítulo que no se puede narrar, porque se repite al menos 200 veces al día, y llegaron a Barcelona. 

Todo por un trabajo, para ganarse la vida. Porque es la realidad la que elige como un elemento fundamental de cualquier personaje, exactamente 12 palabras de las 24 que debe tener cada frase del cuento, que se dedique a un trabajo.

Chucré es pastelero pero su dulzura choca con la repostería catalana. Amín es futbolista, como Zizou, pero una mala patada le dejo la rodilla maltrecha y le rompió la imaginación que para bien o para mal se escribía con un pie. Ahora Amín estaba en Marsella, y Chucré lo echa de menos. 

A.León

lunes, 1 de diciembre de 2008

CaprichoS

La premedicaron con pentotal sódico a dosis muy bajas. Cuando ya estaba vestida para la cirugía en aquel vestíbulo que hacía las veces de hospital, el ayudante del cirujano, que al mismo tiempo era el ayudante del anestesista, cayó en la cuenta de que no quedaba ni una ampolla de buprenorfina. Ni de midazolan. Ni de propofol. No era bueno que tras tres semanas de abrir el chiringuito, empezáramos a tener retrasos con los pacientes quirúrgicos, perderíamos clientes, se dijeron los tres socios con un golpe de vista.
Amaya quería estirarse los ojos. Detestaba su mirada bovina. Quería un buen par de ojos rasgados en su cara morena. Y a eso fue. Cuando vio a los tres embatados y enguantados señores mirarse de aquella manera tras rebuscar en la pequeña estantería de metacrilato que guardaba los inyectables, pensó, ellos sabrán. Y sonrió. Fue su última sonrisa de ojos redondos. Luego fue todo sonrisas. El cirujano se desmadró un poco tirando durante la cirugía y la piel no quiso ceder más de dos milímetros luego. Amaya sonrió efusivamente durante el resto de los días incluso cuando lloraba. Y mira que luego le tocó llorar…

No estuvieron más de noventa minutos con la paciente dormida en quirófano. El ayudante de cirugía cosió las lenguas de piel detrás de las orejas. Le habían prometido dejarle suturar a los pacientes una vez por semana, para que fuera practicando con el instrumental y pudiera parecer un ayudante solvente en menos de tres meses. El ayudante dio el último punto, cortó con las tijeras de hilo el plástico absorbible que agarraba la piel de Amaya al resto de su cabeza, cerró el gotero y dejó a la paciente que despertara tranquila.

Amaya sintió los ruidos lo primero. Pero no pudo moverse aún ni preguntar cómo había ido. Al despertarse y vestirse y calzarse (el chiringuito daba el alta en el instante), Amaya no hizo caso siquiera a su sonrisa perenne, pues pensó que eran lógicos la hinchazón y los moratones y que ya se le pasaría. Había ido sola. En casa se habrían preocupado mucho y no hacía falta. Era sólo un capricho. Para contentarse a ella. Aunque seguro que al verla tan guapa, todos se alegrarían.

Los niños en casa la recibieron espantados. Amaya era una masa violeta envuelta en gasas y esparadrapo. Su marido le preguntó quién narices le había hecho tal cosa y el más pequeño gritaba mientras se golpeaba contra la pared en plan kamikace.
- Cariño, estás bien? Dime que estás bien.
- Estoy estupenda, no lo ves?- sonreía, igual que hacía dos minutos
- Pero Amaya, qué ha pasado? Siéntate, ven- le ofreció su brazo y le agarró la mano, compungido, el marido- puedes?
- Claro que puedo, mírame
- Es que da un poco de cosa mirarte, cariño
- Pero si tengo los ojos rasgados, estoy espectacular!- sonreía, la piel tirante, el zumbido de la anestesia todavía en los oídos
- Hijo, para ya, compórtate como un ser humano- le dijo el marido al niño
- No sé bien por qué le sigues llamando hijo, si no sabemos de quién era la muestra
- Cariño, estas loca?
El niño berreaba y decidió ponerse a girar haciendo una hélice con sus piernas mientras rompía la porcelana que a Amaya le gustaba colocar justo ahí, en el rodapiés del salón
- ¿Qué dijo mamá?- dijo el niño entre el escándalo de la cerámica y su respiración
- Nada, cariño, nada- El marido buscó entre la masa violeta los ojos de su mujer para increparla, pero Amaya no debió ver nada
- Que no sabemos de quién eres, hijo, hace tiempo fuimos a un sitio y les dijimos que me metieran en la barriguita los bichitos de un desconocido y al tiempo naciste tú.
- Amaya, por favor, vas a traumatizar al niño-
- Qué dices, mamá?- Los padres miraron al chiquillo. Amaya aún sonreía ajena a la siniestra expresión de su cara. El niño se había levantado del suelo en una voltereta, y se despejaba el pelo de la frente brillante del sudor. Los miró fijamente, extrañado y odioso al mismo tiempo, esperando que sus padres se explicaran.
- En realidad, es que si lo piensas- siguió Amaya- es una suerte que no vayas a heredar el perfeccionismo obsesivo de tu “padre”- y dibujó las comillas con los dedos ante la mirada atónita de los demás - aunque viéndote, qué quieres que te diga, hijo, no me extrañaría que fueras sangre de un pobre tarado cualquiera- y se quedó pensando Amaya. El salón en un silencio pesado y mareante. El zumbido en el tronco del oído, en las muelas- Yo es que no me explico qué clase de lección quiso darme la vida con ustedes…


Laura Artiles

Texto V

El tiopentato de sodio es una droga derivada del ácido barbitúrico, más conocida por el nombre de pentotal sódico o amital sódico o trapanal.
El pentotal ha sido utilizado en psiquiatría porque parecía mejorar la fluidez de respuesta en la relación con el paciente. Este es el uso que ha dado fama este fármaco, y por lo que se le conoce como suero de la verdad. Teniendo en cuenta que como agente hipnótico, con una dosis controlada, su actuación en el cerebro humano produce depresión de las funciones corticales superiores, se pensó que podría resultar de utilidad en interrogatorios. Se considera que la mentira es una elaboración compleja, consciente, mucho más complicada que la verdad, así que, si se deteriora la actividad superior cortical, al sujeto le resultará mucho más complicado mantener su voluntad y la “verdad” fluiría en su conversación con mayor facilidad. Eso es, al menos, la teoría, puesta en práctica durante decenios por los servicios de espionaje de muchos países. Hasta cierto punto, la idea es correcta, pero no garantiza, ni mucho menos, que el sujeto vaya a contar lo que se espera, puesto que hay muchos factores que pueden modificar el experimento, desde un entrenamiento especial hasta condiciones ambientales o, simplemente, una asunción de la mentira como verdad por parte del sujeto.
En dosis altas el pentontal sódico induce un coma rápido, llegando a ser letal.

Fuente: Wikipedia

domingo, 30 de noviembre de 2008

Tránsito de pasajeros -4.1

Bonus Track: Historia
Aeropuerto de Lanzarote- Guacimeta

Estás tomando notas en la última hoja de una libreta, sentada delante del Teatro. No quieres que se te vaya una historia que te acaba de venir a la cabeza. Y a la vez vigilas que no se te escape la guagua. Cinco líneas sobre un pirado que ve cosas que no ve más nadie. Ya te pondrás y la escribirás. Luego, semanas y semanas después, cuando se te acaba la libreta, arrancas la hoja, que a esas alturas sólo es media hoja (en la media que falta están el teléfono de Paco y un "marmota mía, fui a sacar a la perra, vengo pronto, traigo churros, besos"), y la doblas y la metes en la cartera. Ya te pondrás, ya te pondrás. Pasan meses, y a la cartera le cae encima un café y leche (porque eres torpe), y tienes que vaciarla y tirarla y rescatar lo que aún sirve para algo (poco). Las cinco líneas aún se pueden leer, pero tú no las lees. Las secas y te las metes en el bolsillo. Sí. Ya te pondrás. Del bolsillo van a un cuadernillo chico. Pasan más meses. Un día, así porque sí, te pones y escribes la historia, pero no te gusta. No rueda bien. Se atasca. La escribes otra vez. Tampoco. Es que ni se entiende. La escribes otra vez. Te aburres y la dejas. Igual la historia era una bobería desde el principio. El cuadernillo chico se te pierde. Luego te mudas. Y en la casa nueva, en una caja llena de calderos, cafeteras y servilletas, aparece el cuadernillo, con la historia dentro. Ah, mira. La vuelves a escribir. Ay. No. O sí. No sabes. Se la mandas por e-mail a tu amiga la Peláez, a ver qué dice. Ella dice que le gusta, pero le parece que al final falta algo. Es verdad. La vuelves a escribir. Otra vez. Y otra. Entonces sientes que ya. Y la guardas. No la miras más porque sabes que si la sigues mirando la escribirás y la volverás a escribir una y otra vez hasta que se te gasten los ojos y los dedos y te mueras de vieja.

Pasa tiempo. Tienes un blog. Te acuerdas de esa historia. La buscas y la subes. No le cambias nada por... por superstición. Cuando las historias están hechas, piensas tontamente, son como máquinas, como muñecos de cuerda. Si caminan solas, es mejor no tocarles ni una tuerca, ni un muellito. Porque en realidad no sabes por qué se mueven.

Doce líneas. Ahí está, mírala. Existe. Se mueve.

Y cómo estará el pirado, qué cosas verá, qué cosas querrá ver.

María Hernández Martí

sábado, 29 de noviembre de 2008

L´Isère

… rehusé en cierta ocasión ser amante de esa joven, quizás la más amable que haya conocido; y todo por merecer a ojos de Dios que Métilde me amara…
Stendhal, Recuerdos de egotismo.

Hace cosa de un mes me encontré con un viejo amigo de la facultad, éste me refirió un hecho insólito. Me dijo que haría como dos meses que, estando en la oficina de la sucursal bancaria para la que trabaja, apareció por allí Eduardo Ginés. Creo que me contó el suceso con la esperanza de que tal vez yo le ofreciera alguna información que explicara cuanto de confuso tuvo aquel encuentro, y es que Eduardo y yo habíamos sido muy amigos durante el periodo universitario. Pero lo cierto es que hacía años que no sabía prácticamente nada de él.
Me explicó este amigo que reconoció a Eduardo nada más verle y que se alegró hasta el punto de levantarse de su silla y dirigirse hacia él. Pero que al llamarlo por su nombre, Eduardo contrarió el gesto y le dijo –disculpe, creo que está confundido. Pero él estaba casi completamente seguro de que aquél no podía ser sino él, de modo que, tras unos segundos de extrañeza, volvió a espetarle –¿no es usted Eduardo Ginés, de la facultad de filología?, pero aquél volvió a negarlo tal y como lo hiciera anteriormente solo que esta vez añadió un “siento no poder ayudarte Santiago”. Este amigo quedó extrañamente confundido, tanto por el hecho de que efectivamente se llamaba Santiago, cosa que de tratarse de un extraño no tendría por qué saber, como porque aquel rostro, el porte, los movimientos incluso y la voz sobretodo eran sin duda las de Eduardo. Y durante su exposición de los hechos debo hacer constar que remarcó especialmente esta impresión.
Aquello, en un principio, me recordó que una vez había tenido un buen amigo que se llamaba Eduardo. En cuanto a lo que me comentó Santiago, la verdad, no le di mucha importancia.
El caso es que me propuse retomar el contacto con mi viejo amigo de la facultad, pero fue infructuoso. Primero lo intenté llamando a su viejo móvil. Después por mail. Y ya por último, rebusqué en mi vieja agenda a la búsqueda de alguna otra pista que me llevase hasta él. Encontré el número de teléfono de su casa paterna. Hablé con su madre. No sabía nada de él y parecía bastante afectada. Después hablé con su hermana. Ella me comentó algo acerca de algún episodio parecido al que vivió Santiago. El caso es que me interesé por el asunto y esto es lo que cuento a continuación reunidos los testimonios que he podido recabar.
Grenoble. Mes de julio. Sopla una leve brisa alpina que hace sonar, ligeras, las hojas de los árboles. Pero hace calor. Eduardo y Esther están de vacaciones. Hace dos días que llegaron y Esther insiste en seguir rumbo a Milán. Fue él quien insistió en conocer la ciudad. El motivo: la enorme veneración que siente por Stendhal. ¿Pero no decías que Stendhal odiaba Grenoble?, la odiaba, sí. Pero era como ella. Su escritura es franca, plana, directa. Y esta ciudad, ya ves, también lo es. No tiene subterfugios.
Están en una terraza. Es temprano. De pronto pasa ante ellos un peculiar personaje. Un tipo rechoncho, de altura media, rostro grueso, enormes patillas y lo más peculiar, lleva un traje de época. Nadie parece sorprenderse. Eduardo lo reconoce al instante ¡Pero éste va disfrazado de Stendhal! Vamos, le dice a Esther. Pero ésta está aburrida y le dice que mejor le espera allí sentada tomando tranquilamente su café. Mejor, piensa él.
Eduardo sigue a Stendhal desde la calle de Henri Beyle hasta una calle estrecha que da al al río Isère. Allí, el notable escritor francés se introduce a través de una casa con entrada ajardinada hasta una puerta que desciende a un sótano. Sobre su puerta hay un cartel, viejo, de madera, donde pone Musée d’Henri Beyle. Eduardo está confuso. ¿Por qué no había oído hablar de ese museo antes? Y además, en esta calle recóndita… enterrado entre dos enormes y elegantes edificios de ventanas batientes tipo puertas y tejados en mansarda. Y ese cartel, minúsculo y dentro del jardín, imposible de ver a menos que te asomes. Le pareció extraño, pero le encantó el descubrimiento. Vaciló un instante entre volver o no a por Esther. No, mejor entrar solo, además a ella no le interesaría.
Traspasa el umbral de la puerta. Desciende a través de unas escaleras oscuras de madera. Crujen. Una vez abajo (luz tenue de bujías) Stendhal charla amigablemente con la recepcionista del museo. Éste se quita la peluca, está completamente calvo. Después se pierde por un pasillo.
La mujer le da la bienvenida a Eduardo al museo de Henri Beyle. Le dice que se trata de un museo diferente pero no único, es de ese tipo de museos que ideó el checo Stepanek. Su razón de ser se basa en una sola idea: experimentar la alteridad. ¿Qué querrá decir? Eduardo lo descubre enseguida. Una vez paga su entrada, es conducido por el mismo pasillo a través del cual se perdió Stendhal. A mano izquierda hay una puerta. Tocan. Abre una mujer. Esta habitación está muy bien iluminada por largos tubos de neón de luz blanca. Siéntese por aquí.
Comienza su incursión en la piel de Stendhal. El trabajo es laborioso. Aquella mujer se encarga de caracterizarle. No tarda tanto, conoce bien su trabajo. Una vez terminado, no se le permite mirarse en el espejo. Se nota el rostro pesado y tirante. Ahora vístase, pero antes póngase esto (goma espuma), Stendhal era barrigón. Y ahora la peluca. Así está perfecto…
Salen al pasillo. Un poco más adelante se abre otra puerta. Pase. Ahora va a estar solo durante un rato, si algo le inquieta y no puede soportarlo no tiene más que tocar a la puerta. Yo misma le abriré.
Interior de la sala. Ésta está completamente a oscuras. Todo está en silencio. Se nota extraño con la barriga abultada. En cuanto al rostro, lo siente como acartonado. Tan solo los ojos diría que son suyos, pero los siente como atrapados detrás de una careta. No obstante no puede ver nada.
Oye la voz de un hombre mayor que le llama hijo sin el menor rastro de cariño. Se trata de una grabación. Después proyectan una imagen en la pared. Un niño en el entierro de su madre. Visiblemente triste, sollozando. Un hombre (¿el de la voz?) le mira desde el otro lado del ataúd. Algo en su mirada la hace insoportable. Es inquisitiva, rencorosa. Después las burlas en el cole “chino”, “gordinflón”. Las voces y la proyección duran como veinte minutos, poco le produce un feedback agradable. Después se encienden las luces. Se trata de una habitación pequeña y rectangular. Vacía. Salvo a sus espaldas, donde hay un espejo.
Su reflejo en el espejo le produce una gran impresión. Su rostro es grueso, tiene papada, flácidos carrillos, una nariz rechoncha y unos ojos nimios entre tanto bulto. Muchas cosas no le gustan de esa cara.
Antes de salir de aquel cuarto, volvió a apagarse la luz y volvieron a recrearse sensaciones diversas derivadas de vivencias del escritor francés. Desagradables imágenes de un París sucio, frívolas escenas de salón con damas que no mostraban interés por él, imágenes de Rusia, Alemania, Londres, Milán. Y algo realmente hermoso, una pieza de Mozart para clavicordio, donde los sonidos redondos y etéreos (como pompas de jabón) que emanan de éste se mezclan con las líneas claras (como de lápiz) del violín.
Una vez fuera de la sala, la señorita de la recepción invitó a Eduardo, Monsieur Beyle, a dar, si lo consideraba oportuno, un paseo por Grenoble. Si tiene un alma nostálgica, le recomiendo un paseo por el río, pero cuidado con mirarse en él, pues es sabido que deja un recuerdo indeleble en la memoria de los nostálgicos.
Eduardo dio un paseo por Grenoble. Ciudad situada a los pies de los Alpes, allí donde estos son sorteados por el sinuoso río Isère. De pronto se acordó de Esther. Se apresuró a ir hacia el café. Desde lontananza observó que todavía estaba allí, visiblemente inquieta por su tardanza. Pero antes de acercarse quiso realizar un pequeño requiebro. Caminó por la acera de enfrente hasta unos árboles y desde allí la observó unos minutos. Hojeaba una guía de viajes, miraba el reloj y buscaba a alguien a través de las calles. Creía saber a quién, a Eduardo, su novio. Al poco Esther reparó en su presencia entre los árboles y algo, algo como una mezcla de sorpresa y terror ensombreció su mirada, por lo demás dulce, de Métilde.
Jorge Plaza